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Al día siguiente, nos levantamos todos muy temprano. Nuestras provisiones estaban a punto de agotarse y tuvimos que apresurarnos. Para comer, nos contentamos con una ardilla asada, con restos de un pan cocido en la ceniza y una taza de té hirviendo. Partimos en el momento en que el sol acababa de salir, emergiendo de la selva e inundando con su luz las cimas de las montañas cubiertas de nieve. Después de pasar la cresta, llegamos al río Kumukhú.

Cada vez que un itinerario previsto toca a su fin, uno comienza a apresurarse, queriendo terminar la marcha lo más pronto posible. Pero, a decir verdad, no teníamos nada que ganar en nuestro retorno al litoral. Desde el estuario de este curso de agua, íbamos a subir a lo largo de otro río hacia la montaña. Tendríamos que instalar de nuevo el campamento, plantar tiendas y recoger leña para la noche. Pues bien, a pesar de todo, se experimenta un placer acabando un tramo determinado de la ruta. Así que nos fuimos a dormir temprano, a fin de estar prestos al día siguiente lo más pronto posible.

Nos levantamos en efecto, como siguiendo una consigna, con los primeros rayos de la aurora. Aproveché el tiempo necesario para los preparativos de marcha, y fui a bañarme al río, provisto de una toalla. Era todavía la hora de gran calma que precede a la salida del sol, aquella en que la naturaleza dormita en un estado de beatitud silenciosa. El río exhalaba un vapor espeso y el rocío era abundante. No obstante, una ligera brisa matinal atravesó la selva, la bruma empezó a levantarse y la orilla opuesta se hizo visible. Cuando los hombres empezaron a desayunar el campamento enmudeció.

De repente, escuché resonar las piedras; alguien marchaba por ellas. Me volví en el acto y vi dos sombras vagas, de proporciones diferentes. Eran dos alces; una hembra, con su pequeño de un año. Acercándose al río, los animales abrevaron con avidez. La hembra sacudió la cabeza y se rascó con los dientes los pelos del flanco. Admiré a los cérvidos y temí que fuesen percibidos por mis soldados. Pero la hembra olfateó en este momento un peligro, levantó sus grandes orejas y miró con atención hacia nuestro lado. El agua que goteaba de sus belfos, cayó en la corriente, produciendo sobre la superficie anchos círculos. El animal tropezó, dio un grito ronco y saltó hacia la selva. Un viento ligero, que acababa de levantarse, sumió de nuevo en la bruma la orilla opuesta. Zakharov disparó un tiro de fusil que falló su blanco, de lo cual me alegré en secreto.

El sol se levantó por fin, coloreando con un tinte anaranjado los torbellinos de niebla y permitiendo poco a poco distinguir las zarzas, los árboles y las montañas. Una media hora más tarde, andábamos por el sendero conversando alegremente.

Un cierto Dolganov, viejo creyente ruso, había instalado su vivienda desde hacía mucho tiempo en medio de la pradera más próxima a la costa y explotaba todo lo que podía a los indígenas que residían en los bordes de los ríos vecinos. Me repugnaba la idea de descender a casa de un hombre que se creaba su bienestar a expensas de estas pobres gentes. Así es que fuimos directamente hacia el mar, donde encontramos al batelero Khei-Ba-Tú, que nos esperaba en el estuario con su embarcación. No había tardado más que un día en pasar de la desembocadura del Kussún a la del Kumukhú y se encontraba allí desde hacía una semana.

Por la noche, los soldados encendieron grandes hogueras y demostraron tanta alegría como si hubieran vuelto a su propia casa. Aquellos hombres habían tomado la costumbre de las marchas continuas hasta tal punto que ya no experimentaban sus dificultades. Nos quedamos un día en el lugar para descansar, renovar fuerzas y poner nuestros efectos en orden. Así llegó el primero de noviembre, comienzo del primer mes de invierno.

