Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 89 из 101



¡Jesús, María y José! ¡Que aquel maldito Kostia Kudínov se marchara a algún lugar sin retorno! ¡Que se largara con sus gestos misteriosos, sus insinuaciones y sus palabras a medias! Pero tras un minuto de guiños, gestos y sacudidas de mi mano, se aclaró que se trataba de algo muy diferente.

A principios de diciembre, un conocido mío, redactor del Playboy Moscovita,me entregó un manuscrito de Babajin, el presidente de nuestra comisión de vivienda, para que le hiciera una reseña. Me dio el manuscrito y me dijo: «Dale duro en los morros, sin miedo, es una reseña interna y nuestro redactor jefe está a punto de tener un infarto a causa de ese Babajin». La novela era verdaderamente monstruosa, y le di lo más duro posible. En la jeta. Con placer. Y días antes de Año Nuevo, a Babajin lo destituyeron de su puesto de presidente con un sonado escándalo.

Por supuesto, no se trataba de que escribiera novelas capaces de causarle un infarto a un hombre tan templado como el redactor jefe del Playboy Moscovita.No, lo echaron por «comer el pan de la ilegalidad y beber el licor de la apropiación ilícita». Y ahora este idiota, el poeta Kostia Kudínov, cree que yo lo había previsto y me había arriesgado a lanzarme contra Babajin a principios de diciembre, cuando aún no se sabía cómo podía resultar todo...

Y, lo que es peor, el idiota de Kostia Kudínov consideraba que mi reseña había sido un acto irracional aunque heroico, ya que consideraba, y en eso no carecía de fundamento, que los Babajin no morían, que siempre regresaban y nunca olvidaban nada.

¿A quién le gusta, en nuestros días, caer bajo la sospecha de que comete actos heroicos irracionales? Pero le estaba tan agradecido a Kostia por haber olvidado, al parecer, todas mis aventuras con el elixir de la vida que me limité a palmearle el hombro con condescendencia y darle a entender que todo aquello era una insignificancia y que con mis relaciones no temía a ningún Babajin. Seguí bajando las escaleras sin prisa, con cierto aire de magnificencia, y lo dejé allí pensando qué ventajas podría obtener él por conocer tan bien a una persona tan importante.

Pero de todos modos la chaqueta reversible a cuadros apareció de nuevo, aunque de forma algo inesperada.

Tras salir de la estación de metro Kropótkinskaia, vi junto al quiosco de tabaco uno de los más grandes logros del siglo XX, la furgoneta rojo y gualda de los servicios médicos de urgencia. Sus puertas traseras estaban abiertas de par en par y dos milicianos introducían en su interior la chaqueta reversible a cuadros. La chaqueta se resistía, dando patadas, o quizá no se resistía sino buscaba dónde apoyarse. No le vi el rostro. En general, no vi nada más, a no ser las gafas. La montura metálica de las gafas, que llevaba agarradas diligentemente entre dos dedos un tercer miliciano, que pasó por delante de mí y desapareció tras la furgoneta. A continuación, las puertas se cerraron, el vehículo expulsó de sus entrañas un metro cúbico de hedores asquerosos y se alejó lentamente. En eso consistió toda la aventura, no había a quién preguntar lo ocurrido allí, porque habían quedado atrás los tiempos en que la gente se congregaba ante incidentes de ese tipo. Y yo seguí mi camino.

Como había planeado, entré en el club a las tres menos cuarto. Esta vez la que se encontraba de guardia en la entrada no era la cegata de María Trofímovna, sino una jubilada todavía joven, que llevaba casi un año trabajando allí y ya conocía a todo el mundo, o en todo caso a mí. Nos saludamos con una reverencia, le advertí que esperaba a una dama, me quité el abrigo y subí a la comisión de ingreso. Zinaída Filíppovna, de rostro blanco y cabellos negros, estaba como siempre muy atareada y muy preocupada. Me indicó un armario donde había tres baldas ocupadas por las obras de los pretendientes, agrupadas en montoncitos independientes. ¡Qué cosa, eran apenas ocho y ya habían escrito tantas obras!

