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Galopamos a lo largo del curso de agua, queriendo tender al golduna pértiga, pero una curva del río nos impidió alcanzar la embarcación. Dersu hizo esfuerzos desesperados para acercarse de nuevo a la orilla. Pero ¿qué valía su fuerza en comparación con los embates del agua? El rápido retumbaba a la distancia de unos treinta metros aguas abajo. Pareció evidente que el goldno podría dominar la balsa y sería llevado hacia la cascada. Por encima del rápido, un álamo derribado y sumergido, dejaba sobresalir hacia el agua una de sus ramas. Ahora bien, cuanto más se aproximaba la balsa al rápido, más ganaba en velocidad; o sea, que el fin de Dersu parecía inevitable. Yo seguí costeando la orilla a paso de carrera, gritándole algo al gold.De repente, a través de la espesura, le vi arrojar su pértiga y colocarse al borde mismo de la balsa. Después, en el momento de rozar el álamo, Dersu saltó como un gato hacia la rama enderezada y se aferró a ella con sus dos manos.

Un minuto después, la balsa llegó al rápido. Los extremos de sus leños emergieron por dos veces de la superficie; después, se dispersó por todos lados. Di una exclamación de alegría. Pero un nuevo y angustioso problema se planteó enseguida: ¿Cómo retiraríamos a Dersu de su árbol y cuánto tiempo podrían mantenerle sus fuerzas? La rama que emergía del agua se inclinaba hacia abajo, en un ángulo de unos 30º. Dersu se aferraba fuertemente, rodeándola con brazos y piernas. Desgraciadamente, no disponíamos más que de una sola cuerda, pues todas las que poseíamos se habían empleado para atar la balsa y estaban ya perdidas. ¿Qué hacer? El menor retraso sería fatal. Las manos de Dersu podrían helarse o debilitarse: ¿qué ocurriría entonces?

Mientras consultábamos, Tchan-Lin concentró su atención sobre el gold,que nos hacía signos con la mano. Pero el estruendo del torrente nos impidió oír lo que nos gritaba. Al fin, acabamos por comprender: nos decía que abatiéramos un árbol. Hubiera sido peligroso hacer caer uno en la dirección del gold,que se arriesgaba en tal caso a ser barrido de su rama. Había que elegir, evidentemente, un árbol que creciera aguas arriba. Nos pusimos, pues, a abatir un gran álamo que parecía convenir a nuestro fin. Pero Dersu nos hizo un signo negativo. Pasamos a un tilo y ocurrió lo mismo. Por fin, el goldnos señaló su aprobación cuando fuimos hacia un abeto. Comprendimos su idea: desprovisto de ramas gruesas, este árbol no podía quedar bloqueado en la corriente y llegaría hasta Dersu más fácilmente. En aquel momento noté que el goldnos mostraba su cinturón. Tchan-Bao comprendió el gesto; Dersu nos daba a entender que había que atar el abeto. Yo me apresuré a desatar nuestras mochilas, tratando de encontrar todo lo que pudiera reemplazar, bien que mal, a las cuerdas. Reunimos así bandoleras, cinturones y cordones de zapatos. En la mochila de Dersu se encontró también una correa de reserva. Atando todo junto fijamos un cabo en la base del abeto. Después, utilizamos las hachas para zapar el árbol. Este vaciló enseguida y nos bastó un pequeño esfuerzo para hacerlo inclinar sobre el agua. Cogiendo la extremidad libre de la larga tira, Tchan-Bao y Tchan-Lin la anudaron sólidamente alrededor del tronco. La corriente llevó inmediatamente el árbol hacia el rápido y el tronco describió una curva desde el centro del río hasta su borde. Aquello permitió a Dersu aprovechar el momento en que la cima pasaba a su altura: con las dos manos, atrapó las ramas y, a continuación, para trepar sobre la orilla, se sirvió de la pértiga que yo me apresuré a tenderle.

