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La caza del oso

Se puede considerar que el valle del Mutu-khé es la región más abundante en caza de todo aquel litoral. Ciervos, corzos y jabalíes salían constantemente de la maleza mientras avanzábamos por el río. Los cosacos no hacían más que gritar y agitarse y tuve bastante trabajo para prohibirles disparar, lo cual hubiera significado la destrucción inútil de aquellos animales. Una tarde, hacia las tres, di orden de interrumpir la marcha.

Yo tenía muchas ganas de matar un oso. «Otros afrontan a estas fieras cara a cara, ¿por qué no haría yo otro tanto?», pensé.

Este pensamiento, en el que se entremezclaban mi pasión por la caza y mi vanidad, me hizo tomar la decisión de intentar la suerte.

Son numerosos los cazadores que afirman haber abatido osos sin experimentar el menor miedo y que se limitan a destacar los aspectos cómicos de esta caza. Unos pretenden que el oso huye al primer golpe de fusil; según otros, por el contrario, el animal se encabrita para ir delante del cazador, dejando a éste todas las facilidades para enviarle varias balas. Dersu no compartía ninguna de estas opiniones. Cada vez que escuchaba contar historias de este género, se irritaba hasta el punto de escupir, pero desdeñaba toda controversia. Cuando supo que yo quería ir solo a cazar el oso, me aconsejó prudencia y me ofreció sus servicios. Pero estas reflexiones no hicieron más que excitarme más aún y mi decisión de afrontar a «los patizambos» cara a cara se hizo más firme todavía.

Desde el primer kilómetro que recorrí al abandonar el campamento, tuve tiempo de levantar dos corzos y un jabalí. La abundancia de caza era tal que aquello recordaba un poco esos jardines zoológicos donde se ve pasear libremente animales traídos de todas partes.





Atravesé un arroyo y me detuve al acecho en un bosque despejado. A los pocos minutos, vi un ciervo que corría a lo largo de los lindes; jabalíes, acompañados de sus jabatos aulladores, hacían ruido en el avellanar vecino.

Pero he aquí que escuché, frente a mí, un crujido de ramas, seguido de un ruido de pasos. Alguien avanzaba con una marcha media y pesada. Me asusté y estuve a punto de retroceder, pero mi miedo predominaba y no me moví. La masa negra de la silueta de un gran oso apareció pronto, caminando oblicuamente por la ladera, un poco por encima del lugar en que yo me encontraba. Parándose a menudo y escarbando la tierra, el animal dio vuelta al ramaje caído para examinar con atención lo que había debajo. Esperé que la fiera estuviera a unos cuarenta pasos, apunté lentamente e hice fuego. A través de la humareda, vi al oso volverse con un rápido alarido y apretar con los dientes la parte de su cuerpo donde acababa de alojarse mi bala. No me acuerdo bien de lo que ocurrió luego, ya que todo había pasado tan rápidamente que no podía darme cuenta de la sucesión exacta de los acontecimientos. Poco después de la detonación, el oso se arrojó sobre mí con furor. Sentí un choque violento, y un segundo disparo explotó en el mismo instante. Jamás pude comprender ni cómo ni cuándo había tenido tiempo de recargar mi arma. Creo que caí a la izquierda. El oso dio una voltereta y rodó a la derecha, precipitándose a lo largo de la ladera. Ya no sé cómo pude incorporarme sin dejar mi carabina. Corriendo por la pendiente escuché un ruido de persecución. En efecto, el oso me perseguía, pero sus movimientos eran ahora amortiguados. Entonces, me acordé de que mi fusil estaba otra vez descargado y me detuve para reajustar lo más pronto posible la culata. «Hay que tirar: mi vida depende de una buena puntería», tal fue el pensamiento que atravesó mi mente. Con la culata del fusil apoyada contra la espalda, no vi sin embargo ni el alza ni la guía, no percibiendo en aquel momento más que la cabeza peluda del oso, su boca abierta y sus ojos llenos de rabia. Cuando estuvo muy cerca, tiré casi a quemarropa. El animal se desplomó, mientras yo escapaba de nuevo. Echando una mirada hacia atrás, vi a la bestia que rodaba por tierra. Pero en el mismo instante, escuché un nuevo ruido a mi derecha. Me volví instintivamente de aquel lado y quedé petrificado, al advertir otro oso que asomaba su cabeza desde la maleza. Pero éste desapareció rápidamente, mientras yo huía hacia la derecha, haciendo el menor ruido posible. Llegado al río, paseé durante unos veinte minutos sin otra finalidad que recobrar la calma. Se tiene vergüenza de regresar al campamento con las manos vacías. Si yo podía estar seguro de que el oso estaba verdaderamente abatido, sería una lástima abandonarlo. Pero había allí un segundo oso, y éste, indemne. ¿Qué hacer? Erré así hasta la puesta de sol. Cuando el astro desapareció detrás del horizonte, sus rayos abandonaron la tierra para no alumbrar más que el cielo. Entonces, decidí dar un rodeo para ver al oso de lejos. Pero mi miedo creció a medida que me aproximaba al lugar peligroso. Mis nervios, extremadamente tensos, me hacían volver con terror a cada pequeño ruido. Pensaba constantemente ver osos y notar su persecución. Después de haberme detenido varias veces para escuchar, percibí finalmente el árbol del cual mi oso había caído por última vez. Este árbol me parecía ahora particularmente pavoroso. Decidí sortearlo, caminando a lo largo de la ladera para mirarlo desde lo alto del valle. Así que hice de nuevo un gran rodeo, deteniéndome en los lugares que me parecían sospechosos y lanzando piedras a derecha e izquierda.

