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En los límites occidentales de la capital, en un buen edificio que se encuentra junto a una planta química, vive el consejero titular B. con toda su familia. He aquí una descripción intencionalmente detallada e intencionalmente aburrida de las circunstancias que rodean a nuestro protagonista: tres pequeñas habitaciones, un salón, una mujer gastada, cinco hijos verdosos, una suegra vieja y fuerte que ha abandonado la aldea para mudarse con ellos. La planta química apesta, de día y de noche salen de ella columnas de humos de diferentes colores, el hedor ponzoñoso mata los árboles, pone amarilla la hierba y las moscas mutan de manera salvaje y extraña. El consejero titular lleva varios años desplegando una campaña para acorralar la planta: escribe airadas exigencias a la administración, llorosas peticiones a todas las instancias, feroces artículos satíricos en todos los diarios, intenta sin éxito organizar piquetes frente a la entrada. Sin embargo, la planta se mantiene como un bastión. En la orilla del río, delante de la planta, caen muertos los centinelas envenenados; agonizan los animales de compañía, familias enteras abandonan sus pisos y se marchan a vagabundear; en los diarios aparecen esquelas que hablan de la muerte prematura del director de la planta. La esposa del consejero titular B. fallece, sus hijos, uno tras otro, enferman de asma bronquial. Una noche, en el sótano, adonde ha bajado en busca de leña, encuentra un mortero, escondido ahí en la época de la Resistencia, y una enorme cantidad de proyectiles. Esa misma madrugada sube todo aquello a la buhardilla y abre el ventanuco. Ante él aparece la planta, como en un plano: los obreros se afanan a la luz de los proyectores, las vagonetas van de un lado a otro, nubes de vapores letales, amarillas y verdes, se mueven por el aire. «Te mataré», susurra el consejero titular y abre fuego. Ese día no va a trabajar, tampoco lo hace al siguiente. No duerme, no come, se mantiene agachado bajo el ventanuco y dispara continuamente. De vez en cuando hace un receso para que el cañón del mortero pueda enfriarse. El humo de la pólvora lo ha cegado y los disparos lo han ensordecido. A veces le parece que la niebla química se diluye, y entonces sonríe, se relame y susurra: «Te mataré». Después, cae agotado y se duerme, y cuando despierta ve que los proyectiles casi se han terminado, sólo quedan tres. Los dispara y se asoma por el ventanuco. El amplio patio de la planta está lleno de cráteres, brillan los trozos de vidrio, los costados de los gigantescos depósitos de gas muestran abolladuras, el patio está surcado por un complejo sistema de trincheras, los obreros se mueven dando carreras cortas por esas trincheras, las vagonetas se desplazan más rápido que antes, los conductores de los autocares están protegidos por planchas de metal, y cuando el viento aparta las nubes de gases venenosos, en la pared de ladrillos de las oficinas centrales se descubre un letrero reciente, en letras blancas: ¡ATENCIÓN! DURANTE LOS BOMBARDEOS, ESTE LADO ES PARTICULARMENTE PELIGROSO.

Víktor terminó de leer la última página, encendió un cigarrillo y echó un vistazo a la hoja en blanco que acababa de meter en la máquina de escribir. Ahí había solamente una línea y media:

Al salir de la redacción, el periodista B. sintió deseos de tomar un taxi, pero cambió de idea y bajó al paso subterráneo.

Víktor sabía perfectamente lo que le había ocurrido después al periodista B., pero ya no podía escribir más. En su reloj eran las tres menos cuarto. Víktor se levantó y abrió la ventana de par en par. La calle estaba totalmente a oscuras, y en la negrura las gotas de lluvia lanzaban destellos. Víktor terminó de fumar su cigarrillo junto a la ventana, tiró la colilla a la noche mojada y llamó a la recepción. Le respondió una voz desconocida. Víktor preguntó qué día de la semana era. La voz desconocida, tras una vacilación momentánea, le respondió que era la madrugada del sábado. Víktor pestañeó, colgó el teléfono y arrancó la hoja de la máquina con decisión. Basta. Dos días enteros sin levantarse de allí, sin ver a nadie, sin hablar con nadie, con el teléfono desconectado, sin responder a las llamadas en la puerta, sin Diana, sin bebida, al parecer también sin comida, únicamente un corto descanso en el lecho de vez en cuando, para ver en sueños a la reina de las chinches, sentada en el dintel y moviendo sus bigotes negros. Basta. El periodista B. esperará en el andén a que llegue un tren con el letrero no subir. No va a pasarle nada.

