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Mientras los soldados se ocupaban de la instalación de las tiendas, Dersu y yo fuimos a cazar con la vaga esperanza de abatir un alce. No lejos del campamento, vi tres pájaros parecidos a ortegas, paseándose sobre la nieve, sin prestarnos demasiada atención. Iba a apuntar pero el goldme detuvo.

—Inútil, inútil —me dijo precipitadamente—. Se las puede coger más fácilmente.

Si quedé asombrado viéndole avanzar hacia aquella presa, sin tratar de esconderse, lo fui más aún al notar que los pájaros no le temían en absoluto y se retiraban tranquilamente, sin prisa, como lo harían unas gallinas de granja. Acabamos por aproximarnos a unos cuatro metros. Ignorando totalmente a los pájaros, Dersu tomó un cuchillo y se puso a cortar un joven abeto. Lo despojó a continuación de sus ramas, ató al extremo del arbolillo una cuerda formando lazo y fue decididamente a rodear con este nudo el cuello de una de las gallináceas. El pájaro atrapado agitó sus alas, tratando de desprenderse. Los otros dos comprendieron que era el momento de escapar y se elevaron en el aire para ir a posarse sobre un alerce vecino, una abajo y otra cerca de la copa. Creyéndolas muy atemorizadas, quise finalmente hacer fuego, pero Dersu me detuvo de nuevo y me explicó que era aún más fácil cogerlas en el follaje que por tierra. Se aproximó al árbol y levantó suavemente su pértiga, evitando hacer ruido. En el momento de poner el nudo al cuello del pájaro, posado sobre la rama inferior, el goldhizo un gesto imprudente, viniendo a golpear su pértiga el pico de la gallinácea. Esta no hizo más que sacudir la cabeza, se calmó en seguida y continuó mirándonos. Un minuto después, el pájaro cayó al suelo, donde se debatió impaciente. No quedaba más que la tercera, encaramada tan alto que no podía alcanzársela desde tierra. Dersu trepó al árbol. El alerce, delgado y seco, se balanceó fuertemente. Pero en lugar de volar, el estúpido pájaro se quedó en su lugar, aferrándose con los pies a la rama y balanceándose para no perder el equilibrio. Cuando el goldestuvo suficientemente próximo, le echó el nudo al cuello y lo arrastró hacia él. Así las cogimos a las tres sin combatir. Noté entonces que aquellos pájaros eran más grandes que las ortegas y tenían el plumaje más oscuro. Por otra parte, los machos tienen cejas rojas que los hacen parecerse a gallos salvajes. Estos pájaros, que los rusos del país llaman dikuchkas,habitan la región ussuriana y no se encuentran más que en los bosques de coníferas del Sijote-Alin, pues las fuentes del Amur forman el límite natural de su expansión. El examen de sus mollejas (el tercer estómago de estas aves) nos permitió ver que su alimento consistía en tallos jóvenes de abetos y murillas.

El crepúsculo estaba ya bien avanzado cuando regresamos al campamento. Una hoguera estaba encendida en la tienda, dándole la apariencia de una vasta linterna que estuviera iluminada por una candela desde el interior. El humo y el vapor se elevaban en torbellinos espesos que iluminaban la llama de la hoguera, mientras que oscuras sombras se removían en la tienda.

Por la noche, festejamos el paso del Sijote-Alin, relamiéndonos con los dikuchkas,chocolate, té y ron. Antes de acostarnos, conté a los tiradores cuentos terroríficos de Gogol. En esta acampada, nos separamos de Suntzai. En efecto, podíamos ya prescindir de sus servicios puesto que el curso de agua debía conducirnos automáticamente hacia el Bikin. Pero, Dersu le hizo preguntas sobre las particularidades del camino a seguir.

