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Cuando me desperté al día siguiente, mi primer impulso fue mirar al cielo. Las nubes se extendían en bandas paralelas, que iban de norte a sur. Como no había que retrasarse, tomamos pronto nuestras mochilas y subimos a lo largo del Tahobé. Yo me proponía llegar el mismo día al Sijote-Alin, pero nos lo impidió el mal tiempo. Una bruma espesa reapareció en el aire hacia mediodía. Las montañas se colorearon de un azul oscuro y lóbrego. Hacia las cuatro, primero llovió y después cayó una nieve espesa y aguada. El sendero se hizo en seguida blanco y quedó visible a lo lejos, a pesar de la maleza y de los árboles abatidos. El viento sopló violento e irregular. Hubo que resignarse a acampar. Llegamos precisamente a un peñón que se levantaba solitario sobre la orilla derecha, no lejos del curso de agua. Parecido a una fortaleza, estaba flanqueado de un bosquecillo de abedules. Los soldados aportaron combustible, mientras Datzarl se adentraba en la espesura buscando unas buenas «horquillas» (soportes) para nuestra tienda. Pero, un minuto después, lo vi volver a la carrera. A unos cien pasos del peñón, se detuvo para echar una ojeada y emprendió de nuevo su huida. De regreso en el campamento, habló ansiosamente con Dersu. Este miró a su vez el peñón, lanzó un salivazo y arrojó su hacha por tierra. Después, vinieron los dos hacia mí y me rogaron que hiciera instalar el campamento en cualquier otra parte. Les pregunté la razón y Datzarl me contó esto: desde que había comenzado a partir un árbol al pie del peñón, un espíritu se había divertido, por dos veces, lanzándole algunas piedras desde lo alto. Dersu y el solónme rogaron con tanta persistencia que abandonara aquellos lugares que acabé por ceder y ordené transportar las tiendas más abajo. Por otra parte, no tardamos en encontrar un lugar aún mejor situado que el primero.

Todos a una, realizamos el trabajo requerido; se trajo madera y se encendieron grandes hogueras. El goldy el solónemplearon mucho tiempo en instalar una especie de cercado, abatiendo algunos árboles, cuyos extremos hundieron en la tierra, apuntalándolos con soportes y poniendo incluso mantas. Cuando interrogué a Dersu sobre esto, me explicó que la cerca se había levantado para impedir al espíritu que observara desde lo alto lo que pasaba en el campamento. Encontré esto ridículo, pero me abstuve de decírselo a mi amigo para no ofenderlo. Mis soldados se preocuparon muy poco por saber si el espíritu los miraba o no desde su altura y se interesaron mucho más por cenar.

Como el tiempo empeoró por la noche, todos se escondieron en las tiendas para tomar té hirviendo. Hacia las once, cayó súbitamente una espesa nieve y en seguida brilló en el cielo un resplandor.

—¡Una tormenta! —exclamaron a coro los soldados.

Iba a responderles, cuando resonó un trueno violento.

Esta tormenta, acompañada de nieve, duró hasta las dos de la madrugada. El rayo estalló a menudo, caracterizándose por una luz roja. Los truenos eran potentes y resonaban a lo lejos, sacudiendo la tierra y la atmósfera. Dada la estación, aquel fenómeno era tan nuevo y extraordinario que no dejábamos de observar con curiosidad el cielo. Pero éste permanecía sombrío, y sólo al fulgor del rayo pudimos ver las pesadas nubes que se dirigían hacia el sudoeste. Uno de los truenos fue especialmente ensordecedor. El rayo acababa de caer precisamente del lado de la altura rocosa y el ruido del trueno se acompañó de otro producido por un desprendimiento. ¡Había que ver la emoción de Datzarl! Encendiendo una nueva hoguera, se abrigó detrás de su cerca. Yo eché un vistazo a Dersu. El goldtenía el aire confuso, asombrado, incluso espantado. El espíritu del peñón, lanzador de piedras, la tormenta mezclándose con la nieve, aquel desprendimiento en la colina, todo se confundía en la mente de mi amigo, pareciéndole relacionado entre sí.