Y mientras tanto, vamos a comer algo, nos lo merecemos... Víktor retiró la máquina de escribir, guardó los manuscritos en un cajón y buscó en el bar vacío. Después, se puso a masticar un trozo de pan viejo con mermelada, mientras se reprochaba amargamente haber vaciado en el lavabo el día anterior media botella de brandy para evitar la tentación, y se alegraba de haber iniciado el ciclo de relatos Tras el telón de la gran ciudad,y había comenzado bien, maravillosamente, de una manera completamente satisfactoria. Aunque, con toda seguridad, tendría que reescribirlo todo.





«Qué raro —pensó—, que esos cuentos se me hayan ocurrido precisamente ahora. ¿Y por qué no hace un año, o hace dos años, cuando estuve pensando en ellos? Ahora debería escribir sobre un perturbado que se cree un superhombre, un buen tema. Fue con eso con lo que comencé. Pero no es la primera vez que me ocurre algo así. Si medito a fondo, tendría que decir que siempre me ocurre igual. Y por esa misma razón es imposible escribir por encargo. Uno comienza a escribir una novela sobre los años mozos del señor Presidente, y lo que sale trata de una isla deshabitada donde viven unos monos extraños, que no se alimentan de bananas sino de los pensamientos de los náufragos... Digamos que aquí hay un vínculo superficial. Siempre lo hay, qué pasa. Habría que profundizar, y a quién se le ocurre profundizar si tras dos días de abstinencia hay ganas de beber. Ahora bajo, el recepcionista siempre tiene algo de beber. Termino de comer y bajo...»

Víktor se estremeció y dejó de masticar. Del negro abismo tras la ventana, a través del murmullo de la lluvia, llegó un sonido semejante al de un martillazo sobre una tabla. «Disparos», pensó Víktor con asombro. Aguzó el oído y prestó atención durante cierto tiempo.

Bien, ¿qué quería decir el autor con sus obras? ¿Qué necesidad tuvo de resucitar los tiempos duros de la posguerra, cuando no era difícil tropezarse con chinches o con mujeres de vida fácil? Quizá el autor quería mostrar el heroísmo y la resistencia de la capital, dirigida por su excelencia... ¡No vale, señor Bánev! ¡No se lo permitiremos! Todo el mundo sabe que, por orden directa del señor Presidente, sólo en la capital, a los propietarios de empresas químicas que contaminan el aire les han sido impuestas multas por una cuantía de... Que gracias a la constante e indeclinable atención personal del señor Presidente, más de cien mil niños de la capital asisten anualmente a colonias en el campo... que, de acuerdo a la categoría de rangos, los funcionarios de grado inferior al de consejero palatino no tienen la potestad de reunir firmas para peticiones...

En ese momento, la luz se apagó. «¡Aja!», dijo Víktor. La lámpara se encendió de nuevo, pero sólo a media potencia. «Y esto, ¿qué es?», preguntó Víktor, pero no hubo más luz. Esperó unos minutos y después llamó a la recepción. No obtuvo respuesta. Podía llamar a la planta eléctrica, aunque primero era necesario encontrar la guía telefónica, que quién sabe dónde estaba. Además, era hora de acostarse. Pero antes habría que beber algo. Víktor se incorporó y de repente escuchó un susurro. Alguien pasaba las manos por la puerta. Después, comenzaron a empujar. «¿Quién es?», preguntó Víktor, pero no le respondieron, y sólo se oían resoplidos y empujones. Víktor comenzó a sentir terror. Las paredes, iluminadas por un resplandor rojizo, parecían siniestras, extrañas, en los rincones había demasiadas sombras concentradas, y al otro lado de la puerta se arrastraba algo grande, obtuso y carente de sentido. «¿Con qué podría pegarle?», pensó Víktor, mirando a su alrededor, pero en ese mismo momento le llegó un susurro ronco desde la puerta.