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Se horrorizó al pensar que hablaba de manera incoherente, que Gólem no lo comprendía y creía que sólo estaba ebrio. Entonces puso sus brazos ante el rostro de Gólem. Tumbó la copa, que rodó por la mesa y fue a parar al suelo.

En un primer momento, Gólem retrocedió, después miró atentamente, se inclinó hacia delante, tomó la extremidad de Víktor por la punta de los dedos y se puso a examinar la piel, hinchada y arañada. Sus dedos eran fríos y duros. «Es todo —pensó Víktor—, es el primer examen médico, después vendrán otros, y falsas promesas de que aún hay esperanzas, y pociones tranquilizantes.» Pero después se acostumbrará y no habrá más exámenes médicos, y se lo llevarán a la leprosería, le cubrirán la boca con un trapo negro y eso será el final de todo.

—¿Ha comido fresas? —preguntó Gólem.

—Sí —respondió Víktor con humildad—. Fresones.

—Debe de haberse zampado un par de kilos.

—¿Y qué tienen que ver en esto los fresones? —gritó Víktor, retirando los brazos de un tirón—. ¡Haga algo! No es posible que sea tarde. Apenas ha comenzado...

—Deje de gritar. Tiene una erupción alérgica. No puede comer fresones en tales cantidades.

Víktor aún no entendía nada.

—Pero usted mismo dijo —balbuceó, mientras se miraba los brazos—, el sarpullido... las ronchas...

—Hasta las chinches ocasionan ronchas —dijo Gólem, en tono de preceptor—. Tiene una reacción alérgica ante una serie de sustancias. Y una imaginación demasiado irracional. Como la mayoría de los escritores. Vaya leproso...

Víktor se sintió revivir. En su mente se repetía una idea: «Me he librado, parece que me he librado. Si es así, no sé qué haré. Dejaré de fumar...».

—¿No me está mintiendo? —preguntó, en tono lastimero.

—Beba coñac. —Gólem sonrió, burlón—. Cuando se tiene alergia, no se debe beber coñac, pero usted beba. Tiene un aspecto penoso.

Víktor tomó su copa, cerró los ojos y se la bebió. ¡Nada! Una leve náusea, pero eso a causa de la cogorza de la noche anterior. Ahora se le pasaría. Y se le pasó.

—Querido escritor —dijo Gólem—, para ser arquitecto no basta con tener ronchas.

El camarero llegó, dejó sobre la mesa coñac y soda. Víktor, satisfecho, aspiró profundamente la atmósfera habitual del restaurante y percibió los maravillosos aromas del humo de tabaco, de la cebolla rehogada, del aceite quemado y la carne frita. La vida retornaba.

—Chico —le dijo al camarero—. Lleva una botella de ginebra, zumo de limón y cuatro raciones de pulpo al doscientos dieciséis. ¡Y rápido!... Alcohólicos —se dirigió a Gólem y a R. Kvadriga—, que os parta un rayo, ¡me voy con Diana!





Estuvo a punto de darles un beso.

—¡Pobre patito bello! —dijo Gólem, sin dirigirse a nadie en particular.

Durante un segundo, Víktor percibió la lástima. Surgió y desapareció el recuerdo de unas oportunidades monumentales que se habían perdido. Pero se limitó a reírse, apartó la silla y echó a andar hacia la salida.

NUEVE

Félix Sorokin. «¿Para qué sigues tocando la trompeta, chaval?»

Y de nuevo tuve un sueño rebosante de impotencia y desesperación, como si un cañonazo hubiera abierto todas las ventanas de par en par y una violenta corriente de aire hubiera sacado de la Carpeta Azul todo lo que yo había escrito y lo hubiera echado a volar al espacio, bañado por una aurora sangrienta, al abismo de dieciséis pisos, y los papeles daban vueltas, flotaban, se elevaban las páginas arrastradas por el viento, y no quedaba nada en la Carpeta Azul, pero todavía era posible bajar corriendo, recoger los papeles, reunirlos, salvar algo, mas era como si las piernas se hubieran soldado al suelo, y a mi cuerpo le hubieran crecido unos ganchos que me mantenían anclado a la terraza.

—¡Katia! —grité, y me eché a llorar de desesperación; entonces desperté y resultó que tenía los ojos secos, las piernas acalambradas y un dolor irresistible en un costado.

Estuve un rato acostado allí, bajo los cuadrados luminosos del techo, moviendo pacientemente los pies para librarme de los espasmos, y mis pensamientos fluían sin prisa y sin orden alguno. Pensaba que, de todos modos, estaba muy enfermo y tendría que seguir los consejos de Katia y hacerme análisis... y al momento todo se frenaría, todo se detendría y mi Carpeta Azul se cerraría por mucho tiempo...

Y también pensé que sería bueno mecanografiarla en dos ejemplares, que Rita me guardara uno de ellos... aunque, por otra parte, ella no era una mozuela, algo no le funcionaba bien en los riñones o en el hígado... Algo incomprensible, no resultaba fácil imaginar cómo, dónde y a quién darle el manuscrito para que lo conservara, simplemente lo guardara y no metiera allí la nariz...

Porque era posible que aquel sueño fuera premonitorio: no podría terminar nada antes de que una violenta corriente de aire barriera mi Carpeta Azul y dispersara mis papeles por basureros y cañadas. Y no quedará ni una hojita para meterla en la máquina con el objetivo de definir el CPLT...

Y cuando me acordé del CPLT (simplemente me acordé, acudió a mis pensamientos siguiendo el principio de la ironía y la lástima), de repente llegué a una conclusión, clara y nítida como una ecuación: ¡allí no determinan el valor de una obra, sino que predicen el destino de una obra!

¡Eso era lo que mi triste interlocutor de ayer intentaba meterme en la cabeza! La Cantidad más Probable de Lectores del Texto ¡no es más que eso! A partir de ahí calculan la cantidad de ejemplares, la calidad, la popularidad, el talento del escritor y también el talento del lector. Y podrás escribir la obra más genial del mundo, pero la máquina te da una calificación miserable porque tu obra genial no va a ninguna parte, y quizá solamente la leerán tu mujer, tus amigos más cercanos y algún redactor conocido, ahí acabará todo: «Por favor, entiéndeme, colega, entiéndeme correctamente...».

¡Qué máquina más lista, más picara! Y yo, tan idiota, les llevé mis reseñas, les había llevado mi porquería, mi papelera de desechos. Me quedé allí sentado, con los brazos en torno a las rodillas. Eso era lo que él había querido decirme. Y se puede decir que había sido por eso por lo que me había dado una nueva cita. Tenía en cuenta mi esencia, mi autenticidad. Para que yo pudiera comprender de una vez en qué mundo estoy y si debía continuar enfadándome o si valía la pena hacer como otros tantos antes que yo y dejar a un lado el trabajo para dedicarme a ganar mucho dinero...

Esas ideas me hicieron sentir frío, la piel se me puso como de gallina, me eché una manta sobre los hombros y de repente sentí un feroz deseo de fumar.