De repente, noté que algo se removía entre las zarzas. «Un oso», pensé retrocediendo instantáneamente. Pero al instante resonó una voz humana: la de Dersu. Transportado de alegría, corrí hacia él. El goldme vio y se sentó sobre un árbol abatido, encendiendo su pipa. Cuando me acerqué para preguntarle cómo había venido allí, Dersu me dijo que él se encontraba en el campamento en el momento en que habían sonado mis tiros. Partiendo en socorro mío, supo establecer, de acuerdo con las pistas, el lugar desde donde yo había tirado y la manera en que había sido atacado por el oso. Había visto también el lugar de mi caída. Otras trazas le indicaron que el oso me había perseguido y así hasta el final. En resumen, me contó todo lo que acababa de pasarme.

—Sin duda, el animal herido se ha marchado —dije a mi camarada.

—No, se ha quedado aquí —objetó Dersu, mostrándome un gran montón de tierra.

Recordando ciertos relatos de cazadores, lo comprendí todo. Según ellos, un oso tiene la costumbre de enterrar a cualquier bestia muerta que encuentre, para relamerse más tarde con ella, cuando la carne comienza a pudrirse. Pero lo que yo ignoraba en absoluto es que un oso fuera capaz de enterrar a uno de sus propios hermanos. Para Dersu también esto era nuevo. Procedimos rápidamente a desembarazar al animal abatido, cubierto no solamente de tierra sino de una cantidad de piedras y de ramas rotas.

Yo encendí fuego mientras Dersu se ponía a despellejar a la fiera. El oso que yo acababa de matar tenía pelaje oscuro, tirando a negro, y era muy voluminoso, midiendo dos metros por uno. Su peso sobrepasaba los trescientos kilos. Provisto de músculos de gigante, disponía además de colmillos sólidos y de largas garras. Es curioso advertir que la piel de oso, negra en el mediodía, palidece a medida que se remonta hacia el norte, donde acaba por tener un tono leonado claro. Este animal tiene un carácter bastante bonachón mientras se lo deja en paz, pero se vuelve realmente terrible cuando está herido. Se alimenta principalmente de vegetales, pero no desdeña el relamerse, si tiene ocasión, con carne y pescado. El oso de pelaje leonado instala su madriguera bajo las raíces de los árboles, en hendiduras pedregosas, es decir, bajo tierra. Como a sus congéneres de antaño, le gusta huir a las cavernas para vivir no solamente en invierno sino también en la estación cálida. Estos animales, por otra parte, no comienzan su sueño invernal hasta una época avanzada y a veces les ocurre que vagan por la taiga hasta diciembre, evitando trepar a los árboles, quizás a causa de su gran peso.