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Fue necesario hacer reposar a los caballos. Sacándoles las sillas, se dejó pacer a los animales. Los cosacos prepararon el té, mientras Panachev y mi auxiliar treparon a una altura cercana, de donde regresaron al cabo de una media hora. Mi auxiliar refirió que él no había visto nada más que montañas boscosas. Panachev, por su parte, nos aseguró que conocía esa región. Pero en su voz se notaba la duda.

Cuando abandonamos el campamento, fue para meternos en un terreno lleno de árboles desgajados del que no pudimos salir hasta la noche. Panachev nos conducía de una manera bastante singular. Unas veces escalábamos una montaña y otras veces seguíamos por la ladera y volvíamos después a descender al valle. Por lo general, cuando se está extraviado, se avanza a la ventura. Así es que pasamos toda esa jornada marchando, para detenernos finalmente en el lugar donde nos sorprendió la noche. Nuestra acampada no fue alegre.

Todos estaban deprimidos por la conciencia de haber perdido el camino. Panachev era el más mortificado... Suspiraba, miraba el cielo, se mesaba los cabellos y sacudía los faldones de su blusa.

—Harías bien en quitarte las garrapatas de tu barba —le insinuaron los soldados.

—¡Vaya un atolladero! —decía él a manera de soliloquio—. ¡Parece hecho a propósito el haber perdido así las señales!

Hubo que examinar el estado de nuestras provisiones. Al dejar Zagornaya, habíamos tomado las raciones de pan necesarias para tres días. Eso debía bastarnos también para el día siguiente; pero, ¿qué pasaría si no llegáramos a Kocharovsk...? En nuestro consejo de la noche, se decidió proseguir estrictamente la dirección y no escuchar más a Panachev. En efecto, desde el alba, estuvimos ya de pie. En la situación que se había creado, el alto se imponía forzosamente. A tres kilómetros del campamento, volvimos a encontrar de improviso algunas muescas, pero viejas y encenagadas.

—¿De dónde provienen? —pregunté a Panachev.

—De los chinos —me respondió.

—Entonces, ¿tenéis chinos hasta en vuestra taiga? —le preguntaron los cosacos.

—¿Dónde puede faltar un chino? —replicó el viejo creyente—. En la taiga pululan. Se los encuentra por todas partes.

Las muescas eran numerosas y se escalonaban en la dirección que nos convenía; se decidió seguirlas tanto tiempo como fuera posible. El error de Panachev era precisamente el haber hecho muescas demasiado dispersas, y haberse dejado así extraviar. Tampoco había previsto que en el transcurso del tiempo estas señales se harían confusas y poco visibles a cierta distancia.



Siguiendo las señales, encontramos pronto trampas para cibelinas. Unas eran viejas, pero las otras estaban tan nuevas que parecían recién instaladas. Como una de ellas nos obstruía la ruta, Kojevnikov levantó el madero para arrojarla al costado. Había algo debajo: eran los huesos de una cibelina.

Evidentemente, la bestia había sido enterrada bajo la nieve poco tiempo antes de su captura. Hecho curioso, ¿por qué el chino no había ido a ver sus trampas antes de abandonar la taiga? Quizás en el momento de dar la vuelta fuera sorprendido por una tormenta, que no le permitió seguir las señales hasta el final, o bien cayó enfermo y se encontró impedido para ocuparse de su caza... La cibelina había esperado largo tiempo a su amo; después, en la primavera, con la nieve fundida, vinieron los cuervos a despedazar a picotazos al pequeño y precioso carnívoro, del cual no quedaron más que mechones de pelo y huesecillos.

Yo me acordé de Dersu. Si él hubiera estado allí, habríamos sabido por qué la cibelina se había quedado en esa trampa. Además, él hubiera sabido sacarnos de nuestra difícil situación.

Hacia el mediodía, alcanzamos lo alto de una cima boscosa. Después de discutir la situación, resolvimos descender al valle y costear la corriente de agua. La vertiente este de la cresta, además de ser escarpada, estaba obstruida por árboles desgajados y desprendimientos. Hubo que descender en zigzag, lo que llevó algún tiempo. El arroyo que seguíamos se torció bien pronto hacia el mediodía; tuvimos forzosamente que abandonarlo y franquear todavía algunos contrafuertes. Panachev cumplió su deber en silencio; continuaba marchando a la cabeza y nosotros nos arrastrábamos a continuación. El error cometido era irreparable y no podíamos hacer más que una cosa: encontrar algún arroyo que pudiera conducirnos al río Ula-khé.

A la hora del gran alto, volví a examinar nuestras provisiones. Era evidente que sólo nos quedaban galletas para la comida de la noche; aconsejé, pues, reducir las raciones del día.

Antes de la noche aparecieron por primera vez los pequeños mosquitos que las gentes del país llaman gnouss.Estos insectos de la región ussuriana son un verdadero flagelo de la taiga. Después de su picadura se forma inmediatamente una llaga minúscula y sangrante. Eso causa un prurito violento y que aumenta más aún cuando se lo rasca. Si los insectos son numerosos, no se puede levantar un solo instante la redecilla que se lleva en el rostro. Los gnoussnos ciegan, se adhieren a los cabellos, a las orejas, penetran en las mangas y nos pican en el cuello de una manera insoportable. El rostro se hincha como después de una erisipela. Después la hinchazón disminuye, al cabo de unos tres días, y se llega a crear en el organismo la inmunidad.

Los hombres pudieron aún defenderse contra los gnousscon la ayuda de mosquiteros, pero la suerte de los caballos fue lamentable; sus belfos y sus párpados fueron devorados por los insectos. En vano las pobres bestias sacudieron sus cabezas; nada pudo preservarlas de los torturadores. El mejor medio de defensa contra los gnouss,es la paciencia; un hombre que está desprovista de ella, acaba por llorar combatiendo a los insectos. Bien provistos de esa arma, avanzamos hasta la puesta del sol. Panachev fue a continuación a reconocer los lugares y no volvió al campamento hasta que hubo oscuridad completa. Nos dijo que acababa de ver, desde lo alto de la colina, el valle del Ula-khé y que al día siguiente a mediodía saldríamos de la selva. Esta noticia nos reanimó a todos y los hombres comenzaron a bromear y a reír.

Nuestra cena fue escasa. Las migajas que restaron de nuestros bizcochos fueron distribuidas en partes iguales.

Al día siguiente, apenas acabábamos de abandonar el campamento, encontramos una especie de camino: era una senda de fieras que se dirigía vagamente hacia las alturas. Panachev nos condujo por allí, no sin inquietud por nuestra parte. Pero esta vez resultó ser el verdadero camino. Primero, llegamos a una fanzade tramperos. El bosque de distintas especies, dio lugar a bosques ralos donde no crecían más coníferas. Los caballos presintieron el fin del trayecto y aceleraron la marcha. Por fin, hubo un claro y alcanzamos la linde del bosque.

Llegados, después de algunos minutos de marcha, al borde del río, pudimos ver en la orilla opuesta el pueblo de Kocharovsk. Los habitantes nos trajeron barcas y transportaron nuestras sillas y nuestro equipaje. No fue necesario en absoluto estimular a los caballos; estos inteligentes animales comprendían perfectamente que una alimentación abundante les esperaba al otro lado. Ellos mismos entraron en la corriente y la atravesaron a nado.