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–Camarada teniente, nos vamos. Pero transmítale a quien mande aquí, al general o más arriba, ¡que esto está mal! Como viejo soldado se lo digo: es una injusticia.
–No sé lo que es justo ni lo que no lo es: no tengo derecho a juzgar las órdenes. Y para que en adelante estéis enterados, tengo orden de deciros que este cementerio va a ser liquidado.
–¿Ana-Beit? –se impresionó Dlí
–Sí. Si es que se llama así.
–¿Y por qué? ¿A quién estorba este cementerio? –se indignó Dlí
Habrá allí una microzona.
¡Sorprendente! –Dlí
–Así está previsto en el plano.
–Oye, ¿quién es tu padre? –preguntó cara a cara Burani Yediguéi al teniente Tansykbáyev.
Éste se sorprendió mucho.
–¿Y eso a qué viene ahora? ¿A usted qué le importa?
–Me importan muchas cosas que no debes decirnos tú a nosotros; que deben decírnoslas los que han tenido la idea de destruir nuestro cementerio. ¿Acaso no han muerto tus padres o no vas a morir tú?
–Esto no tiene ninguna relación con el asunto.
–Muy bien, tratemos del asunto. Entonces, camarada teniente, que me escuche el jefe más alto que tengáis aquí, exijo que se me permita presentar mi queja a vuestro jefe más alto. ¡Dile que un viejo soldado del frente, el habitante de Sary-0zeki Yediguéi Zhangueldín, quiere decirle un par de palabras!
–No puedo hacerlo. Tengo ya órdenes de cómo proceder.
–¿Y qué puedes hacer? –volvió a intervenir el yerno alcohólico. Y añadió con desesperación–: ¡Hasta un guardia urbano sería mejor!
–¡Cesad ese desorden! –se enderezó muy pálido el jefe de guardia–. ¡Basta! ¡Llevaos a éste de la barrera y dejad la carretera libre de tractores!
Yediguéi y Dlí
/Sagan zhol da zhetpeidi, sagan zher da zhetpeidi! ¡Urdim sendeidin ausin! [38] .
Sabitzhán, que hasta entonces se había mantenido en silencio, paseándose sombríamente, algo apartado, decidió dar la medida de su persona saliéndoles al encuentro:
–¡Bien, y qué! ¡Con un palmo de narices! ¡Así había de ser! ¡Se acabó Ana-Beit! ¡Faltaría más! ¡Y ahora volvéis como perros apaleados!
–¿Quién es un perro apaleado? –se arrojó sobre él el yerno alcohólico muy enfurecido–. ¡Si hay un perro entre nosotros lo serás tú, canalla! ¿Qué diferencia hay entre aquel que está allí y tú? Y aún te vanaglorias: «¡Soy un hombre de Estado!». ¡Tú no eres un hombre de nada!
–¡Y tú, borrachín, contén la lengua! –le amenazó con voz chillona Sabitzhán para que le oyeran en el puesto de guardia–. ¡Yo, en su lugar, castigaba tus palabras mandándote al fin del mundo, para que ni tu olor anduviera cerca de aquí! ¿Qué beneficio das a la sociedad? ¡A los hombres como tú habría que liquidarlos!
Con estas palabras, Sabitzhán se volvió de espaldas como diciendo: «Me importáis un comino tanto tú como los que van contigo». Y mostrando de pronto mucha actividad, como si fuera el amo, empezó a tomar disposiciones en voz alta y conminatoria, ordenando a los tractoristas:
–¿Qué hacéis ahí con la boca abierta? ¡Adelante, poned en marcha los tractores! ¡Nos iremos como vinimos! ¡A la madre que nos parió! ¡Venga, media vuelta! ¡Basta! ¡He sido un tonto! He escuchado a los demás.
Kalibek puso en marcha su tractor e hizo girar con cuidado el remolque al tiempo que el yerno alcohólico ocupaba de nuevo su sitio junto al cadáver. Pero Zhumagali esperaba a que Yediguéi desatara a su Karanardel cangilón de la excavadora. Al verlo, Sabitzhán no se contuvo sino que por el contrario le metió prisa:
–¿Por qué no pones en marcha el motor? ¡Adelante! ¡No importa! ¡Da marcha atrás! ¡Pues vaya un entierro! ¡Estuve en contra desde el primer momento! ¡Y ahora, basta! ¡A casa!
Mientras Burani Yediguéi montaba en el camello –primero tenía que obligarle a echarse, luego encaramarse a la silla, y después levantarle– los tractores tomaban ya el camino en la dirección inversa. Ahora rodaban sobre sus propias huellas. Y ni tan sólo le esperaban. Era por Sabitzhán que, sentado en el primer tractor, les metía prisa...
Y por el cielo revoloteaba el mismo milano. Observaba desde arriba al perro pardo, que por algún motivo le irritaba con su conducta despreocupada, y le iba siguiendo. Era incomprensible que el perro no echara a correr al ponerse en marcha los tractores y se quedara junto al hombre del camello esperando a que éste montara. Luego fue trotando tras él.
Los hombres de los tractores, seguidos por el jinete del camello, y tras éste el perro pardo que corría al galope, avanzaron de nuevo por Sary-Ozeki en dirección al despeñadero de Malakumdychap, donde en un saliente, dentro de uno de los disimulados reguerones del terreno, tenía su nido el milano. En otra época del año, el milano habría estado inquieto, habría lanzado chillidos de alarma, y aunque se habría mantenido alejado, no habría perdido de vista a los intrusos; luego, acelerando su vuelo, habría llamado a su compañera, que cazaba por la vecindad en sus legítimas tierras, para que se uniera a él por lo que pudiera pasar, por si era preciso defender el nido, pero esta vez el milano de blanca cola no se intranquilizó en absoluto: los polluelos hacía tiempo que tenían plumas y que habían abandonado el nido. Reforzando día a día sus alas, los pequeños milanos de ambarinos ojos y curvo pico llevaban ya una vida independiente, tenían sus posesiones en el distrito de Sary-Ozeki y no acogían ahora demasiado amistosamente al viejo milano cuando éste echaba un vistazo a sus tierras...
El milano vigilaba a los hombres que ahora seguían el camino opuesto, pero lo hacía por su costumbre de ver todo lo que sucedía dentro de los límites de su cazadero. Y despertaba en él especial curiosidad el velludo perro pardo, que se encontraba inseparablemente junto a las personas. ¿Qué le relacionaba con ellas? ¿Por qué no cazaba por su cuenta en lugar de correr moviendo la cola tras de aquellos que se ocupaban de sus asuntos? También atraían la atención del milano unos objetos brillantes que había en el pecho del hombre que cabalgaba sobre el camello. Precisamente por esto, advirtió en seguida que el hombre del camello, que iba detrás de los tractores, torcía bruscamente hacia un lado, atravesaba en diagonal un prado seco y adelantaba, cortándoles el camino, a los tractores que rodeaban el prado. Arreaba al camello, cada vez más de prisa, blandía el látigo, los objetos brillantes de su pecho bailoteaban y tintineaban, el camello corría vivamente con amplios y largos pasos, y el perro pardo había pasado al galope...
Eso duró un cierto tiempo hasta que el hombre del camello adelantó a los tractores por uno de los lados y se detuvo en mitad del camino a la entrada del cañón de Malakumdychap. Los tractores frenaron ante él: