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Por otra parte, envié al tirador Zakharov a Anutchino en busca de Dersu. A partir del pueblo de Ossinovka, el soldado se sirvió de caballos de posta. Entró en todas las fanzasy preguntó también a los viandantes si alguno de ellos había encontrado por casualidad a un viejo goldde la tribu de los Uzala. Un poco antes del lugar llamado Anutchino, en una pequeña fanzasituada justo al borde de la ruta, el tirador encontró a un cazador indígena que estaba preparándose y atando su mochila, mientras pronunciaba un soliloquio. Interrogado por mi emisario sobre el goldDersu Uzala, el cazador respondió brevemente:

—Soy yo.

Zakharov le explicó el motivo de su visita y los preparativos del goldno fueron muy largos. Los dos hombres durmieron en Anutchino y volvieron a partir al día siguiente por la mañana. Muy contento con la llegada de Dersu, pasé la jornada conversando con él. Según su relato, había cazado durante el invierno dos cibelinas, que entregó a los chinos, obteniendo a cambio una manta, un hacha, un calentador, una tetera, más una cantidad de dinero. Empleó este dinero en procurarse tela china, con la que se fabricó una nueva tienda, así como cartuchos, que le vendieron unos cazadores rusos. Además, unas mujeres pertenecientes al pueblo udehéle cosieron el calzado, un calzón y una chaqueta. Cuando la nieve comenzó a fundirse, el goldse trasladó a Anutchino, donde se estableció en casa de su viejo compatriota que era al mismo tiempo un antiguo amigo. Viendo que yo no llegaba todavía, se ocupó aún de cazar y alcanzó a matar un ciervo, cuyos cuernos depositó en casa de unos chinos, en calidad de crédito. Pero en Anutchino, donde encontró a uno de esos hombres a los que llaman «buscadores», fue víctima de un robo. En su simplicidad, Dersu le contó al «buscador» que había tenido la suerte de cazar en invierno cibelinas y venderlas a un precio ventajoso. A continuación, aquel individuo le propuso ir a beber una copa a la taberna, y el goldaceptó. Pero sintió que el alcohol se le subía a la cabeza y cometió la imprudencia de confiar su dinero a ese nuevo amigo. Cuando Dersu despertó, al día siguiente, ¡el «buscador» se había eclipsado! El goldno comprendió nada, dado que la gente de su propia tribu tenían la costumbre de confiarse unos a otros sus pieles y su dinero, sin que nada desapareciese jamás.

En aquella época, no existía aún servicio marítimo regular a lo largo del litoral del mar del Japón. El Departamento de Colonización había fletado, a título de primera prueba, el vapor Eldorado,pero éste no iba más que al golfo de Djiguite. Los viajes de vencimiento fijo no estaban generalmente establecidos y la misma administración no sabía exactamente las fechas de las partidas y llegadas de este barco.

Nosotros no tuvimos suerte, ya que llegamos a Vladivostok dos días después que Eldoradohubiera abandonado aquel puerto. Pero yo salí del engorro gracias a la oferta que se me hizo de aprovechar la partida de algunos torpederos. Estos debían trasladarse a las islas de Chantar y sus comandantes nos prometieron desembarcarnos, en el curso de la ruta, en el golfo de Djiguite.

En alta mar, nos encontramos ballenas a rayas (en ruso, polossatiks) y marsopas. Las primeras avanzaban lentamente en línea recta, sin prestar mucha atención a los torpederos, mientras que las marsopas siguieron a los barcos y comenzaron a saltar en el aire tan pronto como se encontraron con nosotros. Uno de mis compañeros les disparó. Falló los primeros tiros, pero el tercero dio en el blanco. Una gran mancha enrojeció el agua y todas las marsopas desaparecieron a la vez.

Al crepúsculo llegamos a la bahía llamada Americana, donde hicimos escala. Por la noche, un viento violento se desencadenó sobre el mar. A pesar del mal tiempo, los torpederos levaron anclas al día siguiente por la mañana y continuaron viaje. No pudiendo quedarme en la cabina, me trasladé al puente. El torpedero Grozny,a bordo del cual me encontraba, iba a la cabeza, seguido por los otros, en fila india. Inmediatamente después nos seguía el Bezchumny.Este se sumergía en los remolinos profundos formados por las olas, y después trepaba de nuevo sobre las cimas coronadas de espuma blanca. Cuando una de estas grandes olas atacaba la pequeña embarcación por la proa, parecía que iba a ser tragado irremediablemente por el mar, pero el agua se retiraba en cascadas desde el puente y el torpedero remontaba a la superficie para avanzar con persistencia.

Era ya oscuro cuando entramos en la bahía de Santa Olga. Por la noche, el mar se calmó un poco, el viento se apaciguó y la niebla comenzó a disiparse.





A la salida del sol, los acantilados grises de la costa se iluminaron. Hacia la noche, los torpederos llegaron al golfo de Djiguite. El comandante me propuso acostarme a bordo de su buque y no proceder a descargar nuestros efectos hasta la mañana. Si bien el torpedero estaba anclado, un fuerte oleaje lo balanceó de babor, a estribor durante toda la noche, así que esperé el alba con impaciencia. ¡Qué alegría volver a poner los pies en tierra firme! Cuando los torpederos levaron anclas, las ondas aéreas nos transmitieron, en señal de adiós, un voto de «buena suerte» lanzado por los altavoces. Diez minutos después, los torpederos se habían perdido de vista.

Cuando hubieron partido, nos pusimos a plantar nuestras tiendas y a recoger leña. Uno de los soldados, que fue enviado hacia el río para traernos agua, nos dijo a su regreso que los peces retozaban en masa en el estuario. Los soldados echaron una red y recogieron tantos peces que no pudieron retirarlos todos a la vez. La redada era de gorbuchas [30].

Estos pescados eran jóvenes y no habían adquirido todavía el aspecto deforme que los caracteriza a una edad más avanzada, pero sus mandíbulas estaban ya un poco curvadas y una joroba comenzaba apuntar en su lomo. Yo ordené que no se tomase más que una parte de la pesca y se tirase el resto al agua. Todo el mundo comió con avidez, pero bien pronto quedamos ahítos y no le prestamos ya más atención. Era a bordo, en ese golfo, donde debíamos esperar nuestros mulos, y no podíamos ponernos en ruta sin estas bestias de carga. Yo aproveché el tiempo libre para tomar medidas del golfo de Djiguite, así como del de Rynda.

Después de una larga espera nuestros mulos llegaron por fin, transportados por el vapor Eldorado.Este feliz acontecimiento puso fin a nuestra ociosidad y nos permitió emprender la expedición. El barco echó el ancla a unos cuatrocientos pasos del estuario y los mulos fueron desembarcados directamente en el agua. Se orientaron inmediatamente y nadaron en línea recta hacia la orilla donde les esperaban nuestros soldados.

Dos días tardamos en acomodar las sillas a nuestros mulos y reajustar las cargas. Después de lo cual pudimos por fin partir.

En el momento en que llegamos a las últimas fanzas,Dersu vino a pedirme permiso para quedarse todavía un día entre los indígenas, prometiendo reunirse con nosotros a la noche del día siguiente. Como le expresé mi temor de que le fuera difícil reencontrarnos, el goldestalló en una sonora carcajada y me tranquilizó en el acto:

—Tú no eres ni un alfiler ni un pájaro; tú no puedes volar. Marchando sobre la tierra y posando en ella tus pies, dejas tus huellas, y yo tengo dos ojos para mirar.