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«Qué demonios», pensó sintiendo que el frío se apoderaba de él, pues ya sabía de qué se trataba. Lo había recordado: cambios en la piel, sarpullidos, ampollas, en ocasiones úlceras supurantes... Por ahora no había úlceras, pero comenzó a tener sudores fríos, dejó caer los pantalones y se sentó en la cama.

«No puede ser —pensó—. Yo también. ¿Será posible que también yo...?» Acarició cuidadosamente la piel llena de ampollas, cerró después los ojos y, conteniendo la respiración, se puso a escuchar atentamente los sonidos de su cuerpo. El corazón latía sonora y acompasadamente, la sangre zumbaba en sus oídos, le parecía que su cabeza era enorme y estaba vacía, no sentía dolor alguno, en su cerebro no había aquella densa pesadez. «Tonto —pensó y sonrió—. ¿Qué espero percibir? Debe de ser algo semejante a la muerte: un segundo antes eres un ser humano, transcurre un instante y ya eres Dios, pero no lo sabes, y nunca lo sabrás, de la misma manera que un idiota no sabe que lo es, que una persona inteligente, si es auténticamente inteligente, no sabe que lo es... Seguramente todo ocurrió cuando dormía. Pero en todo caso, antes de que me durmiera, la esencia de los mohosos era algo absolutamente oscuro para mí, y ahora la veo con una claridad meridiana, y lo he logrado con pura lógica, sin darme cuenta siquiera...»

Sonrió feliz, se echó a reír, se levantó y se acercó a la ventana haciendo crujir los músculos. «Es mi mundo», pensó mientras miraba a través del cristal cubierto de agua; el vidrio desapareció, la ciudad congelada en el horror se ahogó allá abajo, junto con el enorme país anegado, y después todo se unió y se alejó flotando, y quedó solamente una pequeña esfera azul con una larga cola azul, y vio la enorme lenteja de la Galaxia, colgando de lado, muerta en el abismo titilante, los jirones de materia fosforescente, torcidos por los campos de fuerza, y las simas sin fondo en los lugares donde no había luz, estiró la mano y la introdujo en un núcleo blanco, esponjoso, sintió un leve calor y cuando apretó el puño, la materia escapó entre sus dedos como espuma de jabón. Rió de nuevo, dio un golpecito en la nariz a su imagen en el vidrio y acarició con ternura las ampollas de su piel hinchada.

—¡Por semejante motivo hay que beber! —dijo en voz alta.

En la botella quedaba todavía un poco de ginebra, el pobre Gólem no se lo había bebido todo, pobre y viejo falso profeta... Y no era un falso profeta porque sus profecías no fueran correctas, sino porque no era más que una marioneta parlante.

«Siempre te querré, Gólem —pensó Víktor—, eres una buena persona, un tipo inteligente, pero solamente eres una persona...» Vertió los restos en el vaso, bebió el licor con un gesto habitual y, sin tiempo para tragarlo, corrió al baño. Sintió náuseas. «Diablos —pensó—, qué porquería.» Vio en el espejo su rostro, arrugado, algo hinchado, con ojos extrañamente negros y grandes. «Esto es todo —pensó—, es todo. Víktor Bánev, borracho y fantasma. No beberás más, no cantarás a gritos y no te burlarás a carcajadas de las tonterías, no contarás chistes idiotas con lengua estropajosa, no pelearás, no te enfurecerás ni harás el gamberro, no asustarás a los transeúntes, no reñirás con la policía, no discutirás con el señor Presidente, no te dejarás caer por los bares nocturnos con tu grupo chillón de jóvenes seguidores...» Volvió a la cama. No deseaba fumar. No deseaba nada, todo le daba náuseas y se entristeció. El sentimiento de pérdida, que primero había sido leve, apenas perceptible, como el contacto con una telaraña, crecía. Entre él y aquel mundo que tanto amaba crecían lúgubres filas de alambre espino. «Todo tiene su precio —pensó—, y mientras más recibes, más tienes que pagar, por la vida nueva hay que pagar con la vida vieja...» Se rascó los brazos con ferocidad, arrancándose la piel sin darse cuenta.

