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Cerca de la desembocadura del Sinantza encontramos, sobre una orilla llana y pedregosa, a un udehéjorobado, rodeado de su familia. Todos se ocupaban de la pesca. Al lado de donde estaban instalados, un barco se arrastraba sobre las piedras, con la cala al aire. La blancura de la madera y la frescura de las huellas del trabajo, visibles en los dos bordes de la embarcación, probaban que ésta acababa de ser construida y no había sido todavía botada. El udehéjorobado nos explicó que él no sabía nada de construir barcos y había encargado ese trabajo a su sobrino Tchan-Line, un habitante de las orillas del Takema. Como esta embarcación estaba ya acabada, ofrecimos a Tchan-Line que nos acompañara, lo que él aceptó de buena gana.

Al día siguiente, partimos temprano. Teníamos por delante un largo trayecto; antes que nada, había que llegar lo más pronto posible al río Sanhobé, donde debían comenzar realmente mis trabajos. Como de costumbre, Dersu y yo partimos delante y dejamos a M. Merzliakov el cuidado de reunirse más tarde con nosotros, trayendo los mulos.

Habíamos llegado —Dersu y yo— a un segundo vallecito. Yo acababa de sentarme y Dersu estaba reajustándose su calzado, cuando escuchamos sonidos extraños, que recordaban a la vez aullidos, gañidos y gruñidos. Dersu me tomó por la manga, se puso a escuchar y declaró:

—Un oso.

Poniéndonos de pie, avanzamos lentamente y pudimos ver pronto al autor de los ruidos. Era un oso de una talla mediana, muy atareado alrededor de un gran tilo que crecía inmediatamente al pie de un acantilado. Un entalle hecho con un hacha en la superficie del árbol, del lado que se exponía a nuestra vista, indicaba que la presencia de un enjambre de abejas había sido localizada por alguien antes que nosotros y antes que el oso.

Vi en seguida que la fiera estaba ocupada en buscar miel. Encabritado, se enderezaba tanto como podía, pero las piedras le impedían pasar su pata delantera por el hoyo. Impaciente y gruñendo, el animal sacudía el árbol con todas sus fuerzas. Las abejas revoloteaban cerca de la colmena y venían a picar al oso en la cabeza. El animal se frotaba el hocico con sus patas, se revolcaba por tierra y reemprendía después su tarea. Sus actitudes eran muy cómicas. Al fin se cansó, se sentó por tierra en una actitud humana y midió el árbol de arriba abajo, como si meditara algo. A los dos minutos de reposo, se levantó bruscamente, corrió rápido hacia el tilo y trepó a la cima. Tan pronto como llegó, acertó a colocarse entre el acantilado y el árbol. Apoyándose entonces con sus cuatro patas contra la roca, empujó fuertemente con su lomo el tilo, que cedió un poco bajo su peso. Pero a la fiera le dolió aparentemente el lomo y cambió de posición; entonces se adosó contra las piedras y empujó con sus dos patas delanteras el gran árbol. Este se desplomó con un crujido. Era lo que el oso quería. No le quedaba sino apartar las tiernas capas de la albura para apoderarse de los paneles de miel.

—Es un hombre de lo más astuto —observó Dersu—. Hay que cazarlo; si no, se comerá pronto toda la miel. A continuación, se puso a gritar:

—¡Eh! ¿Qué haces ahí, ladrón de miel?

El oso se volvió y huyó de nuestra vista, desapareciendo detrás del acantilado.





—Hay que asustarlo —añadió el gold,disparando un tiro al aire.

Precisamente, nuestros animales se aproximaban. M. Merzliakov escuchó la detonación, detuvo el destacamento y vino a preguntar de qué se trataba. Decidimos dejar allí a dos soldados para recoger la miel. Había que dar a las abejas tiempo para calmarse. Entonces, sería fácil aniquilarlas con el humo y llevarse la miel. Si nosotros no la tomábamos, el oso volvería sin falta y se comería toda la reserva. Reanudamos el camino al cabo de cinco minutos y llegamos sin dificultad al Sanhobé. Hacia las cuatro de la tarde, alcanzamos la bahía de Terney, donde se nos reunieron una hora más tarde nuestros dos soldados, que habían quedado cerca del tilo, y que nos aportaron cerca de diez kilos de miel en paneles, de una calidad excelente.

