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Sonó el timbre del teléfono y regresé al despacho. Llamaba Rita, por fin. Y a tiempo.

Acababa de regresar de su reino perdido y quería pasar una velada con un hombre culto, del mundo literario. Su voz era limpia, alegre y saludable, y eso era maravilloso. Sentí deseos de verla inmediatamente. Pregunté qué tal ese mismo día, y me dijo que estaba en su oficina, donde debía trabajar hasta la hora de comer, pero que entonces podría darse a la fuga. Me alegré y al instante planeamos encontrarnos en el club a las tres en punto, para caer allí en éxtasis gastronómico.

—Para comenzar —dije con ganas de jaleo.

—Eso lo veremos más tarde —respondió ella, con más ganas todavía.

Como era de esperar, esta conversación cambió radicalmente mi punto de vista sobre la realidad circundante. El ambiente pasó de hostil a amistoso, la realidad perdió su carácter lúgubre y adquirió todos los tonos posibles del rosado y el azul celeste. El patio se iluminó notablemente y la feroz tormenta se convirtió en una nevadita ligera, casi festiva. Y todo lo sombrío que me rodeaba desde hacía varios días, todos aquellos encuentros extraños y desagradables, todas aquellas conversaciones intimidatorias, todos los rumores, los problemas, abstractos hasta hacía poco, que de repente adquirían una imagen concreta, toda aquella tenebrosa desesperación que me había cercado con un doloroso seto de espinas, se rompió de repente, retrocedió, y ante mí todo se volvió de un verde esmeralda, de un sol argentado, de un cielo nebuloso con un letrero que parpadeaba, anunciando: «¡Nos libraremos de ello!». Y mi costado apenas dolía ahora...

¿Para qué sigues tocando la trompeta, chaval?

¿Por qué mejor no reposas en tu tumba, chaval?

Ante todo, fui al baño y me afeité con esmero. Rita no soporta ni el más leve indicio de barba. A continuación, pasé un trapo húmedo por todas las mesas y armarios. Rita no soporta el polvo sobre superficies pulidas. Cambié la ropa de cama. Rita y yo sólo aprobamos sábanas limpias, crujientes, almidonadas. Froté aplicadamente copas y vasos, examinando el vidrio a trasluz, limpié los cubiertos con un polvo especial, limpié la bañera y la taza del inodoro. Y para terminar, saqué la aspiradora y limpié el suelo de toda la casa.

Mientras me dedicaba a eso, el teléfono sonó en dos ocasiones. Una vez se trataba de Lionia Jerbo, al que no le di la oportunidad de abrir la boca después de su pregunta habitual de «¿qué tal van las cosas?», y la segunda vez volvió a respirar al teléfono aquel idiota callado, a quien le comuniqué con alegría que apreciaba su propuesta de ayuda, pero no la necesitaba ya que había concluido todos mis trabajos aquí y en un futuro no muy lejano me marcharía para siempre de este planeta y de este tiempo.

No sé qué opinaría sobre ello el idiota callado, pero no hubo más llamadas telefónicas.

Me puse el mejor de mis trajes y salí de casa a las dos menos cuarto, calculando que tendría tiempo de pasar por la comisión de admisión, a recoger mi porción de materiales de lectura. ¡Señor, sálvame, ten piedad de mí! El ascensor no funcionaba. Ni el grande ni el pequeño.

Y en ese momento vino a mi mente un cuadro homérico: Rita y yo, tras un magnífico almuerzo y un buen paseo por el Moscú nevado, subimos a pie a la decimosexta planta, en mi pecho late enloquecido el corazón, en cada descansillo me siento en uno de los banquitos, preparados para tales situaciones, sigilosamente me llevo a la boca una pastilla de nitroglicerina mientras Rita, hembra guapísima, dama del corazón, amante, mi última mujer, conversa delicadamente sobre naderías, me mira desde arriba con simpatía y algo de desprecio, repitiendo a cada rato: «No te apresures, vamos, sube más despacio...».





Espanté aquella visión vergonzosa y comencé a descender a pie. ¿Y a quién encontré en el rellano entre el piso séptimo y el octavo? ¿Quién subía raudo a mi encuentro, saltando los escalones de dos en dos y apoyándose levemente en el pasamanos? ¿Quién era aquel tipo rozagante, que silbaba una melodía de Gershwin y llevaba en sus manos un pesado maletín con alimentos, con el pedido de alimentos, a juzgar por ciertas señales?

¡Pues claro que era él! Kostia Kudínov, aquel pobretón pálido, verdoso, manchado de vómitos, que casi en sus últimos momentos lograron salvar, lavándole el estómago en el hospital de Biriuliovo.

—¡Vejete! —gritó con alegría tan pronto me reconoció—. ¡Me alegro de verte! ¿Tienes prisa? Mira, te he incluido en nuestra brigada. Iremos al BAM [15]. Veinte días, quince presentaciones, viaje especial en avión, ida y vuelta... ¿Qué opinas, eh?

En verdad, se trataba de un día afortunado. Podría parecer algo raro, pero a mí, persona mayor, callada, que en general evitaba conocer a gente nueva, conservadora y sedentaria, a mí me encantan las presentaciones públicas.

Me gusta estar de pie ante una sala repleta de gente, ver a la vez miles de rostros, unidos por una misma expresión de ansioso interés, de interés escéptico, de interés burlón, de asombrado interés, pero siempre de interés. Me encanta sorprenderlos con los secretos de nuestro oficio, descubrir ante ellos los misterios de lo que se cocina en las redacciones de las editoriales, destruir sin la menor lástima las ilusiones sobre tópicos tales como la inspiración, la iluminación, la chispa divina.

Me place responder a las notas, burlarme de los tontos con finura para que ningún patán, si hay tales en la sala, pueda ofenderse; me encanta caminar por el filo de la navaja, escurriéndome entre lo que pienso de verdad y lo que, según la opinión general, se supone que pienso.

Y más tarde, cuando la presentación termina, me encanta estar de pie entre el público, rodeado por auténticos adoradores que me valoran, firmar ejemplares de los Cuentos infantiles modernos,leídos hasta caerse a pedazos, y mantener un diálogo de iguales, sin imbéciles, debatir duro, con encarnizamiento, sintiéndome constante y asombrosamente protegido de ataques burdos o groserías, sin temor a dar un paso en falso, cuando incluso lo que es una obvia tontería dicha por uno, se deja pasar sin prestarle atención...

Pero sobre todo, eso me gusta fuera de Moscú, fuera de otras capitales administrativas, científicas e industriales, me encanta que ocurra en lugares lejanos, en la frontera de la civilización, donde todos esos ingenieros, técnicos y operadores, todos esos estudiantes de ayer sienten hambre de cultura, de Europa, de una conversación inteligente.

Por supuesto, le di mi asentimiento a Kostia, le pregunté cuándo partíamos, quién más estaba en la brigada y dónde tendríamos la conversación preparatoria, y ya le tendía la mano para despedirme cuando de repente me agarró por el pulgar e hizo un guiño pícaro.

—Eres un tío arriesgado, Félix Alexándrovich —susurró bajando la voz con cierta coquetería—. ¡Qué bien te salió aquello! ¿No temes que te lo recuerden? ¿En algún momento inoportuno, eh?

Repitió el guiño y sacudió mi mano, ahora blanda, en el aire, mientras yo asimilaba aquellas palabras pronunciadas por Kostia. No sé. Pero al momento pensé que aquella historia idiota con el... con la... con ese elixir del demonio que yo mismo me había inventado, no había concluido. Por supuesto que no había concluido, no importa que hubiera olvidado totalmente a aquel mirón de chaqueta reversible a cuadros, ellos no se habían olvidado de mí, aquello seguía, y resultaba que yo había hecho una jugada audaz, al parecer había engañado a alguien, idiota de mí, ¡y ahora me lo podrían recordar! Y por supuesto, me lo recordarían, claro que me lo recordarían.