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A continuación, encendió su pipa y volvió a tomar, en sentido inverso, la senda que nuestros esquíes acababan de trazar. Poco antes de volver al campamento, me distancié, por azar, de mis compañeros. Llegado al paso, creí notar que una bestia descendía precipitadamente de nuestro campamento hacia el valle. Un minuto después llegábamos encontrando todos nuestros efectos esparcidos y destrozados. De mi colchoneta, no quedaban más que andrajos. Huellas dejadas sobre la nieve nos indicaron que esta devastación era la obra de dos glotones. Eran ellos los que yo había percibido cuando me aproximaba al campamento. Recogimos lo que nos restaba y descendimos rápidamente del paso para volver con nuestros otros camaradas. Este descenso fue fácil. La pista que habíamos creado precedentemente con nuestros esquíes, si bien cubierta de nieve, estaba sólidamente endurecida. Pudimos seguirla a verdadero paso de carrera y reunimos con los nuestros antes de la noche.

Los udehés establecidos cerca de los peñones de Sinopkú me dijeron que se habían realizado búsquedas a orillas del Bikin para encontrar a ciertos viajeros perdidos. Según sus informaciones, el pristav [33]designado con este fin habría sido forzado a regresar por la espesa nieve sin haber cumplido su misión. Yo no podía adivinar entonces que esta nueva me concernía directamente. Los mismos indígenas me afirmaron que íbamos a encontrar aún en nuestro camino yurtas abandonadas.

—¿Dónde? —le pregunté.

—En Beissilaza-Datani —respondió uno de ellos.

—¿A cuántas verstas? —le preguntó Zakharov.

—A dos verstas —le dijo el otro con seguridad.

Cuando le rogué que nos acompañara, el udehéaccedió de buen grado. Compramos a los indígenas carne de alce y grasa de oso. Después, volvimos a emprender camino. Tras haber franqueado tres kilómetros, pregunté a nuestro guía si estábamos aún lejos del fin.

—No, no —aseguró.

No obstante, hicimos aún cuatro kilómetros y la aldea embrujada parecía siempre huirnos. Era ya tiempo de hacer un alto. Por otra parte, la idea de atrincherarnos por la noche en la nieve cuando las viviendas se encontraban próximas, no nos gustaba mucho. Pero cada vez que se le preguntaba al udehési estaba aún lejos, replicaba obstinadamente:

—Es muy cerca.

Cada vuelta del río me hacía esperar la aparición de las benditas yurtas.Pero los meandros se sucedían lo mismo que los cabos, sin que alcanzáramos a ver la menor aldea. Hicimos así unos ocho kilómetros. Cuando tuve por fin la idea de volver a preguntar a nuestro guía cuántas verstas nos separaban aún de Beissilaza-Datani, respondió con voz imperturbable:

—Siete.

Esto fue demasiado para nuestros tiradores: quedaron petrificados y prorrumpieron en juramentos. Ahora bien, resultó que nuestro guía no tenía ninguna noción de medidas itinerarias. El hecho es que no hay que preguntar jamás a los indígenas formulando las preguntas de esa manera, pues ellos no miden la distancia sino de acuerdo con el tiempo: una media jornada de marcha, un día, dos días, y así sucesivamente.





Hice signo de parar. El udehéinsistía en asegurarnos que las yurtasestaban muy cerca, pero nadie quería ya creerle. Los soldados se apresuraron a barrer la nieve, acarrear leña e instalar nuestras tiendas. Encontrándonos ya con mucho retraso, fuimos sorprendidos por el crepúsculo en medio de estos trabajos. El campamento, por otra parte, no perdió nada de su confort.

Empleamos otra jornada en hacer un trayecto que nos llevó a la localidad de Sigú (valle del oeste), la aglomeración ribereña más importante del Bikin, que no está poblada más que por chinos. Sus habitantes mataron un cerdo en nuestro honor, prepararon aguardiente en gran cantidad y me rogaron con insistencia volviera a sus casas al día siguiente. Nuestras provisiones estaban completamente agotadas. Además, mis compañeros se sintieron muy atraídos por la perspectiva de pasar la noche de Navidad en condiciones de mayor refinamiento que las del campamento diario. Así es que acepté la invitación de los chinos después de haber obtenido de mis soldados la promesa de no abandonarse demasiado al alcohol. Mantuvieron su palabra, ya que no vi a ninguno que no permaneciera sobrio.

Al día siguiente fue una jornada soleada y fría. Por la mañana, alineé a mi destacamento y felicité a todos aquellos que habían ayudado a nuestra expedición facilitando el cumplimiento de nuestras tareas. En respuesta, el bosque resonó de hurras. Los chinos acudieron de todas las fanzasvecinas. Sabiendo de qué se trataba, hicieron a su vez resonar sus carracas.

Apenas habíamos llegado a nuestro alojamiento para tomar la comida del mediodía, escuchamos aún el sonido de una campanita. Los chinos acudieron de nuevo, anunciándonos la llegada de un oficial de policía. Unos minutos después, un hombre arrebujado en una pelliza irrumpió en la fanza.Este policía se transformó al instante en M. Merzliakov. Después de un abrazo entusiasta, nos hicimos preguntas y pude así saber que no era un pristavsino él mismo en persona quien se había propuesto desde el principio ir a mi encuentro, y era también a él a quien la espesa nieve había retardado en su empresa.

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La muerte de Dersu

Llegamos a Khabarovsk la noche del 7 de enero. Los tiradores fueron a reunirse cada uno con su compañía, mientras yo llevaba a Dersu a mi domicilio, donde se reunieron los amigos más íntimos. Todos contemplaron al goldcon curiosidad y asombro. El se sintió un poco incómodo y le fue muy difícil habituarse a las condiciones de una existencia tan diferente.

Le arreglé una pequeña habitación donde coloqué una cama, una mesa de madera y dos taburetes. Estos no eran en apariencia de ninguna utilidad, puesto que él prefería sentarse en el suelo o, mejor aún, ponerse en cuclillas, a la manera turca, con los talones pegados al cuerpo. Antes de acostarse, no dejaba nunca de extender, según su antigua costumbre, su piel de cabra, poniéndola encima del sommier relleno de heno e incluso por encima de la manta guateada. Pero el lugar favorito de Dersu era el rinconcito cerca de la estufa. Se sentaba sobre los leños y se quedaba largo tiempo mirando el fuego. En esta habitación, donde todo le era ajeno, sólo la madera llameante le recordaba la taiga. Si ésta se quemaba mal, se enfadaba con la estufa y hacía una observación:

—Hombre ruin, que no quiere encenderse de ningún modo.

Un día, tuve la idea de registrar la voz de Dersu en un fonógrafo. Comprendió fácilmente lo que le pedía y pronunció delante del aparato un cuento bastante largo que llenó el disco casi por entero. A continuación, reemplacé la membrana registradora por la de reproducción y di cuerda al aparato. Dersu escuchó sus propias palabras repetidas por el mecanismo y no quedó sorprendido en absoluto. Escuchó la reproducción hasta el final y se contentó con decir, señalando la caja: