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Mis tres balas habían alcanzado a la fiera: una en el flanco, otra en el pecho y la tercera en la cabeza. Cuando Dersu acabó su trabajo, era ya de noche. Echamos en la hoguera bastante madera húmeda para que se quemara hasta por la mañana y fuimos lentamente hacia el campamento. La noche era calma y fresca. Mientras volvíamos, todavía levantamos jabalíes que se dispersaron por todos lados con mucho ruido. Finalmente, percibimos entre los árboles los fuegos del campamento.

Después de cenar, los cosacos fueron a acostarse pronto. Yo había estado tan agitado durante la jornada pasada que no pude dormirme. Levantándome, me senté cerca del fuego para revivir mentalmente mis experiencias recientes. La noche era clara y apacible. Animales salvajes erraban por los linderos del bosque somnolientos. Algunos llegaban bastante cerca del campamento, revelándose los corzos como los más curiosos de todos. Sintiéndome al fin invadido por el sueño, me acosté al lado de los cosacos.

Al alba, Dersu se despertó el primero; yo fui el segundo, después les llegó el turno a los soldados. El sol acababa de salir, no iluminando todavía más que las cimas de las montañas. Tras un ligero desayuno, ajustamos los fardos y reanudamos la marcha. El camino, extremadamente pedregoso, que seguimos hasta el paso del valle del Mutu-khé, no fue nada fácil. Hendiduras entre las rocas y hoyos entre las raíces, representaban verdaderas trampas. Las bestias de carga estaban constantemente expuestas a romperse las patas y apenas si avanzaban penosamente. Asombra, no sin motivo, ver los caballos indígenas chinos, sin herraduras y soportando pesadas cargas, franquear un recorrido como aquél. Hicimos alrededor de cinco kilómetros a lo largo del río antes de volver hacia el mar, en la dirección este.

Noté desde la mañana un cambio desfavorable de la atmósfera. Una bruma, que vino a revestir con su velo blanco el azul del cielo, escondió completamente las montañas lejanas. Llamé la atención del goldsobre aquello, comunicándole muchas cosas que la meteorología me había enseñado sobre el capítulo de la niebla seca.

—Yo creo que se trata de humo —respondió él—. Pero como no hay viento, no sé dónde está el incendio.

Apenas llegados sobre la altura, vimos de qué se trataba. Una humareda blanca subía en gruesos torbellinos del otro lado de la cuesta situada a la derecha del Mutu-khé. Más lejos, al norte, otras colinas estaban también llenas de humo todavía. Evidentemente, el incendio se había apoderado ya de un vasto espacio. Tras haber admirado ese cuadro durante algunos minutos, fuimos hacia el mar; pero en cuanto estuvimos cerca de la costa, volvimos a la izquierda para evitar los barrancos profundos y los promontorios elevados.

Sorprendiendo sonidos extraños que nos traía de abajo el viento y que parecían ladridos roncos y prolongados, fui lentamente al borde del precipicio y vi un espectáculo de lo más interesante: al borde del mar estaban acostadas una gran cantidad de pequeñas otarias(leones marinos), mamíferos que representan una variedad de la familia de las focas orejudas.

Este animal, más bien voluminoso, alcanza una longitud de cuatro metros y un diámetro de seis, llegando su peso hasta los seiscientos u ochocientos kilos. He aquí sus características principales: orejas de pabellones finos, hermosos ojos negros, grandes mandíbulas y colmillos poderosos, cuello más bien alargado y provisto de pelos más largos que los del resto del cuerpo, extremidades traseras con las plantas completamente descarnadas. Los machos tienen habitualmente el doble de volumen que las hembras. En la Primorié rusa (provincia del litoral), las otariasse encuentran a todo lo largo de la costa del Mar del Japón. Los indígenas las cazan sobre todo por su piel gruesa, de la cual hacen calzado y correas que sirven para enjaezar a los perros.

Estos animales parecían encontrar un placer particular el dejarse acariciar por las olas, que venían a salpicar las piedras con su espuma. Se estiraban, sacudían la cabeza, levantaban las extremidades traseras, se daban vuelta sobre el lomo y se deslizaban súbitamente de sus piedras para sumergirse en el agua. Pero jamás la piedra así abandonada quedaba libre: una nueva cabeza emergía en seguida y otro animal se apresuraba a tomar la plaza vacante. Las hembras reposaban al borde del mar en compañía de jóvenes animales, mientras que los machos adultos dormitaban apartados, cerca de las cavernas socavadas por las aguas. El pelaje de los viejos era de un color leonado bastante claro; los jóvenes tenían un tinte más oscuro. Estos últimos desplegaban una fiereza especial. Levantaban la cabeza y la giraban lentamente de un lado a otro. A pesar de su cuerpo torpe, no podía discutírseles una cierta gracia. Merecían bien el nombre de leones marinos que se da a sus parientes de las orillas californianas.

Fiel a la costumbre que es i





—No hay que tirar —dijo—. Yo no podría siquiera llevar el animal. Es malo disparar sin motivo.

Fue entonces cuando nos dimos cuenta de la inaccesibilidad absoluta del lugar donde se encontraban los animales. Sobre los dos flancos, estaba defendido por promontorios que avanzaban en el mar, mientras que las escarpaduras alcanzaban una cincuentena de metros de altura y lo hacían inabordable del lado de la tierra. Solamente en barco nos podíamos aproximar a las otarias.Así que no podíamos llevarnos una bestia abatida; ¿para qué, pues, matar un animal y dejarlo en su sitio? Durante unos veinte minutos, observamos estos seres curiosos de los cuales yo no podía apartar mis ojos. Pero, de repente, sentí a alguien que me tomaba por el hombro:

—Capitán, hay que avanzar —me dijo el gold.

Es siempre más fácil seguir por una cresta que por una ladera, ya que existe el recurso de sortear en línea horizontal los puntos salientes. Cuando pudimos ganar nuestro sendero, la noche había caído ya. Teníamos entonces que escalar la altura más importante, antes de volver a descender a un vallecito encajonado. Comprobé que el paso estaba a 740 metros por encima del nivel del mar.

El cuadro que percibí desde este punto elevado me asombró de tal manera que dejé escapar una exclamación de sorpresa. Los restos del incendio rodeaban la montaña con una especie de cintura luminosa. Era a la vez un espectáculo grandioso y angustiante. Las luces centelleaban y parecían a veces apagarse, pero se volvían a encender con una fuerza mayor. Habían ya sobrepasado la garganta y descendían en aquel momento al valle. El incendio formaba un movimiento general concéntrico que subía al asalto en un círculo bastante regular. Había en el cielo dos llamaradas rojas, al oeste y al este, de las cuales una temblequeaba y la otra permanecía calma.

La luna comenzó a levantarse, mostrando primero un pequeño extremo por encima del horizonte. Lenta e indecisa, emergió poco a poco del agua para elevar cada vez más alto su largo disco rodeado de una aureola púrpura.

—Hay que andar, capitán —me cuchicheó Dersu por segunda vez.

Descendimos al valle, donde hicimos alto en medio de un encinar despejado en cuanto encontramos agua. Dersu nos hizo cortar la hierba a fin de preservar el campamento y se puso a preparar un nuevo incendio para contrarrestar el de la selva. La hierba seca y las hojas muertas se inflamaron como la pólvora. El fuego se esparció rápidamente, sin obedecer siempre a la dirección del viento. Los bosques tomaron un aspecto fantástico y yo seguí con interés la marcha de las llamas. Estas lamían el follaje con una cierta lentitud, pero daban saltos súbitos cuando alcanzaban la hierba. El calor hacía elevarse en el aire desperdicios secos que volaban ardiendo. El fuego se propagaba así cada vez más. Cuando llegó a las zarzas, una llama inmensa se elevó ruidosamente. Había en la proximidad un abedul amarillo cuya corteza colgaba en jirones. Instantáneamente, se transformó por entero en una antorcha, pero esto no duró más que un momento, apagándose a continuación la corteza consumida. Viejos árboles con la médula seca se quemaban sin tambalearse. Pasado el fuego, hilillos de humo blanco montaban de aquí y de allá provenientes de tizones que ardían por tierra.