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Nos aseguramos de que este sendero nos conduciría hacia el río Naina, donde habitaban los coreanos, mientras que una marcha en línea recta nos debía llevar a la costa, hacia el peñón de Van-Sine-Laza. Ahora bien, el camino del Naina nos era desconocido y no estábamos en situación de calcular la longitud; por otra parte, contábamos con alcanzar el mar a lo largo de la jornada o al día siguiente a mediodía lo más tardar.

Comimos algunos restos de carne y reemprendimos nuestro camino. Hacia las dos de la tarde, la lluvia fina se transformó en aguacero, forzándonos a detenernos más pronto de lo que pensábamos y abrigarnos bajo nuestra tienda. Helado, con las manos transidas de frío y los dedos rígidos, mis dientes castañeteaban. Por desgracia, nuestra leña estaba húmeda y apenas si se quemaba. Yo me caía de fatiga y sentía escalofríos. Dersu sacó de su mochila la última rebanada de pan, aconsejándome probarlo. A mí no me gustó en absoluto; tragué el té y me acosté cerca del fuego, pero ya no pude entrar en calor. Hacia las once de la noche, la lluvia paró y le sucedió la escarcha. Dersu no durmió en toda la noche, atizando todo el tiempo la hoguera.

Hacia la mañana, el cielo se aclaró de golpe, pero la temperatura bajó tan velozmente que el agua de lluvia no tuvo tiempo de escurrirse de las ramas y quedó transformada en carámbanos. El aire se hizo claro y transparente. El sol salió revestido de una púrpura glacial. Yo me desperté con dolor de cabeza, todavía con escalofríos y con los huesos molidos. Dersu se quejaba a su vez de su falta de fuerzas. No teníamos nada para comer y por otra parte no teníamos ningún apetito. Después de haber bebido agua caliente, nos volvimos a poner en ruta. Pronto tuvimos que entrar otra vez en el agua, que yo encontré entonces excepcionalmente fría. Habiendo ganado la orilla opuesta, no pudimos entrar en calor en mucho tiempo. Sin embargo, cuando el sol hubo traspasado la cresta de las montañas, sus rayos vivificantes suavizaron el aire helado.

Por muy constantes que fuesen nuestros esfuerzos por evitar los vados, no pudimos evitarlos, aunque se hicieron cada vez menos frecuentes. Al cabo de cinco kilómetros aproximadamente, el río se dividió en varios brazos. Las islas allí formadas estaban cubiertas de gruesas cañas, donde abundaban las ortegas. Tiramos sobre ellas sin abatir una sola; nuestras manos temblorosas no nos permitían apuntar con firmeza. Seguimos marchando mohínos uno detrás del otro, sin hablarnos apenas.

Percibiendo súbitamente un claro del bosque, creí que estábamos cerca del mar. Pero cuando avanzamos, tuve una gran desilusión. No se veía más que madera abatida, como resultado del ciclón del año precedente. Se trataba del mismo huracán que nos había sorprendido en la noche del 22 al 23 de octubre, en el momento del paso del Sijote-Alin. El centro del ciclón había evidentemente asolado aquella región.

Teníamos que rodear aquel montón de ramas desgajadas, o bien meternos en el cañaveral de las islas. Ignorando la extensión de la superficie obstruida por los árboles abatidos, preferimos la segunda alternativa. Como el río estaba enteramente cubierto de madera flotante, en una extensión de por lo menos cinco kilómetros, pudimos atravesarlo sin importarnos por dónde. Pero avanzábamos bastante lentamente, haciendo altos frecuentes para reposar. Por fin, los obstáculos se terminaron y la superficie del agua volvió a quedar libre. Conté todavía nuestras travesías del vado; pero después de haber anotado las veintitrés primeras, me olvidé de la cifra y ya no pensé más en ello.