A bordo del río Sanhobé, volvimos a ver a Tchan-Bao, el jefe de la compañía de tiradores indígenas, y pasamos juntos toda la jornada. Estaba al corriente, como pude comprobar, de muchas cosas que nos habían ocurrido el año precedente en la cuenca del Iman. Me sentí muy contento al saber que se proponía acompañarme hacia el norte. Aquello ofrecía una doble ventaja: primero, él conocía bien la geografía del litoral; por otra parte, la autoridad de que él gozaba entre los chinos y la influencia que ejercía sobre los indígenas, iban a facilitar sensiblemente el cumplimiento de mis tareas.

Llovía. Descendimos la cresta e instalamos el campamento en cuanto encontramos un arroyo con bastante agua. Los soldados se pusieron a descargar los mulos. Dersu y yo fuimos, según nuestra costumbre, a hacer un reconocimiento, descendiendo el golda lo largo del arroyo, mientras yo lo remontaba.

Cuando cae agua en el bosque, esto supone una doble lluvia. A la menor sacudida, cada zarza y cada árbol riegan al caminante. Cinco minutos de marcha me empaparon tanto como si me hubiese tirado de cabeza al río. Iba a regresar, cuando percibí un animal extraño que descendía de un árbol. Apunté e hice caer a la bestia. Se desplomó en el suelo y con un segundo tiro de fusil puse fin a sus sufrimientos. Era un gato salvaje, cuyas dimensiones me asombraron. Primero lo tomé por un lince, pero la ausencia de pelos en las orejas y la longitud de la cola me hicieron comprender que se trataba realmente de un gato salvaje, y comprobé que alcanzaba un metro de longitud. Este animal se distingue del gato doméstico no sólo por su tamaño, sino también por sus dientes fuertes, por sus largos bigotes y sus pelos espesos. El gato salvaje lleva una existencia solitaria, prefiriendo las espesuras tupidas de sombra, ricas en acantilados pedregosos y en árboles huecos. Este animal, muy prudente y temeroso, es no obstante capaz de pasar a un contraataque furioso cuando se trata de defenderse.

Los cazadores han tratado de domesticar a jóvenes gatos, pero sin ningún éxito. Los udehésafirman que las crías de una gata salvaje, aunque sean recogidas en edad temprana, no se dejan domesticar jamás. Es un puro azar el abatir a una de estas bestias, que nadie quiere cazar especialmente. Sin embargo, los chinos del país emplean su pelo para confeccionar cuellos de invierno y gorros.

Llevé mi presa al campamento, donde todo el mundo estaba ya reunido para instalar las tiendas, encender las hogueras y preparar la cena. La lluvia cesó hacia las ocho, pero el cielo permaneció gris. De repente nos vimos rodeados de una especie de charla muy ruidosa. Algo me vino a golpear muy dolorosamente el rostro y sentí un cuerpo extraño posarse en mi cuello. Llevé en seguida la mano a él y cogí un objeto duro y picante, que lancé no sin temor a tierra. Era un escarabajo enorme, parecido a los coleópteros que se llaman ciervos,pero desprovistos de cuernos. Rechacé otro que se había posado sobre mi mano y percibí todavía un tercero sobre mi camisa y dos sobre mi ropa. Numerosos de ellos subían alrededor del fuego y caían incluso entre los tizones brillantes. Pero los que volaban y trataban de posarse sobre nuestras cabezas, parecían los más espantosos. Yo salté de mi cama y traté de apartarme. Los soldados se servían de sus brazos para deshacerse de los insectos y lanzaban juramentos. Durante mucho tiempo, los escarabajos se encontraron sobre las mantas, los capotes, en una mochila o en el fondo de un gorro. El goldse mantenía de pie y nos decía, designando uno de aquellos escarabajos: