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Mi presa fue bien recibida; por la noche nos regalamos con la caza fresca. Todos bromearon y rieron de buena gana, salvo Dersu, que permaneció de mal humor, sin cesar de gimotear y preguntarse cómo podía ser que él no hubiera visto los jabalíes.

En aquel momento avanzábamos sin guía, conformándonos con las indicaciones que nos había hecho el solón.Las montañas y los ríos se parecían todos, hasta el punto de que era fácil equivocarse y fallar la dirección correcta. Aquello era lo que yo más temía. Dersu, por el contrario, parecía no interesarse en absoluto. Habituado a la vida selvática, no se preocupaba mucho por saber de antemano dónde iba a pasar la noche. Ahora bien, inmediatamente después de nuestra partida del campamento, habíamos encontrado en nuestro camino una cuesta. Apenas alcanzamos el primer paso cuando más allá del curso de agua que descendía en la profundidad, otra cresta de montaña, de superficies despojadas, apareció ante nosotros. Desde la altura que acabábamos de escalar, vimos un panorama espléndido que se abría en todas direcciones. De un lado, nuevas cimas se elevaban hasta perderse en el horizonte. Como olas coronadas de espuma, iban hacia el norte para desaparecer en la bruma lejana. Al nordeste, aparecía el curso del Nakhtokhú, mientras el mar azul se extendía al mediodía. Sin embargo, el viento frío y penetrante no nos permitió admirar este hermoso cuadro, obligándonos a descender al valle. La nieve se hizo cada vez más rara. Yo avanzaba a la cabeza, seguido por el gold.De repente, me adelantó a paso de carrera y se puso a examinar atentamente el suelo. Percibí entonces huellas humanas, en la misma dirección que seguíamos nosotros mismos.

—¿Qué pasa aquí? —pregunté a Dersu.

—Es un pie tan pequeño —respondió él— que no puede pertenecer ni a un ruso, ni a un chino, ni tampoco a un coreano. —Un momento después, el goldagregó todavía—: Es un zapato con la punta muy levantada y es muy reciente. Pienso que podemos alcanzar a este hombre dentro de poco.

Ciertas señales nuevas, que nosotros no hubiéramos notado en absoluto, permitieron a Dersu establecer que el caminante había sido un udehé,cazador de cibelinas, provisto de un bastón, de un hacha y de una red que le servía para atrapar la presa. A juzgar por su paso, sería un hombre joven todavía. El hecho de que el trampero había marchado en línea recta, olvidando examinar la maleza y prefiriendo los espacios despejados, permitió a Dersu deducir que este desconocido volvía de su caza para regresar sin duda al campamento. Nos consultamos un momento y resolvimos seguir esta pista, con tanta más razón cuanto que la dirección correspondía a nuestro propio itinerario.

Los bosques se terminaron para dar lugar a un vasto espacio convertido en desierto a raíz de un incendio. Necesitamos cerca de una hora para franquearlo. Después, Dersu se detuvo y nos dijo que sentía un olor de humo. En efecto, unos diez minutos más tarde, descendimos hacia un pequeño río, al borde del cual, delante de una cabaña indígena, llameaba una hoguera encendida. No estábamos más que a un centenar de pasos de esta construcción cuando vimos salir de ella precipitadamente a un hombre, fusil en mano. Era un udehéllamado Yanseli, ribereño del Nakhtokhú. Acababa de regresar de la caza para preparar su cena. Su mochila estaba depositada en el suelo, flanqueada de un bastón y de un hacha. Pero yo me interesé por saber cómo el goldhabía podido deducir que Yanseli poseía también una red para atrapar cibelinas. Dersu me explicó entonces que él había percibido sobre el camino un serbal, cuyo brote estaba cortado, y a su lado había tirada una anilla rota, proveniente de una red. Según la conclusión de Dersu, el brote no había podido evidentemente ser cortado más que para hacer una nueva anilla. Para probarlo, mi amigo preguntó a Yanseli si poseía una red. El udehédesató en silencio su mochila para hacer lo que se le pedía. Una de las anillas del centro era, en efecto, completamente nueva.

Supimos por este trampero que el río donde acabábamos de llegar era un afluente del Nakhtokhú. Con alguna dificultad, persuadimos a Yanseli de que fuera nuestro guía. Lo que le sirvió de incentivo principal no fue el dinero sino los cartuchos para carabina con que prometí remunerarle después de que llegáramos al borde del mar.

Aquellas últimas jornadas fueron particularmente frías. A lo largo de los dos ríos se formaron capas de hielo, facilitándonos sensiblemente la marcha. Todos los brazos laterales del río se congelaron. Nosotros aprovechamos para acortar el camino y pudimos así llegar rápidamente a Nakhtokhú. A la tarde, Yanseli nos llevó por un sendero que seguía el curso de agua a lo largo de una serie de trampas para cibelinas. Pregunté a nuestro guía quién era el trampero que las había instalado. Yanseli me respondió que un udehéllamado Monguli era desde hacía mucho tiempo el propietario de aquellos parajes y que íbamos sin duda a encontrarlo pronto. De hecho, apenas hubimos franqueado dos kilómetros, percibimos a un hombre inclinándose sobre una de aquellas trampas, cuyo interior examinaba con atención. Viendo gente que llegaba del lado del Sijote-Alin, tuvo miedo y quiso escaparse, pero se calmó cuando notó a Yanseli. Como no deja nunca de pasar en estos encuentros, todos se detuvieron a la vez. Los soldados encendieron sus pipas mientras Dersu y los dos udehésentablaban una conversación.

—¿Qué ha pasado? —pregunté al gold.





—Un manza(chino) ha robado una cibelina —respondió.

Según Monguli, un chino que pasaba por ese sendero dos días antes, había retirado de la trampa a la cibelina, poniendo a continuación el artefacto en orden. Yo objeté que la trampa podía también haber quedado vacía todo el tiempo; pero Monguli me hizo ver gotas de sangre, probando que la trampa había, evidentemente, funcionado.

—¿Quizá —pregunté todavía— era una ardilla y no una cibelina?

—No —arguyó Monguli—. Cuando la viga acabó de apretar a la cibelina, ésta royó las pequeñas estacas y dejó allí las huellas de sus dientes.

Le pregunté entonces por qué suponía que el ladrón era precisamente un chino. El udehéme respondió que el culpable llevaba calzado chino; añadió incluso que le faltaba un clavo en su talón izquierdo. El conjunto de estas pruebas no dejaba subsistir ninguna duda.

Durante los dos días siguientes no hizo frío y tuvimos mucho viento. Las superficies heladas de los cursos de agua, que no habían recubierto hasta entonces más que las partes laterales, venían ahora a reunirse en muchos lugares y formaban allí como puentes naturales. Aquello permitía pasar fácilmente de una orilla a la otra.

Sobre el último de los prados que encontramos en este trayecto, se levantaban tres lanzas pertenecientes a udehés.Los indígenas de esa región habían comenzado muy recientemente a construir casas al estilo chino. Algunos años antes, habitaban aún sus primitivas yuntas.Junto a cada lanza se encontraban entonces pequeños huertos que cultivaban chinos asalariados. Estos se asociaban, por otra parte, con los udehéspara cazar animales de pieles, dividiéndose la ganancia en dos partes iguales. Nuestra encuesta nos permitió por lo demás establecer que el Nakhtokhú representaba el límite norte de la zona de influencia china.