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Las capas de agua nuevamente congeladas aumentaban a medida que nos acercábamos al paso. El vapor desprendido por el hielo reciente dejaba percibir de lejos aquellos sitios. Para evitarlos, nos fue necesario escalar cuestas, lo que nos costó mucho tiempo y esfuerzos. Era importante, sobre todo, no mojarse los pies. En este sentido, los zapatos indígenas, hechos de piel de pescado y cosidos con venas de animales, son de un valor incomparable.

En esta región ocurrió un pequeño accidente que nos hizo perder una jornada casi entera. Una noche, el agua llegó hasta nuestro campamento sin que nosotros nos diéramos cuenta. Se congeló rápidamente y uno de nuestros trineos quedó aprisionado en el hielo. Fue necesario primero librar el vehículo a golpes de hacha, hacer deshelar a continuación sobre el fuego los árboles del trineo y, por fin, reacomodar lo que se había roto. Ya experimentados en estos casos, tomamos desde entonces la precaución de no abandonar nuestros trineos sobre el hielo durante una acampada, sino ponerlos sobre rodillos.

Sin embargo, nuestra marcha se hacía cada día más difícil. Nos metíamos constantemente en alguna espesura, o en canteras rocosas obstruidas por las ramas desgajadas. Armados de sus hachas, Dersu y Suntzai iban delante y abatían zarzas y arbustos, tanto para apartarlos del camino como para hacer terraplenes al borde de los fosos y de las pendientes donde los trineos podían caer. La nieve aumentaba a medida que avanzábamos por la montaña. Se veían por todas partes troncos de árboles e

Andando al lado de Suntzai y de Dersu, escuché las voces de los soldados que nos seguían. Me detuve un momento para examinar algunos curiosos fragmentos de pizarras montañosas que emergían de la nieve. Cuando fui, pocos minutos después, a reunirme con mis compañeros, les vi avanzar inclinándose hacia el suelo para escrutar atentamente algo.

—¿Qué pasa? —pregunté a Suntzai.

Fue el goldquien me contestó.

—Acabamos de encontrar la pista de un chino que ha pasado por aquí hace tres días.

De hecho pude ver, por aquí y por allá, huellas de pasos humanos, apenas perceptibles, casi totalmente borradas por la nieve. Dersu y Suntzai notaron también otro detalle: estas huellas, dispuestas en zigzag desordenado, indicaban que el chino se había echado a menudo por tierra y que debía sin duda haber dos campamentos muy próximos uno de otro.

—Un enfermo —fue la conclusión de mis dos compañeros.

Avanzábamos más rápido. Las huellas, que costeaban todo el tiempo el río, nos indicaron que el chino no trataba ya de saltar los troncos derribados, sino que los rodeaba. Después de una media hora de marcha, la pista se desvió bruscamente. La seguimos todavía. De repente, dos cornejas volaron de un árbol vecino.





—¡Oh! —exclamó Dersu, deteniéndose—. El hombre ha muerto.

A unos cincuenta pasos del río, vimos, en efecto, un chino. Sentado en tierra, se apoyaba contra un árbol, con el brazo derecho reposando sobre una piedra y la cabeza inclinada hacia la izquierda. Una corneja posada sobre el hombro izquierdo del difunto se separó bruscamente, asustada por nuestra proximidad. Los ojos del muerto permanecían abiertos bajo una capa de nieve. Un examen de los alrededores nos permitió reconstruir el cuadro siguiente: en el momento en que se sintió muy mal, el chino decidió acampar: levantó su mochila y quiso plantar su tienda, pero le fallaron las fuerzas; se sentó al pie del árbol y no tardó en sucumbir.

Suntzai y Dersu se quedaron atrás para enterrar al muerto, mientras nosotros nos volvíamos a poner en ruta. Todo aquel día tuvimos que trabajar sin respiro, y no pudimos detenernos ni a comer; sin embargo, no hicimos más de diez kilómetros. Los árboles abatidos, las capas de hielo reciente, el pantano lleno de terrones, las hendiduras repletas de nieve que se abrían entre las rocas, constituían tantos obstáculos, que llegamos a tardar ocho horas enteras para franquear justo cuatro kilómetros y medio. Hacia la noche, en fin, comenzamos la ascensión del Sijote-Alin. Mi aparato señaló setecientos metros por encima del nivel del mar.

Al día siguiente, exploré los alrededores y noté, a una cierta distancia, torbellinos de vapor espeso que se elevaba de la tierra. Llamé a Dersu y a Suntzai para ir con ellos a buscar la causa. Encontramos una fuente de agua caliente que contenía hierro, azufre e hidrógeno. Saliendo de una pizarra coloreada de rojo, el líquido tenía un depósito calcáreo de tinte blanquecino. Su temperatura era de 27º. Por otra parte, los indígenas conocían perfectamente esta fuente caliente del Ulengú, siempre frecuentada por los alces, pero la ocultaban cuidadosamente a los rusos. Los vapores calientes de la fuente hacen que se recubran de escarcha todos los alrededores: las piedras, las viñas salvajes y el bosque de ramas desgajadas esparcido por el suelo quedan revestidos de ornamentos fantásticos que brillan al sol como diamantes. Con gran sentimiento por mi parte, el frío me impidió llevarme un poco de agua para hacer su análisis químico.

Durante nuestra excursión a la fuente, los soldados habían tenido tiempo de desmontar la tienda y embalar nuestras colchonetas.

Tan pronto como abandonamos el campamento, hubo que escalar el paso del Sijote-Alin. Llevamos primero todos nuestros efectos y tuvimos que rehacer la ascensión una segunda vez, arrastrando detrás nuestros trineos.

La vertiente oriental de este macizo está completamente despejada de vegetación. Es difícil imaginar una región más lúgubre que esa donde nacen las fuentes del Ulengú. Se llega a dudar de que realmente haya habido bosques jamás, tan raros son los árboles que subsisten todavía. Suntzai me dijo que esta región había abundado en otro tiempo en alces; tal sería el origen del nombre de «Bui» dado al Ulengú, que para las gentes del país significa literalmente «el cérvido». Pero todos los animales se habrían retirado después que el fuego devastara los bosques y transformara el valle entero en un desierto.

El sol había recorrido más de la mitad de su camino cuando los soldados llevaron al paso el último de nuestros trineos. Cuando éstos fueron de nuevo cargados, proseguimos nuestro avance.

Los bosques escasos y viejos que revisten aún ciertas partes del Sijote-Alin, no pueden servir más que para utilizar su madera para calefacción. Es siempre muy difícil encontrar dónde acampar en una selva de esta especie, pues se tropieza con rocas enredadas con raíces, o con ramas desgajadas recubiertas de musgos. Pero la cuestión del combustible es aún más complicada. Un hombre de ciudad juzgará como bien extraña esta afirmación de que se atraviese una selva sin encontrar madera para quemar. Sin embargo, es así. El abeto, el pino y el alerce, que despiden demasiadas chispas, pueden quemar las tiendas, los trajes y las mantas. El aliso, demasiado poroso, contiene mucha agua y produce más humo que fuego. No resta más que el abedul. Pero éste, desgraciadamente, no se encuentra más que a título excepcional en los bosques de coníferas del Sijote-Alin. Suntzai, que conocía a fondo estos parajes, supo naturalmente encontrar bastante pronto todo lo necesario para acampar y yo di la señal de alto.