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—¿Bánev, estás ahí?

—Idiota —masculló a media voz, fue al vestíbulo y giró la llave. R. Kvadriga entró presuroso a la habitación. Vestía un batín, estaba despeinado, con ojos desencajados.

—Gracias a Dios, que al menos tú estás aquí —dijo, de inmediato—. Hubiera podido volverme loco... Oye, Bánev, hay que largarse... Vámonos, ¿eh? Vámonos de aquí, Bánev... —Agarró a Víktor por la camisa y lo arrastró al pasillo—. Vámonos, no es posible seguir...

—Estás loco —repuso Víktor, mientras se soltaba—. Vete a dormir, borrachín. Son las tres.

Pero Kvadriga logró agarrarlo de nuevo por la camisa, y Víktor descubrió, asombrado, que el doctor honoris causa estaba totalmente sobrio, ni siquiera olía a alcohol.

—No podemos dormir. Hay que escapar de este edificio maldito. ¿Ves lo que ha pasado con la luz? Moriremos aquí... En resumen, hay que largarse de la ciudad. Tengo un coche en la villa. Vámonos. Me iría solo, pero tengo miedo a salir a la calle.

—Aguarda, suéltame —dijo Víktor—. Primero serénate.

Hizo que Kvadriga entrara a la habitación, lo obligó a sentarse en el butacón y fue al baño a buscar un vaso de agua. Kvadriga se levantó enseguida de un salto y lo siguió.

—Estamos solos tú y yo, no queda nadie —dijo—. Gólem no está, el recepcionista no está, el gerente no está...

Víktor abrió el grifo. Hubo un gorgoteo y salieron unas escasas gotas.

—¿Qué, quieres agua? Vamos, tengo una botella entera. Pero rápido. Y juntos.

Víktor golpeó el grifo. Cayeron unas gotas más y el gorgoteo cesó.

—¿Qué ocurre? —preguntó Víktor mientras el miedo le helaba las venas—. ¿La guerra?

—Nada de guerra... —Kvadriga hizo un ademán—. Hay que largarse antes de que sea tarde, y él pregunta si hay guerra...

—¿Y por qué hay que largarse?

—Te lo cuento por el camino —respondió Kvadriga con una risita idiota.

Víktor lo apartó con el codo, salió de la habitación y se dirigió abajo, a la recepción. Kvadriga lo seguía, a pasitos cortos.

—Oye —balbuceaba—, vámonos por la puerta de servicio... Sólo tenemos que salir, tengo un coche ahí. Ya tiene combustible, lo he recogido todo... Lo presentí, Dios mío... Bebamos un vodka y nos vamos, aquí no queda ni siquiera vodka...

En el pasillo las lámparas de plafón, semejantes a enanitos rojos, apenas alumbraban; en la escalera no había luz, tampoco en el vestíbulo, sólo en el puesto del recepcionista había una bombilla encendida. Alguien estaba allí sentado, y no se trataba del empleado.

—Vamos, vamos —dijo Kvadriga en un susurro y tiró de Víktor en dirección a la salida—. No vayas allí, es un mal lugar...

Víktor se libró de él y echó a andar hacia la recepción.

—Qué desorden hay aquí... —comenzó a decir y calló.

Allí estaba sentado Zurzmansor.





Zurzmansor ocupaba el lugar del recepcionista y escribía deprisa en un grueso cuaderno.

—Bánev —dijo, sin levantar la cabeza—. Todo ha terminado, Bánev. Adiós. Y no olvide nuestra conversación.

—No tengo intención de marcharme —repuso Víktor, con voz entrecortada—. Quiero averiguar qué pasa con la corriente y el agua. ¿Lo han hecho ustedes?

—No —contestó Zurzmansor alzando el rostro amarillento—. No trabajamos más. Adiós, Bánev. —Por encima del mostrador le tendió la mano enfundada en un guante. Víktor se la tomó de forma maquinal, percibió el apretón y lo devolvió—. Así es la vida. El futuro lo crea uno, pero no es para él. Seguramente usted ya se ha dado cuenta de ello. O lo comprenderá pronto. Esto tiene que ver más con usted que con nosotros. Adiós. —Hizo un gesto con la cabeza y se puso nuevamente a escribir.

—¡Vámonos! —susurró Kvadriga al oído de Víktor.

—No entiendo nada —pronunció Víktor, elevando tanto la voz que retumbó en el vestíbulo—. ¿Qué está ocurriendo aquí?

No quería que hubiera silencio en el vestíbulo. No quería sentirse allí como un extraño. El extraño en aquel lugar no era él, y Zurzmansor no tenía por qué estar sentado en la recepción a las tres de la mañana. Y no me podrán intimidar, yo no soy Kvadriga... Pero Zurzmansor no lo escuchaba, no quería escucharlo. Entonces, Víktor se encogió demostrativamente de hombros, giró sobre sí mismo y se encaminó hacia el restaurante. Se detuvo ante las puertas.

La enorme lámpara central emitía una luz mortecina, igual que las lamparitas de pie y los apliques de las paredes. El salón estaba lleno. Los leprosos ocupaban las mesas. Todos eran idénticos, únicamente sus poses eran diferentes. Unos leían, otros dormían y la mayoría, como paralizados, miraban a un punto del espacio. Los cráneos desnudos brillaban, olía a humedad y a medicamentos. Las ventanas estaban abiertas de par en par, en el suelo se veían charcos de agua. No se oía sonido alguno, sólo el chapoteo de la lluvia que llegaba desde fuera.

Un Gólem tenso, preocupado, con aspecto envejecido, apareció ante Víktor.

—¿Por qué está aquí todavía? —preguntó a media voz—. Váyase, no puede estar aquí.

—¿Cómo que no puedo? —preguntó Víktor, irritado de nuevo—. Quiero beber.

—Baje la voz —replicó Gólem—. Creía que ya se había marchado. Llamé a su puerta. ¿Adonde va ahora?

—A mi habitación. Cogeré una botella y me iré a mi habitación.

—Aquí no hay bebidas alcohólicas.

Víktor, en silencio, señaló con el dedo el bar, donde la luz mortecina se reflejaba en las filas de botellas. Gólem miró también en esa dirección.

—No —dijo—. No lo creo.

—¡Quiero beber! —repitió Víktor con terquedad.

Pero no percibía esa terquedad dentro de sí. Más bien actuaba como un gallito. Los leprosos lo miraban. Los que leían habían bajado sus libros, los paralizados habían girado la cabeza, solamente los que dormían seguían durmiendo. Lo miraban decenas de ojillos brillantes, que parecían colgados de la neblina rojiza.

—No vaya a su habitación —lo previno Gólem—. Váyase del hotel. Vaya con Lola... O a la villa del doctor... Sólo hágame saber dónde se encuentra. Yo pasaré a buscarlo. Escúcheme, Víktor, no se deje dominar por la soberbia, haga lo que le digo. Ahora no puedo contarle nada, además sería indecente. Es una lástima que Diana no esté, ella le diría lo mismo...

—¿Y dónde está Diana?

Gólem miró de nuevo por encima del hombro y después echó un vistazo al reloj.

—A las cuatro... o a las cinco... estará en la estación de autobuses, en las Puertas del Sol.