Di las gracias a Dersu por haberme empujado al agua en el momento justo. Confuso, el goldexplicó que había sido necesario; si él se hubiera escapado, abandonándome sobre la balsa, yo hubiera seguramente perecido, y así todos estábamos sanos y salvos. Este razonamiento era justo; pero, con todo, él acababa de arriesgar su vida para evitar que yo arriesgara la mía.

Cuando el peligro ha pasado, se lo olvida pronto para volver a las bromas. Tchan-Lin lanzó una carcajada e imitó a Dersu sentado sobre la rama. Tchan-Bao afirmó que la manera de aferrarse al árbol que tenía el goldle había hecho comprender que existía un parentesco entre el salvado y un oso. Dersu, a su vez, se burló de la zambullida involuntaria sufrida por Tchan-Lin, mientras que yo fui objeto de bromas por la manera en que me había encontrado, a pesar mío, en tierra firme.

A continuación nos pusimos a recoger nuestros efectos desperdigados y no acabamos esta tarea hasta después de la puesta del sol. Por la noche, cuando nos reunimos alrededor de la hoguera, Tchan-Bao y Tchan-Lin nos contaron sus inmersiones y salvamentos de otros tiempos. Poco a poco, la conversación languideció; los narradores fumaron sus pipas en silencio y todo el mundo se acostó mientras que yo trabajaba aún en mi diario.





Al día siguiente, proseguimos nuestro camino a lo largo del valle del Takema. Sin nuevas aventuras, anduvimos tres días y medio para llegar, el 22 de septiembre, al borde del mar. Fue para mí una delicia extenderme sobre la cama preparada en una fanza.Los hospitalarios indígenas nos rodearon de toda clase de cuidados posibles: unos aportaron carne; otros, té o pescado seco. Pude lavarme, cambiarme de ropa y trabajar.

En la mañana del 25 de septiembre, dejamos el Takema para ir al norte. Quise comprometer a Tchan-Lin para que nos siguiera, pero él declinó la oferta. La caza de la cibelina iba a comenzar y él debía preparar sus redes, sus instrumentos y, en general, todo lo que le hacía falta para cazar durante el invierno entero. Le regalé una pequeña carabina y nos separamos como buenos amigos.

De las dos rutas que parten del Takema hacia el norte, una sigue la cornisa que se extiende a una cierta distancia de la costa, mientras que la otra recorre los terrenos aluviales del borde inmediato del mar. M. Merzliakov se adentró en la primera, acompañado de nuestras bestias. Yo seguí la segunda ruta.

Nos hicieron falta dos horas y media para llegar al río Kuliumbé. Habiéndolo vadeado, escalamos una terraza para hacer fuego y secarnos. Desde aquella altura, se podía fácilmente observar todo lo que pasaba en los cursos de agua. Los ketasacababan de emprender su emigración de otoño. Millones de peces recubrían literalmente el fondo del río. Quedándose a veces inmóviles, se apartaban súbitamente como espantados; después, retrocedían con lentitud. Tchan-Bao mató a dos, disparándoles, y aquello fue suficiente para nuestra cena.

En el extremo norte del valle, el camino está obstruido por un gran peñón que forma como un puente entre el acantilado del litoral y la montaña. Al trepar sobre este peñón, no hay que aferrarse a las piedras, ya que éstas acaban por bambolearse y desprenderse de sus bases. Franqueado este primer obstáculo, se encuentra el sendero que bordea la costa, a una altura de veinte metros. Pero éste no es más que una especie de cornisa, estrecha y peligrosa, donde solamente se puede avanzar de costado, volviéndose hacia el acantilado y agarrándose con las manos a sus salientes. Además, este pasaje estrecho y poco uniforme está inclinado hacia el mar. Mucha gente ha perecido allí. Los udehésllaman a este peñón Kulé-Gapani, mientras que los chinos le han dado el sobrenombre de Van-Sine-Laza, en memoria de su compatriota Van-Lin, que habría sido la primera víctima de este trayecto. Es mejor no meterse en él calzado con botas. Habitualmente, se pasa con los pies descalzos, a menos que se lleven zapatos blandos y secos. No hay que pasarlo tampoco en tiempo lluvioso, ni a las horas del rocío matinal, ni después de una helada.