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—¿Un almizclero? —preguntó el gold.

Yo se lo señalé con la mano.

—¿Pero dónde? —repitió.

Lo orienté con la mano, haciéndole dirigir su mirada todo a lo largo de una serie de objetos salientes y visibles; pero a pesar de todos mis esfuerzos, Dersu no advirtió nada. Levantando su fusil lentamente, miró aún con atención en la dirección del animal e hizo fuego, pero falló el tiro. La detonación rodó a través de la selva para ir a extinguirse a lo lejos. El almizclero, aterrorizado, se escapó de un salto hacia la espesura.

—¿Lo he abatido? —me preguntó Dersu. Vi en sus ojos que no había podido darse cuenta de los resultados de su disparo.

—Esta vez, has fallado —le respondí—. El almizclero ha huido.

—¿Es posible que haya errado? —preguntó el golden tono angustiado.

Íbamos hacia el lugar donde el almizclero estaba hacía un momento. Como no había sobre el suelo ninguna traza de sangre, no cabía duda: Dersu acababa de errar su golpe. Yo me puse a embromar a mi amigo, que se había echado a tierra, pensativo, con su arma sobre las rodillas. Pero él se levantó de un salto, corrió a hacer un grueso entalle sobre un árbol, volvió a tomar su fusil y se fue apresuradamente a ciento cincuenta o doscientos pasos. Creí que quería rehabilitarse y probarme que su fracaso sólo había sido fortuito. No obstante, como el entalle era poco visible a esa distancia, el goldtuvo que acercarse. Acabó por elegir un sitio donde fijó su arpón y comenzó a apuntar. Empleó cierto tiempo, alejando dos veces la cabeza de la culata y pareciendo no decidirse a apretar el gatillo. Habiéndolo hecho al fin, corrió hacia el árbol. Pero la manera en que dejó súbitamente caer su brazo, me hizo comprender que había errado el blanco. Cuando me reuní con Dersu, vi que su gorro y su arma estaban tirados por el suelo. Los ojos dilatados y huraños del gold,se fijaban vagamente en el espacio. Le toqué la espalda y se explayó en un torrente de palabras.

—Antes, cuando nadie veía aún la presa, yo era siempre el primero en percibirla. Cuando tiraba, no dejaba jamás de agujerearle la piel. Ninguna de mis balas fallaba. Tengo ahora cincuenta y ocho años. Mi vista ha disminuido, no veo ya. He fallado al almizclero; después, al árbol también. No quiero ir con los chinos sin conocer sus trabajos. ¿Cómo haré para vivir?

Entonces comprendí que mis bromas habían sido inoportunas. Para este hombre, que se ganaba la vida a con la caza, el debilitamiento de la vista significaba el fin. Era tanto más trágico cuanto que Dersu estaba absolutamente solo. ¿Adónde ir y qué hacer? ¿Dónde dejar reposar, en la vejez, esta cabeza de blancos cabellos? Sentí una inmensa piedad por el anciano.

—Está bien, está bien —le dije—. Tú me has ayudado mucho y a menudo me has sacado del peligro. Soy tu deudor; en mi casa encontrarás siempre dónde alojarte y de qué comer. Viviremos juntos.

El goldse levantó y recogió sus efectos. Tomando su fusil, le echó una mirada como significando que no tendría más necesidad de él.

Nos separamos al borde del río. El goldvolvió hacia nuestro pequeño campamento; por mi parte, quería continuar la caza. Erré largo tiempo por la selva sin ver nada. Fatigado, acabé por regresar.





En este momento, algo se removió entre la maleza. Me quedé inmóvil y me puse al acecho. Un nuevo crujido se dejó escuchar y una cabrita salió de un bosquecillo de abedules sobre el prado. Parecía no advertir mi cercanía y comenzó a ramonear la hierba. Apunté rápidamente e hice fuego. El animal no tuvo tiempo más que para saltar y se desplomó en seguida, con el hocico contra el suelo. Expiró al cabo de un minuto. Con mi correa, até las patas de la cabrita y la icé a mis espaldas. Un líquido caliente me resbaló por el cuello: era la sangre de mi presa. Entonces, la deposité por tierra y di algunos gritos de llamada. En respuesta, escuché en seguida la voz del gold.Llegó desarmado y llevamos entre los dos al animal, atado a un palo. Era ya de noche cuando llegamos a nuestro aislado campamento.

Después de la caza me sentía fatigado. Durante la cena, hablé con Dersu de Rusia y le aconsejé abandonar la vida llena de peligros que llevaba en la taiga para venir a instalarse conmigo en la ciudad. Pero Dersu, completamente sumido en sus meditaciones, se obstinó en guardar silencio. Sentí por fin que mis párpados se cerraban solos y me envolví en mi manta para dormitar en seguida.

Cuando me desperté, era más de medianoche. La naturaleza parecía dormitar. Dersu permanecía aún sentado junto al fuego y comprendí en seguida que no se había acostado. Contento de mi despertar, se puso a calentar té. Noté que el anciano estaba agitado y se esmeraba en rodearme de cuidados para impedir que me volviera a dormir. Yo me resigné y le declaré que no tenía más sueño. El goldechó leña al fuego. Reavivada la hoguera, el goldse levantó y se puso a hablar en tono solemne:

—Capitán, voy a decirte algo que tú tendrás que escuchar.

Me contó primero su vida de otra época y de cómo había quedado completamente solo para ganarse la vida como cazador. Su fusil lo había salvado siempre de la ruina. Vendiendo cuernos de ciervo, obtenía de los chinos cartuchos, tabaco y telas para vestirse. Jamás había pensado que su vista le fallaría y que no podría comprarla a ningún precio. Desde hacía seis meses, había comenzado a experimentar la pérdida de la vista y se había imaginado que aquello iba a pasar, pero acababa de convencerse ese mismo día de que sus cacerías habían terminado. Quedó aterrado. Después se refirió a mi promesa de asegurarle para siempre un abrigo y un pedazo de pan.

—Gracias, capitán —me dijo—. ¡Muchas gracias!

A continuación, se arrodilló y se inclinó hasta tierra. Yo salté hacia él para levantarlo y me puse a explicarle que era yo, por el contrario, quien le debía la vida y que su compañía me haría feliz. Para distraerlo de sus tristes pensamientos, le propuse tomar té:

—Espera, capitán —prosiguió el gold—. No lo he dicho todo aún.

Continuó la historia de su vida. Desde su juventud había sido instruido por un viejo chino en el arte de buscar el gin-seng yreconocer sus indicios. Pero jamás había vendido sus raíces, prefiriendo transportarlas completamente frescas a las fuentes del Lefu para plantarlas con cuidado. Quince años habían pasado desde su última visita a esta plantación. Todas las raíces habían prendido bien; crecían en total veintidós de aquellas plantas. Dersu no podía saber ciertamente si ellas se habían conservado o no; pero pensaba que estaban intactas, creciendo en aquel lugar aislado, en cuya vecindad no había percibido nunca huella humana.

—Todo eso es tuyo —tal fue la conclusión de su largo discurso.

Conmovido por este relato, me esforcé en persuadir a Dersu para que vendiese sus raíces a los chinos y guardara los beneficios, pero el goldinsistió de nuevo:

—Yo no tengo ninguna necesidad de ellos, ya que no me queda mucho tiempo de vida. Moriré pronto y deseo mucho regalarte ese pantzui [31].