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Después de haber vadeado el Kuliumbé, teníamos los zapatos aún mojados, lo que nos hizo aplazar hasta el día siguiente el paso del peñón de Van-Sine-Laza. Mientras buscábamos un lugar bueno para acampar, un animal salió del agua, no lejos de la costa, y se puso a observarnos con una curiosidad manifiesta, con la cabeza echada hacia atrás. Era un ternero marino, anfibio perteneciente a la familia de los pinípedos. Este mamífero permanece habitualmente en el agua, pero trepa a veces sobre las rompientes para descansar. Tiene el sueño inquieto, despertándose a menudo y poniéndose al acecho. La vista y el oído son sus sentidos más desarrollados. Todo lo que tiene de torpe en tierra, lo tiene de ágil en su elemento natural, donde despliega un valor que llega hasta la audacia, permitiéndole incluso atacar al hombre. Este animal se caracteriza por su gran curiosidad y por su gusto por la música. Los cazadores indígenas saben atraer al ternero marino silbando o haciendo resonar, con golpes de varita, algún objeto metálico.

Dersu lanzó un grito al animal. Este se zambulló pero reapareció al cabo de un minuto. El goldle arrojó entonces una piedra, lo que causó una segunda zambullida. Pero la bestia emergió del agua para enderezar bien la cabeza y examinarnos con insistencia. Aquello hizo perder la paciencia a Dersu; apoderándose del primer fusil que encontró a mano, disparó. La bala rebotó sobre el agua, justo al lado del animal.

—¡Eh, viejito, fallaste el tiro! —dije al gold.

—Sólo quería asustarlo, no matarlo —me respondió.

Le pregunté entonces por qué había hecho huir a la bestia. Dersu me aseguró que ella (la bestia) había contado el número de personas que había sobre el litoral. Ahora bien, el ser humano tiene todo el derecho de contar los animales, pero que un ternero marino tenga la ocurrencia de reaccionar así hacia los hombres, ¡ah, eso no! El amor propio de cazador de Dersu se sentía herido.

Distribuimos las ocupaciones para el resto de la jornada: Tchan-Bao y Dersu irían a explorar el peñón, a fin de hacer rodar algunas piedras oscilantes para disponer de ellas, si era posible, a manera de escalones; por mi parte, pasé casi todo mi tiempo trazando nuestros itinerarios.

Cuanto más se adentra uno en el norte, más elevados se vuelven los acantilados de la costa. Al pie de los del Naina, volvimos a encontrar una fanzacoreana, situada totalmente al borde del mar, cuyos habitantes se ocupaban de recoger cangrejos cuando no cazaban cibelinas. Cerca de esta casa, vimos precisamente trampas de cibelinas de las llamadas «puentes».

Para instalarlas, los coreanos comienzan por unir las dos orillas de un curso de agua, empleando para esta obra ramajes caídos. Si faltan en la vecindad, abaten árboles expresamente con este fin. A través del madero que sirve de puente, se prepara un cerco formado de pequeñas estacas, dejando en medio un pasaje estrecho donde se coloca un lazo vertical, hecho de crines. Como el madero está cepillado por los dos lados, la cibelina no puede evitar este cerco. Un extremo del lazo está fijado a una estaca, cuya prolongación reposa precariamente sobre un pequeño soporte y a la cual se ata un peso, representado simplemente por una piedra de dos o tres kilogramos. Corriendo sobre el puente, la cibelina choca con el cerco y trata primero de sortearlo, pero los bordes lisos de la viga se lo impiden. El animal trata entonces de saltar a través del lazo, se encabestra y lo tira detrás de ella, arrancando la estaca de su soporte.





Los coreanos consideran esta forma de atrapar las cibelinas como la mejor de todas, funcionando la trampa con una precisión que no ha permitido jamás escapar a un animal. Además, el agua preserva a la presa contra todo ataque por parte de las cornejas o de los arrendajos.

Al día siguiente, continuamos la marcha hacia el norte.

El 4 de octubre, ordené hacer los preparativos necesarios para nuestra campaña de invierno. Me proponía remontar el río Amagú hasta sus fuentes para franquear a continuación la cresta del Cartú y redescender hacia el mar a lo largo del Kuliumbé.

