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No objeté nada más, conociendo su talento para reconocer las pistas. Proseguimos el camino, dejando a Dersu en el lugar; pero nos alcanzó a la mañana siguiente. Las huellas le habían enseñado cada detalle de nuestra marcha; notó los lugares de nuestros altos y sobre todo el sitio donde nos habíamos retardado como consecuencia de una brusca interrupción del sendero. Adivinó que yo había enviado soldados en diversas direcciones para localizar el buen camino y que uno de los tiradores había cambiado de calzado. Un trapito ensangrentado permitió al goldcomprobar que uno de nosotros tenía el pie un poco lastimado... y aquello era el cuento de nunca acabar. Semejante análisis, al cual yo estaba ya habituado, fue una revelación para los soldados. Asombrados, miraron a Dersu con curiosidad.

Uno de nuestros mulos dio prueba de una cierta pereza. Los soldados se retardaron por eso constantemente. Dersu y yo tuvimos que detenernos a menudo para esperarlos. En uno de los altos se convino que íbamos a poner señales en cada bifurcación del sendero para indicar la dirección a seguir. Los soldados se pusieron a reajustar las sillas mientras que nosotros dos proseguimos el camino.

Pronto llegamos a una bifurcación, en la que uno de los senderos remontaba el río y el otro iba hacia algún sitio a la derecha; había, pues, que poner la señal prevista. Dersu tomó un pequeño palo, afiló un extremo y lo plantó en tierra. Justo al lado, fijó también una estaca ligeramente rota, cuidando de que el extremo roto señalara la buena dirección. Habiendo instalado estas señales, avanzamos de nuevo, persuadidos de que los soldados comprenderían las indicaciones y seguirían la vía conveniente. Al cabo de dos kilómetros, nos detuvimos por un motivo que no recuerdo con exactitud; probablemente fue para retirar de nuestros bagajes algún objeto necesario. Habiendo esperado vanamente a los soldados, regresamos para ir a su encuentro. Unos veinte minutos nos bastaron para llegar a la bifurcación, donde vimos que los soldados no habían notado nuestra señal y se habían metido por el otro camino. Dersu se puso a protestar:

—¡Qué gente! —decía con cólera—. Se pasean como títeres, con la cabeza colgando. Tienen ojos y no saben mirar. Cuando vienen a vivir a la montaña, están condenados a perecer.

Lo que le asombraba no era el error cometido por los soldados. Aquello no lo veía tan mal. Pero, ¿cómo podían obstinarse en proseguir sobre un sendero donde no encontraban ya nuestras huellas? Más aún, ellos habían volcado el bastón plantado en tierra. Dersu notó que aquello había sido hecho no por un casco de caballo sino por una bota de hombre.

Pero como una simple conversación no podía arreglar las cosas, yo disparé al aire dos tiros de fusil. Un minuto después, una detonación lejana me respondió desde alguna parte. Tiré aún dos veces; después, hicimos fuego y esperamos a los soldados, que volvieron al cabo de una media hora. Para disculparse, alegaron que las señales puestas por Dersu eran tan pequeñas que era fácil no darse cuenta de ellas. El goldno opuso ninguna objeción ni hizo controversia. Comprendió que las cosas que eran claras para él podían quedar completamente vagas para los otros. Tomamos el té y avanzamos de nuevo. En el momento de partir, ordené a los soldados mirar bien por tierra, a fin de no repetir su error. Alrededor de dos horas después, llegamos a otro lugar donde el sendero se bifurcaba. Dersu se sacó la mochila y empezó a recoger ramas desgajadas.

—Es demasiado temprano para acampar —le dije—. ¡Avancemos todavía un poco!





—No es combustible lo que yo recojo —me respondió en tono serio—. Es para cerrar la ruta. Comprendí en seguida. Como los soldados le habían reprochado el poner signos imperceptibles, él había decidido erigir una barrera frente a la cual iban a sentirse acorralados. Aquello me hizo reír de buena gana. Dersu amontonó sobre el sendero una gran cantidad de ramas desgajadas, cortó zarzas, entalló e hizo inclinar algunos árboles vecinos; en resumen, levantó una verdadera barricada. Este atrincheramiento produjo el efecto deseado: al llegar los soldados, prestaron atención y siguieron el buen camino.

El Yodzy-khé merecería el nombre de «Río de los Corzos»; en ninguna parte vi tantos como en aquella región. Los pelos del corzo, que se tiñen en verano de un rojo oscuro, recordando el color de la herrumbre, toman en invierno un color gris leonado. Pero los pelos de las ancas, cerca de la cola del animal, permanecen blancos y forman lo que los cazadores llaman «el espejo». Cuando el corzo se pone a correr, su parte trasera se agita en fuertes sacudidas. El colorido general de los pelos hace que el animal se confunda con el lugar circundante y lo protege así completamente contra la vista; sólo el «espejo» parpadeante queda visible.

Los corzos se acantonan con preferencia en los bosques pantanosos, donde faltan las coníferas. Sólo por la noche van a pacer a los prados. Pero incluso allí, en medio de una calma y un silencio completos, estos animales no dejaban de mirar a todos lados y de estar al acecho. Cuando huían, atemorizados, franqueaban barrancos, malezas y montones de árboles abatidos, ejecutando saltos de una altura prodigiosa. Lo que es curioso es que el corzo no soporta la proximidad del ciervo. Cuando estos dos cérvidos están situados juntos en una ganadería organizada, el corzo acaba por sucumbir. El mismo hecho se observa especialmente en las regiones salinas. Si los corzos son los primeros en encontrarlas, van con placer todo el tiempo hasta que aparecen los ciervos.

Nosotros percibimos a menudo corzos, saliendo de las altas hierbas, pero desaparecían de nuevo en la maleza tan rápidamente que no alcanzamos a abatirlos.

Tras haber sobrepasado el confluente del Sinantza y del Yodzy-khé, entramos en la verdadera taiga. Por encima de nuestras cabezas, las ramas de árboles se entrelazaban hasta el punto de ocultar completamente el cielo. Los álamos y los cedros dominaban, por sus dimensiones sorprendentes, el resto de la vegetación. Árboles de una cuarentena de años, que crecían al abrigo de gigantes, parecían vegetación baja y sin importancia. Las lilas, que tienen habitualmente el aspecto de zarzas, tomaban en esta región carácter de árboles, alcanzando diez metros de altura y un metro treinta de brazada. Viejos troncos abatidos, adornados de musgos abundantes, tenían un aspecto muy decorativo y se encontraban en armonía completa con el esplendor de la flora circundante. Malezas espesas, donde se entremezclaban «el árbol del diablo», viñas salvajes y lianas, contribuían a hacer estos parajes muy difíciles de franquear. Así que nuestro destacamento avanzaba muy lentamente. Había que detenerse a menudo para ver dónde se encontraban menos ramas desgajadas y obligar a hacer rodeos a nuestros mulos. Cuanto más avanzábamos, más obstruida estaba la selva por los árboles abatidos, y menos utilizable era el sendero para las bestias de carga. A fin de evitar todo retraso, nos hicimos preceder por una vanguardia a las órdenes de Zakharov. Estos hombres fueron encargados de limpiar el bosque de ramas desgajadas y encontrar los rodeos necesarios. Ocurría a veces que un árbol zapado no llegaba a caer, enredándose en las cimas vecinas; entonces, nos contentábamos con recortar las ramas inferiores, abriendo así como una puerta cochera y cortando también las ramas puntiagudas de todos estos árboles desgajados para preservar las patas y los vientres de los mulos.