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–¿Quiénes son los forasteros? ¿Sois vosotros? –preguntó dirigiéndose a Burani Yediguéi.

Biz, bizgoi, karaguim, Ana-Beinitke zhetpei turip kaldik. Kalai da bolsa, zhardamdesh karaguin [37]–dijo Yediguéi, procurando que las condecoraciones de su pecho estuvieran a la vista del joven oficial.

Eso no produjo ninguna impresión en el teniente Tansykbáyev, quien se limitó a toser secamente, y cuando el anciano Yediguéi intentó de nuevo hablar, le previno fríamente:

–Camarada forastero, diríjase a mí en idioma ruso. Estoy de servicio –aclaró frunciendo sus negras cejas sobre los sesgados ojos.

Burani Yediguéi se turbó muchísimo:

–Eh, eh, perdone, perdone. Perdone si lo hice mal. Y se calló confuso, perdido ya el don de la palabra y olvidado el pensamiento que se disponía a manifestar.

–Camarada teniente, permítame exponer nuestra petición –se adelantó Dlí

–Expóngala, pero sea breve –le previno el jefe de guardia.

–Un momento. Que esté presente también el hijo del difunto. –Dlí

Pero éste, que se paseaba un poco apartado, se limitó a decir con un gesto de disgusto:

–Pedidlo vosotros mismos.

Dlí

–Perdone, camarada teniente, está ofendido de que las cosas se presenten así. Es el hijo del difunto, de nuestro Kazangap. Allí también está su yerno, ve, aquel del remolque.

El yerno pensó, al parecer, que requerían su presencia y empezó a descender del remolque.

Estos detalles no me interesan. Expongan el asunto –pidió el jefe de guardia.

–Muy bien.

–Brevemente y por orden.



–Muy bien. Brevemente y por orden.

Dlí

No obstante, humillado y confuso, Yediguéi advertía claramente que una ola de indignación se levantaba en él, que la sangre circulaba ardiente y furiosamente por su corazón, y, conociéndose a sí mismo y sabiendo lo peligroso que sería para él ceder a la llamada de la ira, procuraba ahogarla con un gran esfuerzo de voluntad. No, no tenía derecho a perder el control mientras el cadáver estuviera aún en el remolque, por enterrar. No es propio de un anciano indignarse y levantar la voz. Así lo pensaba apretando los dientes y tensando los músculos de la boca para no delatar, ni con una palabra ni con un gesto, lo que estaba pasando en aquel momento.

Como Yediguéi esperaba, la conversación entre Dlí

–No puedo ayudarlos de ninguna manera. La entrada en el terreno de la zona está rigurosamente prohibida a toda persona ajena a ella –dijo el teniente después de escuchar a Dlí

–No lo sabíamos, camarada teniente. De otro modo no habríamos venido. ¿Para qué, digo yo? Pero ahora, puesto que ya nos encontramos aquí, pídale a su jefe que nos permita enterrar a un hombre. No podemos llevárnoslo de vuelta.

–Ya he informado por conducto oficial. Y he recibido la orden de no permitir el paso a nadie bajo ningún pretexto.

–Pero ¿qué pretexto es ése, camarada teniente? –se asombró Dlí

–Le digo una vez más, camarada forastero, que aquí no se permite la entrada a nadie.

–¿Qué significa «forastero»? –levantó de pronto la voz el yerno alcohólico, hasta entonces callado–. ¿Quién es el forastero? ¿Somos nosotros los forasteros? –dijo, al tiempo que su rostro fláccido y picado de viruela se ponía de color púrpura, y sus ojos se tornaban azulados.

–Precisamente: ¿desde cuándo somos forasteros? –le apoyó Dlí

Procurando no traspasar los vagos límites de lo permitido, el yerno alcohólico no levantó la voz, comprendiendo que hablaba mal el ruso, se limitó a decir, reteniendo y corrigiendo las palabras:

–Es nuestro cementerio de Sary-Ozeki. Y nosotros, nosotros, el pueblo de Sary-Ozeki, tenemos derecho a enterrar aquí a nuestras gentes. Cuando en tiempos remotos enterraron aquí a Naiman-Ana, nadie sabía que habría una zona cerrada.

–No tengo intención de discutir con vosotros –declaró como respuesta el teniente Tansykbáyev–. Como jefe del servicio de guardia en este turno, os digo una vez más: no hay ni habrá permiso de entrada en el territorio de la zona vigilada bajo ningún motivo.

Siguió un silencio. «¡Tengo que contenerme, que no insultarle!» Forzándose a sí mismo de esta manera, Burani Yediguéi miró fugazmente al cielo y volvió a ver al milano que revoloteaba suavemente en la lejanía. Y envidió de nuevo a aquella ave fuerte y calmosa. Y decidió que no había por qué continuar probando fortuna, que tenían que marcharse, pues no iban a entrar por la fuerza. Y mirando una vez más al milano, Yediguéi dijo: