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El 25 de noviembre, acompañado de Dersu, de Arinin y de algunos indígenas, fui a pescar al estuario. Los udehésse proveyeron de cañas, a modo de pértigas, así como de pesados torniquetes de madera. Sobre una de las islas formadas por los diversos brazos del río y todas cubiertas de álamos temblones, alisos y sauces blancos, encontramos construcciones extrañas con techos de hierba. Reconocí en seguida la mano de los japoneses. Eran instalaciones de pesca clandestinas, tan visibles desde el continente como del lado del mar. Tomamos posesión de una de esas cabañas.

Cerca de las orillas, el agua estaba sólidamente congelada. El hielo puro y transparente estaba pulido como un espejo. A su través, se veían muy nítidamente bancos de arena, lugares profundos, algas, piedras y madera caída al fondo del agua. Los udehéshicieron varios agujeros en el hielo y hundieron una red doble. A la caída de la noche, hicieron llamear sus cañas-antorchas y corrieron hacia aquellos agujeros, golpeando con sus carracas la superficie helada. Enloquecidos por la luz y el ruido, los peces huyeron ante el ataque y se metieron en las redes. La pesca fue abundante.

Después, los udehésvolvieron a colocar sus redes una segunda vez para recomenzar esta pesca de batida, en sentido inverso; pasaron a continuación a un laguito, a otro brazo de río y al curso de agua principal, para volver en fin al lugar inicial. Cesamos de pescar hacia las diez. Algunos indígenas regresaron a sus casas; otros pasaron la noche en la cabaña. Entre éstos, había un tal Logada que yo conocía del año precedente. En el transcurso de la noche, la helada y el viento crecieron a tal punto que incluso el fuego encendido en la cabaña no nos protegía contra el frío. Hacia medianoche, noté la ausencia de Logada. Cuando pregunté dónde estaba, uno de mis compañeros me respondió que Logada dormía afuera. Me vestí y salí. Estaba muy oscuro y un viento glacial me cortaba el rostro como un cuchillo. Exploré un poco el borde del río y regresé para anunciar que no había hoguera en ninguna parte. Los udehésme aseguraron que Logada dormía sin fuego.

—¡No es posible! ¿Sin fuego? —pregunté muy asombrado.

—Así es —respondieron con indiferencia.

Temiendo que le hubiera ocurrido algún accidente, encendí mi pequeña linterna y regresé en su búsqueda. Dos udehésse ofrecieron para acompañarme. A unos cincuenta pasos de la cabaña, encontramos a Logada dormido sobre una brazada de hierba seca, al abrigo de una escarpadura de la orilla. La escarcha recubría sus cabellos y se extendía en una blanca capa sobre su espalda. Le sacudí rudamente por el hombro. Se levantó y se sacó con sus manos el hielo que se había incrustado en sus pestañas. Como Logada no temblaba en absoluto y no se podía observar en él el menor estremecimiento de hombros, era evidente que este udehéno se sentía en absoluto helado.

—¿No tienes frío? —le pregunté con sorpresa.

—No —respondió—. Pues, ¿qué ha pasado? —añadió inmediatamente.

Sus camaradas le explicaron que yo me había inquietado por él y lo había buscado largo tiempo durante la noche. Logada replicó simplemente que la estrecha cabaña estaba llena de gente y que él prefería dormir al aire libre. A continuación se arropó más en su chaqueta y volvió a tomar su lugar en la hierba para dormirse en seguida. Yo regresé y conté a Dersu lo que acababa de ver.





—Eso no es nada, capitán —me tranquilizó el gold—. Estos hombres no tienen miedo al frío. Viven siempre en la montaña y cazan la cibelina. Duermen allí donde la noche los sorprende y se calientan la espalda a la luz de la luna.