—Es Enduli que persigue al diablo —advirtió con voz contenta, y a continuación se puso a hablar animadamente con Datzarl. Digamos de paso que este Enduli es una divinidad de los indígenas situada, según su opinión, en una esfera tan elevada que no desciende casi nunca entre los humanos.

La tormenta terminó pronto, pero los truenos continuaron aún mucho tiempo. Cuando el vasto resplandor de un relámpago venía a aclarar el horizonte, se distinguían muy netamente los contornos de las montañas lejanas y las gruesas nubes que derramaban a la vez agua y nieve.





Retumbos lejanos y amortiguados, pero que hacían temblar la tierra y el aire, no cesaron hasta mucho más tarde. Los soldados tomaron otra vez té antes de acostarse, mientras yo velaba con Dersu cerca del fuego y le preguntaba sobre los espíritus y sobre las tormentas de invierno. Él me dio de buena gana respuestas a propósito de todo lo que le pedía.

El trueno es Agdy. Cuando un espíritu reside demasiado tiempo en el mismo sitio, la divinidad Enduli envía una tormenta y Agdy caza al espíritu. Se puede deducir que éste ha permanecido en el lugar donde un huracán acaba de estallar. Después de su partida (es decir, después de una tormenta) la paz renace en derredor: animales, pájaros, peces, hierbas e insectos comprenden por su parte que el diablo se ha ido y se vuelven alegres y felices...

En cuanto a las tormentas acompañadas de nieve, el goldme afirmó que, en otro tiempo, el trueno y el rayo no hacían su aparición hasta los meses de verano. En toda su vida era la tercera vez que Dersu había observado semejante fenómeno.

Estos relatos hicieron pasar el tiempo hasta el alba. Poco a poco, las colinas boscosas, «el peñón del diablo» y los arbustos inclinados sobre el río, empezaron a salir de la oscuridad, y todo parecía anunciar un tiempo gris. Pero de repente, una aurora roja apareció por el oriente, detrás de las montañas, coloreando de púrpura el cielo, hasta entonces velado. Bajo este resplandor rosa y dorado, se vio destacar con nitidez cada zarza y cada rama de árbol. Miré, maravillado, el juego luminoso de aquellos rayos del astro que se elevaba en el cielo.

—Bueno, amigo mío, es hora también para nosotros de echar un sueñecito —dije a mi compañero; pero Dersu estaba ya profundamente dormido, apoyado contra una rama seca caída junto al fuego.

Nos levantamos muy tarde. Las nubes se deslizaban aún en el cielo, pero mucho menos terribles que la víspera. Tomamos una comida ligera rociada de té, y continuamos subiendo a lo largo del Tahobé en dirección del Sijote-Alin. Después de esta última acampada, sólo nos quedaba un paso a franquear para llegar a la línea divisoria de aguas. En efecto, al crepúsculo, no fuimos más allá de la cresta principal e instalamos nuestro campamento en un espeso bosque. La noche se anunciaba fría, ya que el cielo se había limpiado de nubes por la tarde. Pero yo contaba con la eficacia de mi manta y me acosté un poco separado del fuego, dejando mi lugar a Datzarl, cuya vestimenta era bastante ligera. Hacia las tres de la mañana, el frío me despertó. Todos mis esfuerzos para arroparme más cálidamente resultaron vanos: el aire punzante penetraba por cada abertura hasta mis espaldas o mis pies, obligándome a levantarme. Estaba oscuro y nuestro fuego se había extinguido. Recogí los tizones casi consumidos y soplé sobre ellos. La llama se reavivó pronto y pude ver los alrededores. Zakharov y Arinin estaban extendidos al abrigo en una tienda, mientras que Dersu permanecía sentado y dormía completamente vestido. Recogiendo leña, percibí a Datzarl, acostado lejos del fuego, completamente solo y desprovisto de manta e incluso de ropa abrigada. Estaba extendido sobre ramas de abeto y protegido solamente por su caftán de tela. Temí que tomara frío y lo sacudí por la espalda, pero dormía tan profundamente que me costó mucho trabajo despertarlo. Levantándose por fin, el solónse rascó la cabeza, bostezó y se volvió a acostar en el mismo sitio para dar a continuación sonoros ronquidos. Después de haberme reconfortado cerca de la hoguera, me metí bajo la tienda de mis soldados donde pude gozar de un buen sueño.