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—Está bien, capitán —dijo—; en el litoral siempre se puede encontrar de comer.

Al ir hacia la orilla del mar, dimos vuelta a una piedra. Salieron de debajo de ella una cantidad de cangrejitos, que se escaparon en abanico para esconderse bajo otras piedras. Atrapándolos con nuestras manos, recogimos pronto dos docenas, sin contar los mariscos y un centenar de mejillones marinos. Después, elegimos un buen lugar para acampar e hicimos un gran fuego. Comimos los mariscos y los mejillones crudos, prefiriendo en cambio hervir los cangrejos. La comida no fue copiosa pero sí suficiente para aplacar las primeras embestidas del hambre.

Aunque no tenía ya más fiebre, mi agotamiento seguía siendo el mismo. Dersu, que quería ir a cazar de buena mañana, se acostó primero. Derrengado por el trayecto y debilitado por la fiebre, me reuní pronto con él y no tardé en dormirme.

El alba iluminaba apenas con su incierto resplandor el mar en calma y la costa desierta y nuestra hoguera se había casi extinguido, cuando despertó al gold;los dos a una soplamos sobre los tizones.

En ese momento, escuché a lo lejos dos sonidos seguidos, que más bien parecían aullidos.

—Es un ciervo —dije a mi compañero—. Ve pronto, quizá tengas suerte.

Dersu se vistió en silencio, pero se detuvo para reflexionar, y a continuación dejó caer esta observación:

—No, no es un ciervo. No pueden bramar en esta estación.

Los sonidos se repitieron otra vez y entonces pudimos distinguir netamente que venían del lado del mar. Creí reconocerlos, sin acordarme de dónde los había escuchado antes. Sentado frente al gold,volví la espalda al mar. De repente, Dersu saltó de su sitio y me dijo, con la mano tendida hacia delante:

—¡Mira, capitán!

Me volví y vi el torpedero Grozny,que doblaba el cabo vecino. Sin concertarnos, disparamos al aire dos tiros de fusil y saltamos hacia la hoguera para arrojar en ella unas hierbas, que hicieron elevarse un humo blanco.

El torpedero lanzó una serie de pitidos penetrantes y cambió de dirección para acercarse a nosotros, o sea que habíamos sido percibidos. Nos sentimos muy contentos, como si nos hubieran quitado un peso de encima.

Unos minutos después, éramos acogidos con hospitalidad por el comandante del Grozny.Nos enteramos de que volvía de las islas Chantar y había hecho escala en el estuario del Amagú, donde M. Merzliakov le señaló mi partida para la montaña y mi intención de volver hacia el mar en los alrededores del Kuliumbé. Por otra parte, el comandante sabía por los viejos creyentes que el udehéSalé y los dos soldados encargados de aportar provisiones hacia el peñón de Van-Sine-Laza, habían sido sorprendidos por una tempestad y que su barco se había estrellado contra los escollos, yéndose a pique toda la carga. Entonces, volvieron a partir en seguida por el Amagú, a fin de aprovisionarse de nuevo y venir a nuestro encuentro una segunda vez. El comandante resolvió a continuación ir a buscarnos. Después de llegar por la noche al estuario del Takema, viró de bordo y finalizó a esa hora matinal, en la desembocadura del Kuliumbé, haciendo funcionar la sirena, cuyo ulular había tomado yo por bramidos de ciervo.





Una comida copiosa y un buen té nos hicieron olvidar por unos momentos que llegábamos ya al Amagú. Volví a ver a M. Merzliakov, quejándose de reumatismo y pidiéndome permiso para ir a Vladivostok. Consentí de buen grado e hice partir con él a dos tiradores, a los que encargué traer provisiones y ropas de abrigo, viniendo al encuentro nuestro a lo largo del río Bikine.

Una hora después, el Groznyse preparó a levar anclas. Yo permanecí en la orilla, siguiendo con la mirada al comandante. Este, desde su puente, me saludó agitando su gorra.