27

En el corazón de la región Transussuriana

Sobre el río Kumukhú nos separamos de Datzarl. Él volvió a su casa, mientras que nosotros continuamos hacia el norte. El sendero de la costa, que habíamos seguido todo el tiempo, se terminaba en el estuario del Kumukhú. Entre el cabo de la Olimpiada y el río Samarga, la distancia es sólo de 150 kilómetros en línea recta, pero representa 230 si se siguen todas las sinuosidades de aquel litoral montañoso.





Los bosques de coníferas aterciopeladas, que revisten todas las alturas y descienden hasta el borde mismo del mar, se parecen a un cepillo espeso de corcho. Este sector del trayecto se considera de muy difícil acceso. Los indígenas mismos evitan afrontarlo. Un recorrido que puede hacerse en una media jornada de navegación, requiere al menos cuatro días de larga marcha a lo largo del litoral. Por otra parte, el barco de Khei-Ba-Tú no podía entrar más que en estuarios desprovistos de barras y que ofreciesen, aunque fuera de un solo lado, una superficie calma y abrigada. En consecuencia, tomé las disposiciones siguientes: nuestro batelero debía conducir la embarcación hacia el Nakhtokhú, y esperarnos, mientras que nosotros íbamos a remontar el río Kholunkhú para descender después hacia el mar, siguiendo el curso del Nakhtokhú. Ordené también a los hombres que fuesen, tan pronto se hiciera de noche, a buscar a bordo del barco todo lo que necesitábamos, a fin de permitir a Khei-Ba-Tú desamarrar al alba.

Al día siguiente, 3 de noviembre, me levanté antes que los otros y me vestí en seguida. Cuando salí, los primeros rayos del sol dejaron ver la vela de nuestro batelero a una gran distancia de la costa. Preparé el té y desperté a mis compañeros.

Después de una comida más copiosa que de costumbre, recogimos nuestras mochilas y partimos a nuestra vez, prosiguiendo el itinerario previsto.

El frío no cesaba de aumentar. Los días se habían acortado sensiblemente. A fin de podernos abrigar del viento durante la noche, tuvimos que elegir lo más espeso de la floresta. Nos vimos así obligados a acampar temprano para tener tiempo de conseguir bastante combustible. Un recorrido que, en los meses de verano, podía ser franqueado en veinticuatro horas, requería entonces el doble de este tiempo, así que avanzábamos poco.

Habiendo elegido el lugar en que íbamos a pasar la noche, encargué a Zakharov y Arinin plantar la tienda, mientras Dersu y yo íbamos de caza. Sobre las dos orillas se encontraban aún, por aquí y por allá, algunas franjas estrechas de selva donde los árboles habían conservado su follaje. Se encontraban todas las especies: álamos, alisos, cedros, sauces, abedules, arces y alerces. Durante la marcha, hablamos en voz baja; Dersu me precedía en algunos pasos. Como me hizo señal de detenerme, creí que se ponía a escuchar, pero después me di cuenta de que hacía otra cosa: levantado sobre las puntas de los pies, el goldse inclinaba a derecha e izquierda, esforzándose en olfatear el aire.

—Esto huele —murmuró—. Por aquí hay hombres.

—¿Qué clase de hombres?

—Jabalíes —respondió Dersu.

Fue inútil que yo olfatease el aire; mis narices me fallaron. El goldavanzó con precaución hacia la derecha, parándose a menudo y aguzando su olfato. Cuando habíamos hecho alrededor de cincuenta pasos, algo saltó al costado: era una jabalina con su jabato de seis meses. Otros jabalíes huyeron por todos lados. De un tiro de fusil, abatí al jabato. Al volver, pregunté a Dersu por qué no había tirado contra los jabalíes. El goldme respondió que él no los había visto, si bien había escuchado el ruido de la galopada. Parecía humillado, lanzaba juramentos y acabó por quitarse el gorro y darse puñetazos en la cabeza. Pero, en aquel momento, yo ignoraba que este pequeño incidente serviría de prólogo a los trágicos acontecimientos que iban a desarrollarse después.