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—¿Cómo? —exclamó él persiguiéndome—. ¿No vas a pagarme?

—Pero, ¿por qué?

—Por los guantes, desde luego.

—Pero yo te los he devuelto —repliqué.

—¡Ésta sí que es buena! —observó el falso bienhechor, con voz descontenta y rastrera—. Yo he tenido lástima de ti y he aquí que tú no quieres ni siquiera pagarme.

—¡Bonita lástima la tuya! —intervinieron los cosacos. Pero Dersu se enfadó más que los demás. En el curso del camino no hizo más que escupir y vituperar en términos caprichosos al conductor.

—Es un hombre pernicioso —aseguró—. Yo no quisiera habérmelas con otro como éste. Es un sinvergüenza.

Ser sinvergüenza significaba para Dersu la pérdida de toda conciencia.

—¿Cómo puede existir un ser semejante? —continuó el goldirritado—. Creo que él no debe existir y que se morirá pronto.

Habiendo alcanzado al mediodía el río Vakú, hicimos alto. En línea recta, no había más que dos kilómetros hasta el ferrocarril, pero el mojón marcaba en este sitio la cifra 6. Y es que la ruta describe una vasta curva para contornear un pantano. No obstante, el viento venía ya desde entonces a traernos los silbidos de las locomotoras y podíamos incluso percibir los edificios de la estación.

En secreto, me dejé mecer por la idea de que Dersu, esta vez, vendría conmigo a Khabarovsk. Lamentaba vivamente tener que separarme de él. Había notado que en el curso de aquellas últimas jornadas me prodigaba una especie de atención creciente y que parecía querer decirme o pedirme algo, sin llegar, no obstante, a atreverse. Sobreponiéndose a su timidez, me pidió cartuchos. De esto deduje su decisión de partir.

—¿No irás a marcharte, Dersu? —le pregunté.

Él suspiró y me repitió que temía la ciudad, donde no tendría nada que hacer. Le rogué entonces que me acompañara, aunque sólo fuera a la estación, donde yo podría, al menos, darle dinero y provisiones para la ruta.

—Es inútil, capitán —me respondió el gold—.Cazaré cibelinas; esto equivale al dinero.

Fue en vano que tratara de persuadirle. El se mantuvo firme, explicándome que iba a remontar hasta las fuentes del Vakú para cazar las cibelinas y pasar a continuación, durante el deshielo, al río Daubi-khé. Allí, cerca de un lugar llamado Anutchino, habitaba otro viejo golda quien él conocía y quería pasar en su casa dos meses de primavera. Quedamos de acuerdo en que, al principio del verano, en el momento de emprender una nueva expedición, yo enviaría por él a un cosaco, o iría yo mismo a buscarlo. Cuando Dersu consintió y me prometió esperar esta llegada, le di todos los cartuchos que me quedaban. Estábamos sentados juntos y discutíamos sin fin el mismo tema. En tres ocasiones me empeñé en fijar exactamente el lugar del reencuentro futuro, queriendo prolongar nuestra conversación.

—Bueno, hay que partir —observó el gold,endosándose la mochila.

—Adiós, Dersu —le dije, estrechándole muy fuerte la mano—. Gracias por haberme ayudado. Adiós, no olvidaré todo lo que has hecho por mí.





Dersu quiso decir algo, pero se sintió confuso y se puso a limpiar con su manga la culata de su arma. Pasamos todavía un minuto en silencio, antes de estrecharnos de nuevo la mano y separarnos. El se alejó a la izquierda, hacia el curso del agua, mientras que nosotros proseguimos la ruta.

Después de haber marchado un poco, me volví y percibí al gold,detenido sobre un banco de guijarros, examinando huellas en la nieve. Le llamé y agité mi gorra. Él me respondió con un ademán de la mano.

«Adiós, Dersu», pensé todavía, continuando adelante, mientras los cosacos me seguían con pena. En la estación, se encendieron luces blancas, rojas y verdes.

Esta jornada fue para nosotros la más fatigosa de toda la expedición. Los hombres se escalonaron en la fila, sin orden. Los dos kilómetros que nos faltaba aún franquear fueron más penosos que si hubieran sido veinte al principio de nuestro viaje. Reunimos nuestras últimas fuerzas para arrastrarnos hasta la estación, pero acabamos por sentarnos aún a unos doscientos o trescientos metros del final, sobre las traviesas de la vía férrea, para reposar un poco. Los obreros que pasaban se asombraron de vernos hacer este alto tan cerca de la estación y uno de ellos llegó hasta a decir a su camarada, con una risa bonachona:

—¡Vaya! La estación debe estar lejos.

Llegamos por fin, renqueando, hasta la pequeña aglomeración, para entrar en la primera hospedería. Un hombre de ciudad se hubiera sin duda indignado del desorden, del precio y de la suciedad de aquel establecimiento, pero a mí me pareció un paraíso. Ocupamos dos habitaciones, instalándonos como ricachones.

Todas las dificultades y las privaciones habían pasado y nuestro interés por los diarios se despertó en el acto. Sin embargo, yo me acordaba sin cesar de Dersu. «¿Dónde estaría en aquel momento?», pensaba. «Habrá instalado su tienda en un abrigo de la orilla, adonde habrá llevado madera y encendido su fuego, para dormitar después, con la pipa en la boca.» Con estas reflexiones, me quedé dormido.

Al día siguiente, me levanté temprano. El primer pensamiento que me vino a la cabeza fue placentero: no tenía que llevar más la mochila. Por la noche fuimos al baño y tomamos a continuación el té todos juntos. Fue ésta la última vez. El tren llegó pronto y nos dispersamos en los distintos vagones. La noche del 17 de noviembre llegamos a Khabarovsk.

Tercera parte

22

Partida y primer trayecto

De enero a abril, trabajé en mi informe concerniente a la expedición precedente y por eso no pude empezar los preparativos del nuevo viaje antes del mes de mayo.

Esta vez, se trataba de explorar, partiendo del lugar donde se habían terminado los trabajos del año transcurrido, la parte central del Sijote-Alin, en la dirección del litoral.

La organización de esta expedición se pareció mucho a la que había tenido lugar un año antes. Pero los caballos fueron reemplazados por mulos, Estos tienen el paso más seguro y avanzan fácilmente en la montaña; además, no son demasiado exigentes con el forraje, aunque, por otra parte, tienen el defecto de atascarse en los pantanos más fácilmente que los caballos. Mi adjunto, M. A. Merzliakov, recibió la orden de ir a Vladivostok a comprar los animales necesarios para la expedición. Era importante elegir mulos de cascos sólidos y sin herraduras. Mi adjunto fue el encargado de embarcarlos a bordo de un vapor que iba de Vladivostok al golfo de Djiguite, y de dejarlos al cuidado de tres de nuestros cazadores, mientras que él mismo debía ir delante para organizar cinco bases de aprovisionamiento a lo largo de la costa.