Desde la salida del sol, habiendo levantado las tiendas y ordenado nuestros efectos sobre los trineos, nos abrigamos y seguimos el torrente alpino que abundaba en rápidos y cuyo lecho se encontraba obstruido por troncos de árboles y rocas. La misma mañana, pudimos notar pronto que estábamos separados del mar por el macizo montañoso; al alba, el termómetro señalaba 27º bajo cero, y cuanto más nos separábamos del Sijote-Alin, más frío hacia. Por lo demás, es sabido que, muy a menudo, cerca del litoral, la temperatura es más dulce sobre las alturas que en los valles. Alejándonos del mar, acabábamos de entrar, aparentemente, en un «lago de aire frío». Torbellinos de nieve danzaban por encima del río. Como si estuvieran concertados, nacían de improviso y corrían todos en la misma dirección para desaparecer de una manera igualmente imprevista.

Después de una fuerte helada, es muy penoso marchar contra el viento. Aquélla nos forzó a detenernos a menudo para confortarnos alrededor del fuego. Así es que, en toda la jornada, no hicimos más que diez kilómetros. Elegimos para acampar un lugar donde el curso de agua se dividía en tres brazos distintos. Marchamos así sin incidentes durante cinco días y alcanzamos el Bikin el 20 de diciembre. De allí hasta el ferrocarril nos quedaban alrededor de 350 kilómetros por franquear.





Al crepúsculo, llegamos a una aldea udehéque no contaba más que con tres yurtas.La aparición de gente desconocida, llegada inopinadamente «de la montaña», asustó a los indígenas. Pero cuando se enteraron de la presencia de Dersu en nuestro grupo, se calmaron y nos acogieron con mucha cordialidad. Esta vez, en lugar de instalar nuestras tiendas, nos alojamos en las primitivas habitaciones indígenas. Hacía ya quince días que recorríamos la taiga y pude comprobar, observando la tendencia manifiesta de los tiradores cosacos hacia los lugares habitados, que estos hombres tenían necesidad de un reposo más prolongado que el de una sola noche en medio de la selva. Así que decidí pasar un día más con los indígenas. Al saberlo, los soldados se instalaron confortablemente en las yurtas.Como el corte de la madera, el cuidado de acarrearla y todos los otros trabajos de campamento se encontraban esta vez descartados, mis compañeros se apresuraron a descalzarse y a preparar la cena.

Dos jóvenes udehésvolvieron al crepúsculo, anunciando que acababan de encontrar, no lejos de su casa, huellas de jabalíes, y que se proponían hacer una batida al día siguiente. Esta caza prometía ser interesante y yo me decidí a unirme a los indígenas. Estos hicieron por la noche los preparativos necesarios, tendiendo de nuevo las correas de sus esquíes y aguzando sus lanzas. Como había que ir de caza antes de la salida del sol, nos acostamos en seguida de la cena.

Era aún de noche cuando sentí que alguien me sacudía por la espalda. Despertándome, vi que un fuego estaba encendido en la yurtay que los indígenas estaban ya todos prestos. Para no retardarlos, me vestí de prisa y me metí en el bolsillo algunas galletas en el momento de salir.

Los udehésmarchaban a la cabeza y yo los seguía a lo largo del curso de agua. Pero pronto nos desviamos para escalar una altura insignificante y volver a descender en seguida en una cavidad vecina, donde los cazadores tuvieron un pequeño conciliábulo. Después avanzaron de nuevo, pero guardando desde entonces un completo silencio.

Al cabo de una media hora, se hizo completamente de día. Los rayos del sol vinieron a iluminar las cimas de las montañas y anunciar a los habitantes de la selva la llegada del día. Acabábamos de llegar al lugar donde nuestros jóvenes anfitriones habían visto, la víspera, rastros de jabalíes.

Hay que advertir que, en verano, estos animales descansan durante el día y se alimentan por la noche. En invierno es al contrario, estando la noche consagrada al sueño. Los jabalíes percibidos la víspera no podían, pues, haber ido muy lejos, y comenzamos a rastrearlos.