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Tras haber logrado salvar este obstáculo, hicimos nuestra entrada en el pueblo, compuesto de ocho casas. Primero, divisamos un rostro de mujer en una de las ventanas; después, un hombre apareció en el camino. Era el starostade la comunidad. Cuando supo quiénes éramos y adonde íbamos, nos invitó a su casa y nos ofreció su albergue. Los cosacos, completamente empapados, no deseaban otra cosa que desensillar sus caballos y encontrar un resguardo.

En la casa del starosta,los suelos estaban lavados cuidadosamente, los techos bien pulidos y las paredes debidamente calafateadas. Al desnudarnos, no pudimos menos de ensuciar aquel interior, lo cual nos hizo sentir confusos.

—Está bien, está bien —nos tranquilizó nuestro huésped—. Las mujeres van a limpiarlo todo. ¡Vaya un tiempo! No se sale limpio de la taiga...

Al cabo de unos minutos, aparecieron sobre la mesa pan caliente, miel, huevos y leche todo lo cual atacamos con apetito, o mejor dicho, con avidez.

Cuando nos informamos sobre la ruta a seguir hacia el pueblo de Kocharovsk, se nos respondió que no existía ninguna y que, de todos los habitantes de Zagornaya, sólo un tal Panachev podía conducirnos, franqueando las alturas vecinas.

Nuestro huésped lo mandó a buscar. Panachev llegó en seguida. Parecía haber pasado la cuarentena. Su barba, que al parecer no se cortaba jamás, era una poblada mata. Tenía un aspecto como si acabara de salir de la cama y no hubiera tenido tiempo de peinarse Al entrar en la isba, Panachev hizo tres signos de la cruz delante de los iconos y continuó con tres saludos tan profundos que llegaba a tocar el suelo con la mano. Sus largos cabellos le descendían sobre los ojos, y no cesaba de sacudir la cabeza para echárselos hacia atrás.

—Buenos días a todo el mundo —dijo en voz baja. Después, retrocedió hacia la puerta y se puso a estrujar su gorro.

Le propusimos que nos condujera a Kocharovsk y aceptó de buena gana.

—Bueno, iré —respondió, simplemente haciendo sentir por su entonación que estaba dispuesto a prestar un servicio y a obedecer, pero que era al mismo tiempo consciente de ser el único que conocía el camino.

Decidimos partir al día siguiente, si la lluvia cesaba.

Era el día 31 de mayo, y al alba me precipité hacia la ventana. La lluvia había cesado, pero hacía un tiempo gris y húmedo. La niebla envolvía las montañas como un sudario. En medio de esta niebla, apenas si se distinguía el valle, un bosque y construcciones imprecisas al borde del río. Pero desde el momento que dejó de llover, se podía continuar la marcha, si bien nos retardamos un poco a causa de que el pan no estaba todavía presto.

A las diez, precedidos por Panachev, abandonamos el pueblo. Tuvimos que franquear primero el desfiladero de la cumbre que separaba los ríos Daubi-khé y Ula-khé, para caminar después a lo largo de un curso de agua de nombre no determinado y llegar hasta el Fudzin.

Poco a poco, el tiempo se serenó completamente; la bruma se dispersó, pequeños hilos de agua surcaron el suelo, las flores mojadas elevaron sus cálices, y los insectos reanudaron sus vuelos sobre nuestras cabezas. Panachev nos condujo sin rumbo fijo, guiándose según las señales del terreno. La taiga ussuriana no es en modo alguno un bosquecillo, sino una selva primitiva donde los árboles están enmarañados con viñas salvajes y con lianas. Cuando penetramos en aquellos bosques fue necesario hacer uso de nuestras hachas.

Panachev nos decía que a él, desprovisto de toda carga, le había bastado un día para ir de Zagornaya a Kocharovsk. Es cierto que él contaba un día como una jornada entera, desde el alba hasta el crepúsculo. Como nuestra marcha se retardaba a causa de los fardos, esperábamos cubrir la misma distancia en dos días, previendo así que pasaríamos una sola noche en el bosque.

Hacia el mediodía, hicimos el gran alto. Los hombres comenzaron a desnudarse a fin de quitarse unos a otros las garrapatas que se habían adherido a su piel. Panachev, el desgraciado, no hacía más que rascarse, pues los insectos se habían abatido sobre su barba y su cuello. Después de los hombres, tocó el turno a los perros. Estos inteligentes animales, comprendiendo muy bien de qué se trataba, soportaron la operación con relativa paciencia. Pero no ocurrió lo mismo con los caballos, que sacudieron la cabeza y se debatieron violentamente. Hicieron falta muchos esfuerzos para desembarazarlos de los parásitos que se habían incrustado en sus labios y hasta en sus párpados.

Después del té, Panachev nos precedió de nuevo, seguido de los tiradores con sus hachas. Por la noche los hombres se agruparon, como es habitual, alrededor de la hoguera. Nuestro guía, sentado aparte, comía en silencio su pan y recogía las migajas. Los cosacos abrieron sus bolsas, ajustaron sus mosquiteros y prepararon la cena. Algunos de ellos, se quitaron incluso su ropa interior para desprender las garrapatas, apestando el lugar.



—¡Oiga, buen hombre! ¿Cuántas verstas hay de aquí a Kocharovsk? —preguntó a Panachev uno de los cosacos.

—Pues, ¿quién sabe? ¿Acaso se ha medido la taiga? ¡La taiga es la taiga! Tendríamos que llegar mañana —respondió el viejo creyente. Pero sus últimas palabras dejaban percibir, sin embargo, cierta incertidumbre.

—¿Tú conoces bien estos lugares? —volvió a preguntar el cosaco.

—No tanto como todo eso. Dos veces me ha sucedido equivocarme un poco. Pero vamos, creo que acabaremos por pasar.

Al día siguiente era el primero de junio.

En el transcurso de la ruta, nuestro destacamento se dividió en tres secciones. La vanguardia marchaba conducida por Panachev; después, venían las bestias de carga; el resto, al fin, les seguía. Nosotros avanzábamos muy lentamente; a menudo había que detenerse para dar tiempo para abrir camino a los trabajadores de vanguardia. Hacia el mediodía, los caballos se detuvieron súbitamente, por las buenas.

—¡Avanzad un poco! —resonaron en seguida detrás las voces impacientes.

—¡Esperad!, el guía ha perdido las señales —respondieron los de delante.

Pero, ¿adónde ha ido a parar?

—¡Diantre!, ha ido a buscar una ruta cualquiera.

Al cabo de unos veinte minutos, Panachev regresó, pero bastaba mirarlo para adivinar cómo estaban las cosas. Nuestro guía tenía la cara sudorosa y fatigada, la mirada perpleja, los cabellos enmarañados.

—Bueno, ¿dónde están esas señales? —le preguntaron.

—Deben encontrarse más a la izquierda. Tenemos que ir hacia allá —dijo él, señalando la dirección nordeste.

Nos volvimos a poner en marcha. Pero Panachev no tenía ya la seguridad inicial; se volvía tan pronto hacia la derecha como en otro sentido, terminando incluso por cambiar completamente de opinión. Entonces, el sol que acabábamos de tener de frente se colocaba a nuestra espalda. Se notaba que nuestro guía avanzaba al azar. Traté de detenerlo para preguntarle, pero estos interrogatorios no hacían otra cosa que confundirlo más. Se reunió un pequeño consejo, en el curso del cual uno de nosotros votó por deshacer camino hasta las entalladuras localizadas anteriormente. Pero Panachev afirmaba que no necesitaría el camino y que le bastaría llegar al desfiladero para orientarse y tomar la buena dirección.