Los viejos creyentes rusos establecidos en esta región me aseguraron que esos dos cursos de agua abundaban en rápidos y que había muchos desprendimientos en la montaña. Así que nos aconsejaron dejar los mulos y partir a pie, con la mochila a la espalda. Resolví entonces emprender esta expedición solo con el gold.Sólo Tchan-Bao y el tirador Fokin debían acompañarnos durante los dos primeros días. Nosotros tomaríamos a continuación una parte suplementaria de provisiones y proseguiríamos la marcha solos, mientras que ellos tendrían que regresar.

Los productos de que disponíamos debían bastarnos, en mi opinión, para los dos tercios de toda la duración de nuestro trayecto. Me puse de acuerdo, pues, con M. Merzliakov para que él enviara a un cierto udehé, llamado Salé, así como a dos de nuestros soldados, hacia el peñón de Van-Sine-Laza, a fin de depositar el revituallamiento en algún lugar muy visible.

Al día siguiente, 5 de octubre, nos pusimos en ruta, provistos de pesadas mochilas. Un sendero apenas perceptible conducía al lugar donde el río Dunantza desemboca en el Amagú. Hicimos aún cerca de un kilómetro antes de acampar sobre un banco cubierto de piedras. Como nos quedaba todavía más de una hora hasta la puesta del sol, aproveché aquel tiempo para ir a cazar, remontando el Dunantza. Era la plena estación de la caída de las hojas. Cada día, el bosque se revestía más de ese tinte monótono, gris e inanimado, que indica la proximidad del invierno. Sólo los robles conservaban aún su follaje, pero incluso éste parecía amarillento y triste. Despojadas de sus soberbias galas, las zarzas se parecían todas de una manera sorprendente. La tierra, negra y fría, cubierta de hojas caídas, entraba en un sueño profundo; la vegetación se preparaba a la muerte con resignación humilde, sin protestar.

Me dejé llevar de mis reflexiones hasta el punto de que olvidé completamente por qué había venido allí a la caída de la noche. Pero de repente oí un gran ruido que resonó a mi espalda. Me volví inmediatamente y vi un animal indecoroso y jorobado, de patas blancas, que franqueaba el bosque al trote, echando hacia delante su gruesa cabeza. Levanté mi fusil, apunté e hice fuego. El animal cayó, abatido por la bala. Al mismo instante, percibí a Dersu que descendía una pendiente escarpada para ir hacia el lugar donde la bestia había caído. Yo acababa de matar un alce macho, de unos tres años, que pesaría unos trescientos kilos. De aire torpe, este animal tiene un cuello muy poderoso; su cabeza, proyectada hacia adelante, se caracteriza por un grueso hocico curvado hacia abajo. Sus pelos largos, brillantes y lisos, son de un castaño oscuro, casi negro, salvo los de las patas, que son blanquecinos. El alce es muy meticuloso; el menor contratiempo basta para hacerle abandonar su región preferida. Perseguido, se va al trote; jamás al galope. Uno de sus grandes placeres consiste en bañarse en los pequeños lagos pantanosos. Cuando está herido, se escapa. En otoño, no obstante, se vuelve muy agresivo y no se limita a defenderse, sino que se dedica también a atacar al hombre. En tal caso, enderezándose sobre las patas traseras, trata de derribar al adversario con las delanteras, para patearlo a continuación con furor. Por su apariencia, el alce ussuriano difiere poco de su compañero europeo, salvo por los cuernos, que carecen completamente de superficies planas y se parecen más bien a los de los ciervos que a los de sus propios congéneres. Dersu se ocupó de despellejar al animal y tajear la carne. Si bien esta tarea no es agradable, no pude dejar de admirar el arte de mi amigo. Manejaba el cuchillo a la perfección, evitando todo corte inútil y todo movimiento superfluo. Se podía ver en seguida que sabía hacerlo con maña. Nos pusimos de acuerdo en que íbamos a llevar una pequeña parte de esta carne, encargando a Tchan-Bao y a Fokin de llevar el resto a nuestro destacamento. Después de cenar, Fokin y yo fuimos a acostarnos, mientras los dos guías se instalaban aparte y se encargaban de mantener la hoguera.