En nuestro reducido destacamento no quedaban entonces, excepto yo mismo, más que Dersu, Tchan-Bao y cuatro tiradores que no querían volver a Vladivostok, prefiriendo quedar vinculados hasta el fin a la expedición.

26

El curso inferior del Kussún

Dediqué los cinco días siguientes a reposar un poco y a preparar nuestra marcha hacia el norte, a lo largo del litoral. El invierno se aproximaba. El hermoso follaje del estío no ofrecía más que desperdicios apilándose sobre el suelo en montones grises y amarillos; los árboles se levantaban como esqueletos despojados en la selva inanimada. Como se hacía cada vez más difícil alimentar a los mulos, decidí confiarlos hasta la primavera al cuidado de los viejos creyentes.

Partimos la mañana del 20 de octubre y no alcanzamos el río hasta las dos de la tarde. Un viento bastante fuerte, que venía del lado del mar, levantaba olas que se estrellaban ruidosamente sobre la orilla y derramaban su espuma sobre la arena. Un banco se extendía desde el estuario hacia el mar. Metiéndome allí por distracción, sentí como un peso a mis pies. Cuando quise retroceder, me fue imposible moverme; lentamente; me hundía en el agua.

—¡Arenas movedizas! —grité aterrado, tratando de apoyarme sobre mi fusil; pero éste se hundió también.

Los soldados no comprendían nada y miraban con aire perplejo mis extraños gestos. Por el contrario, Dersu y Tchan-Bao vinieron a socorrerme; el primero, para tenderme su tridente; el segundo, para arrojar sobre la arena pedazos de madera. Yo me aferré con la mano a una rama y acerté a sacar un pie detrás del otro, llegando así a ganar penosamente el suelo firme. Tchan-Bao me explicó que esas arenas movedizas eran muy frecuentes sobre el litoral. Las olas ablandaban el suelo arenoso y lo volvían peligroso para el caminante. Por otra parte, después de una calma momentánea del mar, el mismo terreno se afirmaba hasta el punto de poder sostener no solamente a un hombre sino también a un caballo con su carga. No teniendo otra alternativa, debimos esperar que se cumpliese el viejo refrán: después de la tempestad, viene la calma.

El mar se calmó, en efecto, en el curso de la noche, y yo comprobé al día siguiente por la mañana la exactitud de las palabras de Tchan-Bao: la arena se había hecho tan sólida que nuestros pies no dejaban la menor huella. Nuestro sendero nos llevó al borde de un gran acantilado, resto de una antigua terraza ribereña. Como por allí no había ya más árboles ni maleza, vimos extenderse frente a nosotros el vasto valle del Kussún. Enfrente, a un kilómetro apenas, aparecían algunas fanzaschinas. Cuando, tras un largo trayecto, encontramos viviendas, los hombres y los caballos aceleraron el paso.

Mi perra corría a la cabeza, examinando con atención los matorrales que bordeaban el camino. Pronto llegamos a unos campos cuyo trigo estaba ya cosechado y almacenado. De repente, Alpase detuvo al acecho. «¿Serán faisanes?», pensé, empuñando mi fusil. Pero noté que el animal estaba muy desconcertado y se volvía a menudo como para pedirme si debía o no continuar su caza. Cuando le hice un signo afirmativo, avanzó con precaución, olfateando el aire. Pude comprender por su actitud, que no debía tratarse de faisanes sino de otra cosa. Y he ahí que tres pájaros se elevaron ruidosamente. Hice fuego y fallé el tiro. Estos pájaros tenían sin embargo movimientos demasiado pesados, batiendo rápidamente las alas y volviendo a descender a tierra en un vuelo bastante torpe. Les seguí con la mirada y observé que se posaban en el patio más próximo de una de las fanzas:eran gallinas ordinarias, obligadas a buscar su alimento en los campos, lejos de su gallinero, ya que los indígenas no lo tenían en sus casas.