Diana entró sin llamar antes a la puerta, se quitó el impermeable y se detuvo delante de él, sonriente, cautivadora. Levanto los brazos para arreglarse el cabello.

—¡Estoy helada! ¿Me dejas calentarme?

—Sí —respondió él, sin entender bien qué decía.

Ella apagó la luz y ahora Víktor dejó de verla, solamente oía la llave que giraba en la cerradura, el sonido de los broches al soltarse, el susurro de la ropa y el golpe de los zapatos al caer al suelo. Después, ella estaba a su lado, cálida, suave, perfumada, y él seguía pensando que todo había terminado, la lluvia eterna, las casas lúgubres con techos agujereados, la gente extraña y desconocida, vestida de ropa negra empapada, con vendas empapadas sobre el rostro... Ellos se quitaban las vendas, se quitaban los guantes, se quitaban los rostros y los guardaban en armarios especiales, sus manos estaban cubiertas de úlceras supurantes: angustia, terror, soledad... Diana se pegó a él, que la abrazó con un gesto maquinal. Ella seguía siendo la de antes, pero él ya no lo era, ya no podía serlo, porque ahora no necesitaba nada.

—¿Qué te pasa, pequeño mío? —preguntó Diana, cariñosa—. ¿Bebiste demasiado?

Víktor le retiró la mano de su mejilla. Sintió que el terror se apoderaba de él.

—Espera —dijo—. Espera un momento.

Se levantó, palpó la pared hasta encontrar el interruptor, encendió la luz y permaneció de espaldas a ella durante varios segundos, sin atreverse a volverse, pero finalmente lo hizo. Ella estaba bellísima. Seguramente estaba más bella que en cualquier otra ocasión, siempre estaba más bella que nunca, pero esta vez parecía salida de un cuadro. Sintió orgullo por el ser humano, admiración por la perfección humana, pero nada más. Ella lo miró, con las cejas enarcadas por el asombro, después se asustó al parecer porque de repente se sentó y Víktor vio que sus labios se movían. Decía algo, pero él no la oía.



—Espera —repitió—. No puede ser. Espera.

Se vistió con prisa, febrilmente, repitiendo todo el tiempo: «espera, espera». Pero ya no pensaba en ella, no se trataba solamente de ella. Salió al pasillo, quiso entrar a la habitación de Gólem, pero le costó comprender que la puerta estaba cerrada, pensó un momento adonde ir y a continuación echó a correr escaleras abajo, al restaurante.

«No quiero —repetía—, no quiero, yo no he pedido esto.»

Gracias a Dios, Gólem estaba en el lugar habitual. Sentado, con los brazos detrás del respaldo de la silla, miraba a través de la copa con coñac. Y el doctor R. Kvadriga estaba rojo y agresivo.

—Son los mohosos —gritó el doctor al ver a Víktor—. Canallas. Lárgate.

Víktor se dejó caer en su silla y Gólem, sin decir palabra, le sirvió coñac.

—¡Gólem! ¡Ay, Gólem, me he contagiado!

—¡Nos lo han inoculado! —proclamó R. Kvadriga—. ¡A mí también!

—Tómese el coñac, Víktor. No tiene que asustarse de esa manera.

—Váyase usted al diablo —dijo Víktor aterrorizado, clavándole la mirada—. Tengo la enfermedad de los gafudos. ¿Qué debo hacer?

—Bien, bien —respondió Gólem—. De cualquier manera, beba. —Levantó un dedo y le gritó al camarero—: ¡Soda! Y un poco más de coñac.

—Gólem —dijo Víktor, desesperado—, usted no lo entiende. No es posible. ¡Le digo que me he contagiado! ¡Estoy enfermo! Eso no es justo... Yo no quería... Usted dijo que no era contagioso...