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En las últimas décadas había oído demasiadas veces aquellas memorias, razón por la cual mis oídos pescaban sin prestar atención los puntos más notables. Allí estaba Vladímir Vladímirovich y sus extrañas relaciones con Osia. También pasó Boris Leonídovich, que dijo algo divertido y fue sustituido al momento por Alexandr Alexándrovich, enfermo terminal, un día antes de su muerte. Y llegó Alexéi Nikoláievich, con su forma obsequiosa de hablar. Y Samuil Yákovlevich junto a Kornéi Ivánovich... Venia fue a visitar a Alexéi Maxímovich, que era demasiado joven e irritable... Isaak Emmanuílovich dio inicio a su último y más corto paseo. «Y cuando llega el momento de las inyecciones, querida mía, todos los escritores se dispersan por el jardín, se esconden tras los arbustos y entre los árboles, perseguidos por enfermeras que llevan listas las jeringuillas, y el único que está de pie junto a la ventana del hospital es Misha, que a veces decía: "Vaya, se han ido al bosque a recoger fresas..."» Konstantín Serguéievich: «Ay, algún día lo llevarán a los Grandes Almacenes, querido Vladímir Ivánovich...». Alexandr Serguéievich... (aquí me entraron temblores). Vissarión Grigórievich con su hijo lósif [16]...

Clavé la mirada en Apollen Apollónovich: era inagotable. Por cierto, su joven acompañante había permanecido inconmovible ante aquel torrente de información. Por supuesto, yo no excluía la posibilidad de que ella, al igual que yo, estuviera oyendo todo aquello por enésima vez.

—Oh, aquí está Mijaíl Afanásievich en persona —dijo de repente el anciano con alegría—. ¿Qué tal, Mijaíl?

Miré. Una noche de invierno del año cuarenta y uno, cuando regresaba a casa desde mi trabajo en una fábrica de granadas, hubo una alarma aérea y cayó una bomba sobre una casita de madera a mis espaldas. Volé por los aires, pasando por encima de la valla puntiaguda de un jardín y caí suavemente de espaldas sobre un enorme montón de nieve. Quedé allí atontado, mirando al cielo con sorpresa, contemplando cómo volaban leños ardientes por encima de mí, lentamente y dándose importancia.

Y con ese mismo asombro atontado contemplé ahora cómo atravesaba el restaurante Mijaíl Afanásievich, mi triste interlocutor de ayer, ahora sin su bata azul de laboratorio, enfundado en el mismo traje gris del día anterior. Vi cómo se movían sus labios, le respondió algo a Apollen Apollónovich y a mí no me vio, o no me reconoció, y siguió adelante, hacia la salida, hacia el vestíbulo del palacio de la vieja princesa. Y cuando se perdió tras la puerta, en el muerto silencio que tiene lugar tras un espantoso estallido resonó la voz chirriante de Apollen Apollónovich.

—Va a la biblioteca —dijo, con cierta intimidad, como en confianza—. O al comité del partido.

Pero yo, en ese momento, ya estaba de pie, listo a seguirlo. ¿Tenía preguntas que hacerle? Sí. Tenía. Por supuesto. ¿Quería pedirle consejo? Sin duda. Claro que sí. Todo lo que me había imaginado amargamente por la mañana retornó a mí una vez más, como los vapores mefíticos de una poción de brujería. Y se me hizo indispensable saber si lo había entendido correctamente, y si eso era así, qué debía hacer ahora con semejante conocimiento. Aunque fuera sólo por esa razón, valía la pena correr tras él, pero lo principal no era eso.

De repente, me di cuenta de quién era aquel triste conocido de la calle Bá

—O bien yo soy un gran escritor ruso, o me comeré estas gachas... —escuché como en sueños un balido asqueado y señorial.

Y como en sueños, volví la cabeza y vi un rostro grueso y alargado con el labio inferior colgando en señal de desagrado sobre un plato humeante, que desapareció ante mi vista tras la espalda encorvada de un camarero.

En ese momento, con toda claridad, vi en la puerta del pasillo a Rita, que vestía el traje color arena que tanto me gustaba. El destello de sus pendientes se clavó en mis ojos cuando ella volvió lentamente la cabeza, buscándome en la sala. Pero me oculté, con miedo, y algo encorvado corrí presuroso por la alfombra hacia la puerta tras la cual había desaparecido Mijaíl Afanásievich. Por mi cabeza cruzó un amargo pensamiento: de nuevo estoy realizando un acto por el que tendré que justificarme y disculparme, pero espanté aquella idea porque todo eso ocurriría después, y en aquel momento tenía por delante algo inconmensurablemente más grande.

Mijaíl Afanásievich no estaba en el comité del partido. Allí estaba Tátochka, golpeando estruendosamente su máquina de escribir, y a su lado, derrumbado en el butacón, con la redonda panza liberada de la chaqueta, había un sátiro de nariz y labios rojos, rozagante más bien, con la expresión en el rostro de quien está arengando en una tribuna. Le dictaba, de una hoja.

—...y debemos luchar contra el abstraccionismo en la literatura, y lucharemos contra él con la misma energía que contra el abstraccionismo en la pintura, en la escultura, en la arquitectura...





—¡Y en la zootecnia! —grité para hacerlo callar.

Se detuvo, cegado quizá por el giro que prometía la nueva temática.

—¿Ha pasado Mijaíl Afanásievich por aquí? —le pregunté a Tátochka con celeridad.

—No —respondió ella, sin dejar de atronar en su máquina—. Hoy no viene. —Volvió el rostro exigente hacia el sátiro—:...en la arquitectura y en la zootecnia... ¡Continúe!

Encontré a Mijaíl Afanásievich en la hemeroteca, donde estaba totalmente solo, leyendo atentamente el número más reciente del Celador Trimestral.Ese mismo. Con la novela corta de Valia Demchenko, viva, invicta, retadoramente viva a pesar de haber sido despedazada, recortada, tres veces amputada.

Caminé hacia él y me detuve, sin saber qué decir ni cómo comenzar. De repente se apoderó de mí la sensación de que todo lo que ocurría era absurdo, me turbé, me dispuse a irme, pero en ese momento él puso a un lado la revista, me miró con expresión interrogante y enseguida sonrió.

—¡Ah! ¡Félix Alexándrovich! —pronunció, con su voz queda y pareja—. Hola. Siéntese, por favor, ahí tiene una silla libre.

—¿De quién es eso, de Capek? —pregunté, mientras obedecía su invitación.

—No, es de Hasek. ¿En qué puedo servirle, Félix Alexándrovich?

—Veo que conoce muy bien la literatura...

—No sólo eso, adoro la literatura. La buena literatura.