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Los animales y los pájaros, asustados, buscaban su salvación en la fuga. Una liebre pasó a mi lado; una ardilla saltaba sobre el ramaje caído que comenzaba a inflamarse. Un pájaro carpintero de plumaje abigarrado, se lanzaba de árbol en árbol con gritos estridentes. Yo iba cada vez más lejos siguiendo el fuego, sin temor a perderme. Avancé hasta el momento en que mi estómago me recordó que era tiempo de entrar. Suponía que la hoguera me indicaría el emplazamiento de nuestro campo. Pero cuando me volví, vi muchos fuegos distintos: era la madera de las ramas desgajadas la que acababa de consumirse. No pude distinguir cuál de aquellos fuegos era el nuestro. Como uno me parecía más importante que los otros, me dirigí hacia allí, pero era simplemente un tocón seco que estaba en llamas. La misma aventura se repitió aún. Continué así, pasando de un fuego a otro, sin encontrar el campamento. Me puse entonces a gritar y una respuesta me llegó del lado completamente opuesto. Di de nuevo media vuelta y acerté pronto a reunirme con los míos.

Las apreciaciones del golderan justificadas. Durante la segunda mitad de la noche, el fuego progresó directamente de nuestro lado, pero se alejó, falto de cualquier presa que pudiera consumir. Contrariamente a las previsiones, la noche fue cálida, a pesar del cielo sin nubes. Acostumbrado a dirigirme a Dersu en cada circunstancia que me parecía incomprensible, lo consulté también en esta ocasión, seguro de obtener una explicación satisfactoria.

—La helada es ahora impotente —me respondió—. Mira, capitán, hay mucho humo en todo alrededor.

Me acordé entonces de que los jardineros tenían la costumbre de ahumar sus cultivos para preservarlos contra las heladas matinales.

Al día siguiente, vimos un ciervo pastando cerca de un montón de ramas secas que ardían todavía. El animal lo franqueó tranquilamente para ir a morder lo que quedaba allí de una zarza. Los incendios frecuentes habían, aparentemente, familiarizado tan bien a las bestias con el fuego que ya no lo temían.

17

Fuego en el bosque

Durante la jornada, Dersu encontró sobre el sendero huellas humanas que escrutó con atención. Recogió en alguna parte una colilla y un pedacito de tela china azul. En su opinión, dos hombres habían pasado por allí. Pero no eran chinos trabajadores, sino gente desocupada, ya que un pedazo de trapo completamente nuevo, por estar simplemente manchado, no lo hubiera arrojado ciertamente un trabajador; éste hubiera guardado incluso un viejo trapo hasta que estuviera completamente usado. Además, los trabajadores fuman en pipa; los cigarrillos son demasiado costosos para ellos. Dersu prosiguió sus observaciones y encontró el lugar donde los dos paseantes habían reposado y donde uno de ellos había cambiado de calzado. Un cartucho caído en el suelo permitió establecer que aquellos chinos estaban provistos de carabinas. Hallazgos más variados se hicieron en el curso de nuestra marcha. El goldse detuvo súbitamente.

—Otros dos hombres han marchado por aquí —dijo—. Esto hace cuatro en total. Pienso que son hombres malos.





Después de haber deliberado, decidimos abandonar el sendero para adentrarnos en plena taiga. Habiendo escalado la primera altura que se presentaba, miramos todo alrededor. Al frente, a algunos kilómetros, aparecía la bahía de Plastoun; a nuestra izquierda, se levantaba una cresta elevada; detrás nuestro, estaba el lago de Dolgoyé, y, finalmente, a nuestra derecha, se veía una serie de colinas cortadas por las aguas, más allá de las cuales se extendía el mar.

No viendo nada sospechoso pensé en volver al sendero, pero Dersu me aconsejó descender hacia un pequeño arroyo que corría en dirección norte y seguirlo hasta el río. Después de una hora de marcha, llegamos a los linderos del bosque. El goldnos dijo que esperáramos su regreso para reconocer el país.

