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La aldea donde nos encontrábamos no contaba más que con cinco habitantes; cuatro estables y uno temporal, venido del Kussún. Cada uno de estos hombres, aunque sea un adolescente, lleva dos cuchillos sujetos a su cintura; uno, es un cuchillo de caza ordinario; el otro, pequeño y curvado, sirve para los usos más variados. Estos indígenas los manejan muy hábilmente, empleándolos por turno como lezna, cepillo (de carpintero), barrena o cualquier otro instrumento.

Fue entonces cuando nos enteramos de una nueva extremadamente desagradable: desde el 4 de noviembre, fecha en la cual nuestro barco había abandonado el Kholunkhú, todo vestigio se había perdido. Me acordé de que aquel día el viento había sido muy fuerte. Ahora bien, uno de nuestros nuevos huéspedes, llamado Pugu, había visto una embarcación luchando en alta mar contra el viento, que la llevaba cada vez más lejos de la costa. Aquello significaba para nosotros una desgracia irreparable. A bordo de aquel barco se encontraban todas nuestras pertenencias: ropas abrigadas, un par de zapatos y una manta para cada uno, lona de tienda, fusiles, cartuchos y, en fin, provisiones muy escasas. Sabía que ciertos udehéshabitaban aún más lejos, al norte, pero la distancia era tal y aquellas gentes eran tan pobres que no era cuestión de instalar en sus casas todo nuestro destacamento. ¿Qué hacer? Sumidos en esas reflexiones llegamos a un espeso bosque compuesto de pequeñas coníferas, que separaban los prados del Nakhtokhú del mar. Habitualmente, llegábamos hacia un barco con el sentimiento alegre del retorno al hogar.

Pero esta vez, el estuario del Nakhtokhú nos parecía tan extranjero y desierto como cualquier otro río. Además, compadecíamos a Khei-Ba-Tú, el bravo marino que tal vez se habría ahogado. Avanzábamos todos en silencio, preocupados por el mismo pensamiento: ¿Qué había que hacer? Los soldados comprendían perfectamente lo serio de la situación de la cual yo debía sacarlos.

Un claro se hizo por fin; la selva terminó y divisamos el mar.

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El testamento

En otro tiempo, el estuario del Nakhtokhú se terminaba por una laguna abrigada a lo ancho por una lengua de tierra. Pero este vasto espacio se encontraba entonces transformado en un pantano cubierto de musgos, de romero, de murtillas y gayubas. El río desemboca en un pequeño golfo encuadrado por promontorios. Allí, al pie de los acantilados ribereños, instalamos nuestro campamento. Por la noche, Dersu y yo, sentados los dos junto al fuego, deliberamos sobre la situación. Cuatro días habían pasado después de la desaparición del barco. Si éste hubiera estado en las proximidades, habría aparecido hacía tiempo. Yo sostenía que debíamos ir a Amagú para pasar el invierno en casa de los creyentes viejos, pero Dersu no era de mi opinión. Según sus consejos, debíamos quedarnos a orillas del Nakhtokhú y dedicarnos a cazar, para obtener así pieles que nos permitieran confeccionar nuevo calzado. Los indígenas, decía él, estarían en condiciones de proporcionarnos pescado seco y alforfón. Pero se presentó otra dificultad: las heladas aumentaban cada día y se podía prever que, dentro de una quincena, no nos bastarían nuestros vestidos de otoño, demasiado ligeros. A pesar de todo, prevaleció la opinión más sabia: la del gold.Los soldados se acostaron después de la cena mientras nosotros prolongábamos nuestro tête-à-tête.