Por la tarde, apenas podíamos arrastrar ya nuestras piernas. Yo me sentía destrozado; Dersu estuvo, a su vez, enfermo. Un jabalí encontrado en el camino no nos incitó a la caza. Nos detuvimos temprano para acampar. Pero, en aquel momento, llegué definitivamente al fin de mis fuerzas; sacudido por una fuerte fiebre, tenía, por añadidura, el rostro, las piernas y los brazos hinchados. Dersu debió trabajar solo. Pronto caí sin conocimiento, aunque pude aún sentir que me aplicaban agua fría en la cabeza. No sé cuánto tiempo quedé en aquel estado. Recobrando el sentido, vi que estaba cubierto por la chaqueta del gold.Era de noche, las estrellas brillaban en el suelo y Dersu permanecía sentado junto al fuego, con aspecto agotado. Me enteré de que yo había delirado alrededor de doce horas. Durante todo ese tiempo, Dersu no se había acostado, ocupado en cuidarme, poniéndome compresas en la cabeza y calentándome los pies cerca del fuego. Pedí de beber. El goldme ofreció una especie de tisana de hierba dulzona y repulsiva, pidiéndome encarecidamente que bebiera lo más posible. A continuación, nos acostamos en la misma tienda y nos dormimos en seguida.

Al día siguiente, 13 de octubre, Dersu se sintió un poco reconfortado por el sueño, mientras yo seguía tan extenuado como antes. Pero no podíamos quedarnos en el lugar, ya que no nos quedaba ni una miga de pan. Así que nos levantamos con dificultad para continuar descendiendo penosamente el curso de agua.

El valle se ensanchó poco a poco. Habíamos dejado ya los espacios cubiertos de árboles abatidos o quemados. Por otra parte, en lugar de abetos, cedros y pinos, encontrábamos, cada vez más a menudo, abedules y sauces blancos, así como plantas diversas y enormes, algunas de las cuales tenían dimensiones de árboles y podían servir como madera de construcción. Yo andaba con fatiga, como un beodo. Dersu, por su parte, debió hacer esfuerzos extremos para continuar el camino. A nuestra izquierda se elevaban grandes peñascos, que nos obligaban a pasar de vez en cuando a la otra orilla, facilitándose la travesía por la división del curso de agua en ocho canales. Dersu hizo todo lo posible por estimularme, si bien la expresión de su rostro traicionaba sus propios sufrimientos.

Kanza(gaviota) —exclamó súbitamente, indicándome una vaga silueta blanca revoloteando en el cielo—. El mar ya no está lejos.

La esperanza de llegar pronto al término de todos estos sufrimientos me volvió a dar fuerzas. Sin embargo, tuvimos aún que volver a pasar a la orilla izquierda del Kuliumbé, que no ofrecía de nuevo más que un solo lecho. Un gran alerce arrojado a través del río vacilaba tan fuertemente, que perdimos mucho tiempo en efectuar ese pasaje. Dersu comenzó por transportar nuestros fusiles y mochilas y volvió para ayudarme durante el trayecto. Acabamos por reposar en la linde de un bosque de encinas, que crecían al pie de un acantilado. El mar estaba a un kilómetro y medio. Pero fue necesario reunir el resto de nuestras fuerzas para poder franquear esta distancia. Los cardos y la maleza se hicieron pronto más escasos y vimos centellear el mar. Nuestro penoso viaje había terminado. Dentro de poco contábamos con encontrar las provisiones aportadas por nuestros soldados, para inmovilizarnos a continuación hasta nuestro completo restablecimiento. A las seis de la tarde, llegamos al peñón de Van-Sine-Laza. Pero, ¡cuál no fue nuestra decepción al no encontrar allí las vituallas esperadas! Registramos todos los rincones, caminando por todos lados entre las ramas desgajadas y las grandes piedras: ¡no había nada! Una sola esperanza subsistía aún y era que los tiradores hubieran dejado nuestras provisiones al otro extremo del peñón. El goldtomó la iniciativa de ir y trepó penosamente por él. Pero, llegado a la cornisa, encontró el peligroso sendero cubierto de hielo y no se decidió a avanzar más allá. Por otra parte, pudo observar desde aquella altura la costa entera y no percibió nada en absoluto. Volvió a descender junto a mí y me comunicó la triste nueva, tratando en seguida de consolarme: