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Me desperté a medianoche y noté que la luna estaba rodeada de un círculo opaco, anunciando con certeza helada para la mañana siguiente. En efecto, antes del alba, la temperatura bajó rápidamente y el agua se congeló en los charcos. Tchan-Bao y Dersu se levantaron los primeros. Añadieron leña al fuego, prepararon el té y vinieron después a despertarnos, a mí y al soldado.

Las cornejas son asombrosas. Olfatean enseguida la presencia de carne. Cuando los rayos del sol habían dorado ya las cimas de las montañas, varios de estos pájaros aparecieron alrededor de nuestro campamento. Interpelándose con gritos estridentes, revolotearon de árbol en árbol. Una de las cornejas se detuvo muy cerca de nosotros y se puso a graznar.

—¡Ah, la mala bestia! ¡Te voy a atizar una...! —gritó el soldado, aprestándose a coger su carabina.

—No hay que tirar —dijo Dersu—; no hace ningún mal. La corneja debe comer como todo el mundo. Ella viene a ver si hay alguien aquí o no. Si no tiene nada que hacer, se va. Y cuando nosotros, a nuestra vez, nos vayamos, volverá para comer los restos.

Estos argumentos parecieron concluyentes a los ojos de Fokin; depuso su arma y dejó de injuriar a los pájaros, incluso cuando ellos se acercaron más.

Yo tenía mucha sed y me puse a tragar ávidamente las airelas heladas que acababa de encontrar. El goldme miró con curiosidad.

—¿Cómo se llama esto? —me preguntó, poniendo varias bayas sobre la palma de su mano.

—Airelas —le respondí.

—¿Y estás seguro de que puede comerse? —volvió a preguntar.

—Desde luego —repliqué—. ¿Cómo es posible que no conozcas este fruto?

El goldme respondió que él lo había visto a menudo, pero no sabía que fuera comestible.

Había lugares donde las airelas abundaban a tal punto que espacios enteros parecían teñidos de un rojo burdeos.

Por la noche, anoté en mi diario mis observaciones, mientras Dersu asaba al espetón la carne del alce. En el curso de nuestra cena, arrojé a la hoguera un trozo de esta carne. El goldse dio cuenta y se apresuró a retirarla del fuego y ponerla de lado.

—¿Por qué tiras la carne al fuego? —me preguntó, en tono descontento—. ¿Cómo puede quemársela sin motivo? Nosotros partiremos mañana y otros hombres vendrán aquí y querrán comer. Pero la carne echada al fuego se habrá perdido.





—Pero ¿quién va a venir por aquí? —le pregunté a mi vez.

—¡Bueno, quien sea! —exclamó muy asombrado—. Vendrá una ratita, un tejón, o una corneja; a falta de cornejas, un ratoncillo o, en fin, una hormiga. La taiga pulula de hombres.

Esta vez me di cuenta de que Dersu pensaba no solamente en seres humanos sino también en animales, e incluso en bestezuelas tan diminutas como las hormigas. Amando la taiga y todo lo que la poblaba, cuidaba de ella tanto como podía.

25

Trayecto difícil

Al alba hizo de nuevo mucho frío y la tierra húmeda se congeló hasta el punto de crujir bajo nuestros pies. Antes de partir, contamos nuestras provisiones. No me inquieté en absoluto al comprobar que no nos quedaba pan más que para dos días, puesto que la mar no debía estar muy lejos y nuestro reavituallamiento debía sin duda haber sido depositado sobre la costa, cerca del peñón de Van-Sine-Laza, por el udehéSalé, asistido de nuestros soldados. Tras la salida del sol, Dersu y yo no tardamos en vestirnos y partimos con paso ligero.

Encerrado entre las montañas, el Kulumbé corre en meandros continuos y entre peñas. Se hubiera dicho que las crestas circundantes se habían aplicado en crear sin cesar un nuevo obstáculo al agua, tomando por fin esta última la ventaja para abrirse a la fuerza un camino hacia el litoral.

Como el viaje no nos ofrecía el menor sendero, debimos avanzar de cualquier manera. No queriendo vadear el Kulumbé, tratamos de seguir siempre la misma orilla, pero nos vimos pronto en la imposibilidad de seguir. Desde el primer peñasco, estuvimos obligados a atravesar el curso de agua. Después, quise cambiar de calzado, pero Dersu me aconsejó proseguir la marcha, a pesar de mis botas mojadas, y entrar en calor mediante una marcha acelerada. Apenas hubimos hecho medio kilómetro, fue necesario pasar a la orilla derecha para repetir aún aquellas travesías un buen número de veces. Como el agua estaba fría, sentí un dolor en las rodillas como si tuviera agujetas.

Las montañas escarpadas que se levantaban a los dos lados del valle, terminaban hacia el río por acantilados a pico. No podíamos rodearlas, ya que eso representaba un retraso de cuatro días. Así que resolvimos los dos avanzar directamente, esperando encontrar el valle despejado al fin de estos acantilados. Pero la realidad no tardó en demostrarnos lo contrario; más allá, no encontramos más que la continuación de estos acantilados y estuvimos todavía obligados a pasar de una orilla a la otra.

—¡Uf! —exclamaba Dersu—. Nosotros hacemos como las nutrias. Marchamos un poco sobre la orilla, después nos zambullimos, y apenas hemos vuelto a trepar, ¡nueva zambullida!

Comparación muy justa, ya que las nutrias avanzan efectivamente de esta manera. Quizá fuese porque nos acostumbramos al agua, o porque nos reconfortara el sol, o tal vez por el concurso de las dos circunstancias a la vez, el hecho es que los vados acabaron por parecemos menos temibles y el agua nos pareció menos fría. Yo dejé de maldecir y Dersu de refunfuñar. En lugar de seguir una línea recta, no hicimos más que zigzags. Aquello duró hasta mediodía, pero hacia la noche llegamos a un verdadero desfiladero que alcanzaba poco más o menos medio kilómetro de longitud. Tuvimos que seguir directamente el lecho del curso de agua, subiendo a veces sobre un banco de la orilla donde nos calentamos al sol, para descender de nuevo al agua. Acabé por sentirme fatigado. Una superficie llana se presentó, por fin, entre las rocas, obstruida por una cantidad de madera flotante que las aguas habían arrojado. Trepamos encima para encender antes que nada un gran fuego y preparar a continuación la cena. Por la noche, hice la cuenta de nuestras travesías al vado y pude establecer treinta y dos, sobre un recorrido de quince kilómetros, además de nuestra marcha por el desfiladero.

Por la noche, el cielo se había cubierto de nubes, y antes del alba tuvimos una lluvia fina pero intensa. Nos levantamos más pronto que de costumbre para volver a partir después de un ligero desayuno. A lo largo de los seis primeros kilómetros, marchamos por el agua más a menudo que por la orilla, pero acabamos por franquear el sector estrecho y rocoso. Las montañas parecieron retroceder y yo me alegré mucho pensando que el mar no estaba ya lejos. Sin embargo, Dersu me mostró un pájaro que, según él, no habitaba más que en las selvas desiertas alejadas del litoral. Me di en seguida cuenta de la exactitud de sus razonamientos, puesto que las travesías del vado se multiplicaron de nuevo, presentando cada vez mayor profundidad. Dos veces hicimos fuego, sobre todo para poder calentarnos un poco. A mediodía llegamos a un gran peñasco, al pie del cual una senda recientemente apisonada atravesaba el río, dirigiéndose hacia el norte. Más allá de este peñón, Dersu encontró un vivac abandonado y pudo comprobar, según las trazas, que era Merzliakov quien había acampado durante su trayecto desde el Takema al Amagú.