Por la mañana, los udehésvolvieron a la pesca, desenvolviéndose de otra manera. Levantaron una pequeña tienda de cuero, protegida contra la luz, por encima de los agujeros hechos en el hielo. Los rayos del sol penetraron a través de la superficie helada e iluminaron las piedras, las conchas, la arena y las plantas acuáticas. Un arpón de pescado, sumergido en el agua, no llegaba completamente hasta el fondo. Otras tres tiendas flanqueaban de cerca la primera. Había un hombre en cada una de las cuatro. Todos los otros pescadores se dispersaron en abanico y se pusieron a perseguir a los peces hacia esos cuatro camaradas. Cuando los animales pasaban cerca de un agujero, el hombre sentado en el interior de la tienda los cogía, pinchándolos con su arpón. Esta pesca fue aún más abundante que la de la víspera.

El 2 de diciembre, los soldados acabaron sus trabajos. Les concedí aún una jornada para los últimos preparativos.

En la tarde del 4, cargamos sobre los trineos todos nuestros efectos, salvo las camas, que íbamos a embalar al día siguiente por la mañana.

Los chinos vinieron a acompañarnos con todo el aparato de sus banderas, carracas y cohetes.

Durante esas últimas jornadas, el río se había congelado sólidamente, ofreciendo un hielo uniforme, pulido y brillante como un espejo. Nuestra caravana se componía de ocho trineos, llevando cada uno una carga de alrededor de cien kilogramos. Como yo carecía de dinero, prescindimos de los perros de tiro. Por otra parte, a orillas del Kussún hubiera sido difícil procurárselos en la cantidad necesaria. Así que nos vimos obligados a tirar nosotros mismos de los trineos. El tiempo nos fue favorable y los trineos avanzaron con facilidad. Todo el mundo marchó con alegría, entre bromas y risas. El primer día alcanzamos la desembocadura del río Bui, que los chinos llaman Ulengú. Allí abandonamos el Kussún para adentrarnos en la dirección del Sijote-Alin.

Cerca de la confluencia de los dos ríos habitaba un udehéllamado Cantzui, muy reputado por sus cualidades de navegante especializado en el paso de rápidos. Cuando le pedí que nos acompañara hasta el Sijote-Alin aceptó voluntariamente mi oferta, pero a condición de albergarme primero en su casa durante un día, ya que él debía mandar a cazar a su hermano y prepararse él mismo para el largo viaje proyectado. Por la noche, nos regaló un pescado atrapado con arpón. Se puso sobre la mesa la pieza entera, servida en crudo. Era un tímalo, salmónido cuyas dimensiones no van a la zaga de las del Salmo Gibbosus.Prescindiendo del prejuicio contra los pescados crudos, que es i

Durante los cuatro días siguientes, del 9 al 12 de diciembre, avanzamos en dirección noroeste, remontando el Ulengú hacia las fuentes situadas en el macizo del Sijote-Alin. Como los incendios anuales han acabado por aniquilar la selva de aquellas montañas, no se encuentran sectores boscosos más que en las orillas del curso de agua y sobre las islas formadas por sus brazos laterales. A juzgar por las superficies heladas de todos esos canales, se hubiera supuesto que el Ulengú debía abundar en agua, incluso en verano. Pero no es así. En la estación cálida, las aguas descienden de las montañas y se deslizan precipitadamente, dejando pocas huellas de su paso. En invierno, el cuadro es completamente distinto: como los embates del agua vienen a llenar cada agujero, cada fosa y canal, se amontonan capas de hielo; otras se superponen, siempre en aumento y abarcando espacios cada vez más vastos. Estas superficies heladas facilitaron sensiblemente nuestro avance. Pero, por otra parte, los árboles abatidos son arrastrados por los embates del agua, y se acumulan inmóviles a lo largo de los pequeños ríos. Al corriente de esta circunstancia, nos habíamos provisto de hachas y de dos sierras transversales. Con estos útiles, los soldados no tardaban mucho tiempo en quitar los obstáculos para abrirse camino.