Yo expresé aún mi idea de llegar por lo menos hasta las fanzasde los udehés,al borde del mar, porque allí sería más fácil procurarse víveres. Pero Dersu no perdía la esperanza de ver llegar a nuestro batelero. Si Khei-Ba-Tú estaba vivo, llegaría ciertamente para buscarnos por el litoral. Ahora bien, si no nos encontraba, se iría más lejos y nos quedaríamos en el atasco. No pude más que asentir a estas razones. Pero las reflexiones más o menos negras me obsesionaron sin cesar. Si era demasiado humillante volver sin haber conseguido los fines previstos, era una locura emprender una campaña de invierno sin el equipo necesario.

Cuando los tiradores supieron que íbamos a quedarnos allí largo tiempo, quizás el invierno entero, se pusieron a amontonar madera flotante, arrojada por las olas, para construir una cabaña. Era una buena idea. Se sirvieron de piedras de talla para hacer estufas y acondicionar chimeneas, según el uso coreano, en madera hueca. La entrada fue protegida por lonas de tienda; el techo, por musgos y césped. En el interior, ramas de abeto y hierbas secas formaron una especie de techo y el conjunto del alojamiento no careció de un cierto confort.

Al día siguiente, Dersu y yo decidimos ir a lo largo de la costa, hacia el sur, para buscar algunas huellas del paso eventual de Khei-Ba-Tú y al mismo tiempo para cazar. En el curso de la ruta, discutimos las razones posibles de esta desaparición total del batelero. Estos debates, que entablábamos por centésima vez, nos llevaron a la misma conclusión: teníamos que fabricarnos primero zapatos e ir después a la casa de los creyentes viejos del Amagú.

Mi perra Alpacorría alrededor de cincuenta pasos delante nuestro. Pero yo percibí, súbitamente, dos animales a la vez: uno, era ciertamente Alpa; el otro, aunque se parecía también a un perro, se distinguía no obstante de ella. Velludo y oscuro, tenía las piernas cortas. A saltos bruscos y torpes, corría a lo largo de los acantilados ribereños y parecía tratar de adelantar a Alpa.Cuando alcanzó a mi perra, este ser velludo se detuvo para ponerse en posición de defensa. Era un glotón. Este pequeño carnicero, el representante más importante de la familia de los turones, se encuentra en las selvas de montaña donde habitan corzos y, más especialmente, almizcleros. Es capaz de quedar dos horas enteras inmóvil sobre un árbol o sobre una roca, vecinas a un sendero frecuentado por los almizcleros, para acechar esta presa de la cual ha estudiado muy bien el carácter, los caminos preferidos y los procedimientos. Sabe así que en la época de las nieves profundas el almizclero describe invariablemente la misma curva para evitar el tener que abrirse un nuevo camino. En consecuencia, habiendo levantado su presa, el carnicero la persigue hasta el momento en que el almizclero acaba un círculo completo. Hecho esto, el glotón trepa sobre el árbol donde espera pacientemente un nuevo pasaje del pequeño rumiante. Si esta maniobra fracasa, el glotón persigue a su presa hasta que ésta cae agotada. Durante todo este tiempo, él no persigue a otro almizclero que pueda encontrarse en su camino, sino que continúa corriendo detrás de su presa inicial, incluso si no puede percibirla por el momento.

Alpase inmovilizó para mirar de arriba abajo a su camarada de ocasión. Yo levanté mi fusil, pero Dersu me detuvo, diciéndome que economizara cartuchos. Esta observación era muy justa, así que llamé a mi perra, mientras el glotón se escapaba, desapareciendo pronto en un barranco.

Elegimos el lugar donde íbamos a acampar aquella noche, depositamos nuestros efectos y fuimos cada uno a cazar por nuestro lado. Pero no nos quedaba mucho tiempo disponible. Cuando nos reunimos un poco más tarde, el día estaba ya declinando. El sol iba a esconderse detrás de las montañas, proyectando sus rayos hasta el último extremo de la espesura y envolviendo en un oro tierno los troncos de los álamos, las cimas puntiagudas de los abetos y las copas vellosas de los cedros. Escuché en la vecindad un silbido penetrante y lancé al golduna mirada de interrogación.