Al acercarse el crepúsculo, el pantano se tiñó de un amarillo leonado monótono, y se transformó en un desierto inanimado. Las montañas se revistieron con el velo azul de la niebla vespertina y se ensombrecieron. Pero a medida que se hizo más oscuro, el resplandor rojizo del cielo, producido por el fuego del bosque, se hizo más y más deslumbrador. Así pasó una hora, y después otra, sin que el goldregresara. Comencé a inquietarme.

De repente, se escuchó a lo lejos un grito, al que siguieron primero cuatro disparos de fusil, después otro grito y, por fin, una nueva detonación. Mi primer impulso fue correr en aquella dirección, pero me dije que eso no conduciría más que a una dispersión de nuestras fuerzas. De hecho, el goldvolvió al cabo de unos veinte minutos. Con aspecto muy alarmado, nos contó lo más brevemente posible lo que acababa de sucederle.

Marchando sobre las huellas de cuatro desconocidos, llegó a la bahía de Plastoun. Allí, vio una tienda donde había una veintena de chinos armados. Reconociendo en ellos a hundhuzes,se dio prisa para deslizarse en la maleza y volver hacia nosotros, pero un perro lo husmeó y se puso a ladrar. Tres chinos cogieron sus armas y corrieron en su persecución. Al huir, Dersu se atascó en el suelo movedizo de un pantano. Los hundhuzesle gritaron que se detuviera e hicieron fuego. Habiendo llegado a un lugar seco que le permitía arrodillarse, el goldapuntó bien e hizo fuego a su vez. Entonces, vio claramente a uno de sus atacantes que se desplomaba. Como los otros dos se quedaron cerca de su compañero, Dersu pudo reemprender su carrera. Pero, para engañar a los hundhuzes,se largó a propósito, mientras estos hombres pudieran seguirlo con la mirada, en una dirección opuesta a aquella en que nosotros estábamos acantonados y volvió hacia nosotros recorriendo todo un circuito.

—Los hundhuzesme han hecho un agujerito en la camisa —dijo, mostrando su chaqueta agujereada por una bala. Para concluir su relato, agregó aún esta reflexión—: Debemos marcharnos rápidamente.

A continuación, cargó su mochila a la espalda.

Avanzamos con precaución, absteniéndonos de hacer ruido. El goldevitó seguir senderos y nos condujo por escarpaduras arenosas, costeando el lecho desecado de un torrente. Hacia las diez de la noche, llegamos al río Yodzy-khé; pero en lugar de entrar en las fanzas,nos instalamos al aire libre. Por la noche, tuve mucho frío y me envolví lo mejor que pude en una lona de tienda. Pero la humedad se infiltraba por todas partes y nadie cerró los ojos. Esperamos con impaciencia el alba, pero, como a propósito, el tiempo se hizo particularmente largo.

Cuando apareció la luz, nos volvimos a poner en ruta. Dersu estimó de nuevo que era preferible no servirnos del sendero y adentrarnos en la montaña. Así se hizo. Vadeamos el río, encontramos a continuación un sendero y estábamos a punto de deslizamos en las altas hierbas, cuando un udehé,carabina en mano, salió de la maleza y se encontró frente a frente con nuestro destacamento. Al principio, se asustó y nos dio a su vez bastante miedo; pero cuando advirtió mi gorra de oficial, sacó de su bolsillo interior un pliego que se apresuró a entregarme. Era una carta por la cual se me informaba que una compañía de cazadores mandada por el jefe chino Tchan-Bao, acababa de abandonar el río Sanhobé, en persecución de los hundhuzes.Mientras leía este mensaje, Dersu y el udehése plantearon una serie de preguntas. Supimos así que Tchan-Bao y sus treinta cazadores habían pasado la noche no lejos de nosotros y debían llegar probablemente dentro de poco al Yodzy-khé. En efecto, los encontramos unos veinte minutos más tarde.