—Se las he escogido, Félix Alexándrovich —pronunció Zinaída Filíppovna, mientras me sonreía distraída—. ¿No es verdad que usted prefiere los temas patriótico-militares? Es el montón del extremo. Un tal Jalabúiev. Ya se lo he anotado.





El aspecto del montón de revistas que reunía el espíritu y el pensamiento del desconocido Jalabúiev era triste y lastimero. Tres escuálidos números de la revista Alférez,de los que salían las colitas de marcadores de papel, y un tomito solitario de la editorial Siberia Norte, una novela corta titulada ¡Preservamos el cielo!

«Y quién será ése que te ha recomendado, Jalabúiev —pensé—. ¿Quién es ése que se ha precipitado a entregarte a las fieras, para que fueras devorado con tus tres cuentos y tu novela corta? Y ni siquiera se trata de una novela, más bien será un reportaje novelado sobre la vida de los pilotos o las tropas de misiles antiaéreos. Pobre Jalabúiev, nuestros guardias imperiales te masticarán con un diente, a no ser que cuentes por adelantado con su benevolencia. Pero incluso así, Jalabúiev, nuestros especialistas en historia de la literatura cortesana francesa del siglo dieciocho necesitarán sólo medio diente para devorarte. Pero si tú, Jalabúiev, has tenido el tino de conseguir también la benevolencia de éstos, entonces llegarás muy lejos, y es posible que dentro de cinco años todos estemos haciendo cola ante tu puerta, rogándote que nos permitas alquilar una dacha en los alrededores de Moscú...»

Con un suspiro metí a Jalabúiev bajo el sobaco, me despedí cortésmente de Zinaída Filíppovna y fui directamente al restaurante.

Y resultó que, aunque no había mucha gente allí por tratarse de la comida, solamente quedaba una mesa cómoda, y cuando me senté, quedó a mi derecha Vitia Koshelkov, uno de nuestros más famosos humoristas, autor de i

Tras la mesa de la izquierda susurraban, sin dejar de masticar, dos damas de edad indefinida, con un aspecto muy apetitoso, para sobar o morder, según la clasificación de Zhora Naúmov.

En la mesa que quedaba frente a mí, Apollen Apollónovich Vladímirski agasajaba a alguna de sus nietas (o quizá biznietas) con una buena comida, regada con cava. Me miró y nos saludamos.

Seguía siendo igual al que yo había conocido un cuarto de siglo antes. Una cabeza pequeña, totalmente calva, como un globo, que reposaba sobre un cuello de iguana, largo y arrugado; enormes ojos negros donde sólo había pupilas, nada de blanco; una boca blanducha, y unas mandíbulas artificiales, que chocaban constantemente como castañuelas y parecían llevar una vida independiente. Sus movimientos eran fluidos, como los de un director de orquesta, y su voz era aguda y molesta, como corresponde a una persona que no tiene en cuenta la opinión de quienes lo rodean. Además, estaba su trajecito anticuado, de principios de siglo, con mangas algo cortas, de las que sobresalían puños de una blancura rutilante. Me parecía un enviado de un pasado increíblemente lejano: era imposible imaginar que las canciones pícaras, enérgicas, alentadoras que cantaban y cantan aún en fiestas estudiantiles y manifestaciones desde los tiempos de la colectivización fueron compuestas con los versos de aquella reliquia...

Estaba allí sentado, mirando con un ojo un cuento de Jalabúiev, y con el otro a la puerta, por donde ya era hora de que apareciera Rita. Apollen Apollónovich contemplaba paternalmente cómo su jovencísima parienta devoraba una hamburguesa, y a cada momento, con un gesto elegante, hacía retroceder dentro de la manga el puño desobediente. Mientras tanto, y con el acompañamiento de las mandíbulas castañuelas, narraba otro capítulo de sus memorias orales.