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Kvadriga había dejado de mascullar, se limitaba a jadear y gemir. Tropezó y cayó varias veces, arrastrando consigo a Víktor. Estaban enfangados, como cerdos. Víktor estaba completamente atontado y ya no se quejaba, una manta de apatía y sumisión envolvía su cerebro, solamente tenía que andar, andar y andar, ese día y el siguiente, echar a un lado a las personas invisibles con las que se tropezaba, levantar del suelo a Kvadriga una y otra vez agarrándolo por el cuello de la bata empapada, lo único que no se podía hacer era detenerse, y en ningún caso volver atrás. Un recuerdo le pasó por la mente, algo ocurrido mucho tiempo atrás, algo vergonzoso, amargo, inverosímil, sólo que en aquella ocasión se veía un resplandor, las calles estaban llenas de personas hechas papilla, a lo lejos se escuchaban truenos y estallidos, el horror estaba a sus espaldas y en derredor sólo había casas abandonadas con ventanas cruzadas por tiras de papel engomado, el aire estaba lleno de cenizas, olía a papel quemado y un coronel alto, que llevaba el uniforme de gala de los húsares de la guardia, salió al porche de un hermoso chalet donde ondeaba la bandera nacional, se quitó la gorra y se pegó un tiro, mientras nosotros, andrajosos y ensangrentados, fieles y traicionados, vestidos también de húsares, pero entonces casi desertores, silbábamos, nos burlábamos, chillábamos y alguien clavó lo que quedaba de su sable en el cuerpo del coronel...
—¡Deténganse! —susurró alguien en la oscuridad y algo muy conocido se apoyó en el pecho de Víktor, que al instante levantó las manos.
—¡Cómo se atreve! —chilló R. Kvadriga a espaldas del hombre.
—Silencio —ordenó la voz.
—¡Socorro! —gritó Kvadriga.
—Cállate, imbécil —le dijo Víktor—. Me rindo, me rindo —se dirigió a la oscuridad, desde donde alguien respiraba pesadamente y le apuntaba el cañón de un fusil automático.
—¡Voy a disparar! —avisó la voz, asustada.
—No es necesario —dijo Víktor, que tenía seca la garganta—. Nos rendimos.
—¡Quítese la ropa! —ordenó la voz.
—¿Qué dice?
—Quítese los zapatos, el impermeable, los pantalones...
—¿Para qué?
—¡Rápido, rápido! —siseó la voz.
Víktor miró con atención, bajó las manos, se echó a un lado, agarró el fusil y levantó el cañón con brusquedad. El asaltante chilló, dio un tirón, pero por alguna razón no disparó. Comenzaron a empujarse, quitándose mutuamente el arma.
—Bánev, ¿dónde estás? —chilló Kvadriga, desesperado.
Al tacto y por el olor, el hombre del fusil era un soldado. Se resistió un tiempo, pero Víktor era mucho más fuerte.
—Basta ya —masculló Víktor entre dientes—. Basta... Quédate quieto o te parto la cara.
—¡Déjeme ir! —chilló el soldado, que aún se resistía débilmente.
—¿Para qué quieres mis pantalones? ¿Quién eres?
El soldado se limitaba a jadear.
—¡Víktor! —gritaba Kvadriga, ahora más lejos.
Por la esquina apareció un coche, que iluminó por un segundo con sus faros un rostro pecoso conocido y unos ojos redondos de terror, y desapareció enseguida.
—Yo te conozco —dijo Víktor—. ¿Por qué andas asaltando a la gente? Dame las municiones. —El soldado, enredándose con el casco, se quitó el correaje—. Dime ahora para qué necesitas mis pantalones. ¿Vas a desertar? —El soldado resopló. Era un soldadito simpático, pecoso—. Habla.
—De todos modos, a mí ya... —balbuceó el soldadito entre sollozos, se había echado a llorar—. De todos modos, me fusilarán. He abandonado mi puesto. He huido, no sé dónde meterme ahora... ¿Me deja ir, señor? No soy malo, no soy un criminal, no me entregue.
Lloraba, daba sorbetones y seguramente se limpiaba las narices en la oscuridad con la manga del capote, lastimero como todos los desertores, asustado como todos los desertores, dispuesto a todo.
—Está bien —dijo Víktor—. Vendrás con nosotros. No te entregaremos. Ya encontraremos algo de ropa. Vamos, no te retrases.
Echó a andar y el soldadito lo siguió, sollozando todavía.
Encontraron a Kvadriga por sus aullidos perrunos. Ahora, Víktor llevaba un fusil automático colgando del cuello, de su brazo izquierdo se agarraba, temblando aún, el soldadito sollozante, y del derecho Kvadriga, que aullaba en voz baja. Qué locura. Claro que podía devolverle el fusil sin balas al chiquillo y darle un par de bofetadas. Pero no, lo compadecía. Sentía lástima por aquel mocoso y seguramente el fusil les sería útil. Hemos consultado con el pueblo y existe la opinión de que es prematuro desarmarse. En los futuros combates, el fusil automático podría ser de gran utilidad...
—Dejaos de lloriquear. Van a venir las patrullas.
Ambos callaron, y cinco minutos después, cuando las luces mortecinas de la estación de autobuses aparecieron delante de ellos, Kvadriga dio un tirón al brazo derecho de Víktor.
—Hemos llegado —susurró con alegría—, gracias a Dios...
Por supuesto, Kvadriga había olvidado la llave del portón en los pantalones abandonados en el hotel. Maldiciendo, treparon la cerca; maldijeron también, mientras atravesaban los arbustos empapados y estuvieron a punto de caer en la fuente. Finalmente, llegaron al portal, echaron abajo la puerta y entraron en el salón. Buscaron el interruptor, y el recinto se llenó de un resplandor rojizo. Víktor se dejó caer en el butacón más cercano. Mientras Kvadriga corría por la casa en busca de toallas y ropa seca, el soldadito se desnudó hasta quedarse en paños menores, hizo un bulto con el uniforme y lo escondió bajo el sofá. Después de eso se tranquilizó un poco y dejó de sollozar. Kvadriga regresó a los pocos minutos, y los tres estuvieron un rato frotándose encarnizadamente con las toallas y cambiándose de ropa.
En el salón reinaba el caos. Todo estaba vuelto del revés, tirado por todas partes, encharcado. Los libros yacían entremezclados con trapos polvorientos y lienzos enrollados. El vidrio crujía bajo los pies, había tubitos arrugados de pintura, el televisor mostraba el rectángulo vacío de la pantalla y la mesa estaba cubierta de vajilla sucia con restos de comida descompuesta. En general, había de todo tirado por los rincones, en la oscuridad no se podía distinguir claramente. El olor reinante en la casa era tal que Víktor no pudo aguantar y abrió la ventana de par en par.
Kvadriga se dedicó a poner orden. Primero agarró el borde de la mesa, la levantó y lo tiró todo al suelo. Después, limpió la mesa con la bata mojada, fue corriendo a alguna parte, regresó de allí con tres copas de cristal que harían las delicias de un anticuario y con dos botellas cuadradas. Temblando por la impaciencia, retiró los tapones y llenó las copas.
—A vuestra salud... —balbuceó confuso, agarró su copa y se la llevó a los labios, con los ojos entrecerrados previamente por el deleite presentido.