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—¿Y dónde está ahora?

—Ahora está ocupada.

—Bien —dijo Víktor y miró también el reloj—. A las cuatro o las cinco, en las Puertas del Sol.

Tenía muchas ganas de irse, era insoportable estar allí de pie, en el centro de la atención de aquella reunión silenciosa.

—Quizá a las seis —dijo Gólem.

—En las Puertas del Sol... —repitió Víktor—. Allí, donde está la villa de nuestro doctor.

—Exactamente —dijo Gólem—. Diríjase a la villa y espere allí.

—Me parece que simplemente me está echando.

—Sí —dijo Gólem; de repente, clavó los ojos en el rostro de Víktor, mirándolo con interés—. Víktor, ¿acaso no tiene muchas ganas de largarse de aquí?

—Tengo ganas de dormir —dijo Víktor como al descuido—. Llevo dos noches sin dormir. —Agarró a Gólem por un botón y lo llevó al vestíbulo—. Está bien, me voy. Pero, ¿qué pandemia es ésta? ¿Celebran un congreso?

—Sí.

—¿O han iniciado una rebelión?

—Sí.

—¿O ha comenzado la guerra?

—Sí —insistió Gólem—. Sí, sí, sí. Lárguese de aquí.

—Está bien —dijo Víktor; giró para marcharse, pero se detuvo—. ¿Y Diana?

—Ella no corre ningún peligro. Yo tampoco. Ninguno de nosotros corre ningún peligro. En todo caso, hasta las seis. Quizás hasta las siete.

—Lo hago responsable de Diana —dijo Víktor en voz baja.

—Soy responsable de todo. —Gólem sacó un pañuelo y se lo pasó por el cuello.

—¿Sí? Preferiría que respondiera solamente por Diana.

—Estoy harto de usted —dijo Gólem—. Oh, qué harto estoy de usted, patito bello. Diana está con los niños. Diana no corre ningún peligro. Lárguese. Tengo que trabajar.

Víktor se dio la vuelta y caminó hacia la escalera. Zurzmansor no estaba en la recepción, donde solamente ardía la bombilla encima del grueso cuaderno con tapas de hule.

—Bánev —la voz de Kvadriga le llegó desde algún rincón oscuro—. ¿Adonde vas? Vámonos.

—¡No puedo andar por la lluvia en chancletas! —respondió Víktor molesto, sin volverse.

«Nos han echado —pensó—. Nos han echado del hotel. Y quizá nos han echado del ayuntamiento. Y hasta de la ciudad... ¿Qué pasará después?» En su habitación se cambió de ropa con prontitud y se puso el impermeable. Kvadriga no se apartaba de él.

—¿Qué, no te cambias la bata? —preguntó Víktor.

—Es abrigada. Tengo otra en casa.





—Cretino, ve a vestirte.

—No iré —replicó Kvadriga con firmeza.

—Vamos juntos —propuso Víktor.

—No. Y no tenemos que ir juntos. Pero no te preocupes, voy bien... Estoy habituado...

Kvadriga era como un caniche que quería salir a pasear. Daba saltitos, miraba a los ojos, jadeaba, daba tirones a la ropa, corría hasta la puerta y regresaba. No tenía sentido convencerlo de nada. Víktor le tiró su viejo impermeable y quedó pensativo. Sacó de la mesa sus documentos y el dinero, lo distribuyó todo por los bolsillos, cerró la ventana y apagó la luz. A partir de ese momento se dejó guiar por Kvadriga.

El doctor honoris causa, bajando la cabeza, lo arrastró velozmente por los pasillos, por la escalera de servicio, le hizo atravesar la cocina, oscura y fría, lo empujó a través de la puerta hacia el aguacero, hacia una impenetrable oscuridad, y salió detrás de él.

—¡Gracias a Dios que hemos salido! —dijo—. ¡Vámonos corriendo!

Pero no podía correr. Le faltaba el aire, y estaba tan oscuro que casi había que caminar al tacto, apoyándose en las paredes. Lo único que quizá se podía adivinar con la ayuda de las farolas callejeras que ardían a media potencia era la dirección del camino. Por algunos lugares escapaban destellos rojizos a través de grietas y cortinas. La lluvia caía con ferocidad, pero se veían algunas personas en la calle. A veces intercambiaban unas palabras a media voz, o gemía un niño de pecho, en dos ocasiones pasaron camiones grandes, un carretón con ruedas metálicas atronó sobre el asfalto.

—Todos huyen —balbuceó Kvadriga—. Todos se largan. Sólo nosotros nos arrastramos...

Víktor callaba. Caminaban por los charcos, se les había empapado el calzado, por la cara les corría un agua tibia. Kvadriga se agarraba como unas tenazas, todo aquello era tonto, algo idiota, tendrían que arrastrarse a través de toda la ciudad y no se veía cómo terminaría todo aquello. Víktor tropezó con una tubería de desagüe y algo crujió.

—Bánev, ¿dónde estás? —gritó lastimeramente Kvadriga en cuanto se separó de él.

Mientras se buscaban mutuamente en la oscuridad, sobre sus cabezas se abrió un ventanuco.

—¿Qué se dice? —susurró una voz.

—Pues nada, todo está oscuro —respondió Víktor.

—¡Exacto! —asintió la voz, con entusiasmo—. Y tampoco hay agua... Me alegro de que llenásemos un bidón.

—¿Y qué va a pasar? —preguntó Víktor, mientras retenía a Kvadriga, que intentaba seguir adelante.

—Anunciarán la evacuación —dijo la voz tras un corto silencio—. ¡Qué vida ésta! —Y el ventanuco se cerró.

Siguieron caminando. Kvadriga, que se agarraba a Víktor con ambas manos, comenzó a narrarle a tropezones cómo despertó asustado, bajó y vio aquel conciliábulo... Se dieron de bruces con un camión, lo rodearon a ciegas y tropezaron con un hombre que llevaba un bulto. Kvadriga gritó de nuevo.

—¿Qué pasa? —preguntó Víktor con furia.

—Me ha golpeado —le informó Kvadriga, ofendido—. Me ha pegado en el hígado con una caja.

Sobre las aceras, en cualquier posición, había coches abandonados, neveras, aparadores, jardines enteros de plantas en sus macetas. Kvadriga chocó con un armario, cuyas puertas de espejo estaban abiertas. Después se enredó con una bicicleta. Víktor se enfurecía paulatinamente. En una esquina los detuvieron, les iluminaron el rostro con una linterna. Hubo un destello de cascos militares mojados.

—Patrulla militar —informó una voz grosera, de acento sureño—. Sus documentos.

Por supuesto, Kvadriga no tenía documento alguno y al instante se puso a gritar que era doctor, que era un laureado, que conocía personalmente a...

—Paisanos —dijo despectiva la voz grosera—. Dejadlos pasar.

Cruzaron la plaza urbana. Delante de la jefatura de policía se amontonaban coches con los faros encendidos. De un lado para otro, sin sentido, se paseaban los camisas doradas, haciendo brillar el latón de sus cascos de bomberos, se escuchaban órdenes estentóreas, indescifrables. Era obvio que aquél era el centro del pánico. El resplandor de los faros iluminó el camino durante cierto tiempo, y después retornó la oscuridad.