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Qué máquina más terrible, más monstruosa. ¿Para qué necesitan semejante cosa? Por supuesto, conocer el futuro es un viejo sueño de la humanidad, algo así como las botas de siete leguas o la alfombra mágica. Los zares-reyes-emperadores prometían enormes tesoros por tales conocimientos. Pero sólo con una condición indispensable: que ese futuro fuera agradable. ¿A quién le interesa conocer un futuro desagradable? Supongamos que llego a la calle Bá

Me quité de encima la manta y comencé a buscar las pantuflas con los pies.

¡Pero ahora tampoco podía dejar de ir a la calle Bá

Me aseé, hice la cama y preparé el desayuno, todo el tiempo con esas ideas en la cabeza. Eran solamente las seis y media, pero de todos modos ahora no podía dormir, ni siquiera quedarme allí acostado. La excitación nerviosa me hacía temblar, al igual que el deseo de hacer algo de inmediato o aunque fuera tomar una decisión.

¡Vaya, hasta qué punto nos han metido en la cabeza que los manuscritos no arden! ¡Claro que arden, y cómo arden, con llamas azules! Da miedo imaginarse cuántos de ellos desaparecieron sin que nadie los conociera... No quiero ese destino para mi obra. Y si su destino es ése, no quiero enterarme. Ah, ese tipo desgraciado al que conocí ayer no hablaba dando rodeos por gusto, hubiera podido decir claramente de qué se trataba, pero se dio cuenta de que si yo mismo no lo adivinaba, entonces no tendría dónde meterme: iría, la llevaría y me enteraría...

Y sin darme cuenta terminé sentado ante mi escritorio, con la Carpeta Azul abierta delante; mis dedos tomaban con cuidado hoja tras hoja y las pasaban delicadamente de derecha a izquierda, las acariciaban, ordenaban el montón, y sentí una tremenda amargura al recordar que la noche anterior, muy tarde, había leído la última línea que había escrito. Qué bueno sería hoy, precisamente ahora, en este minuto de dudas, en este minuto de pánico, cuando mi camino se bifurca y debo elegir, leer la última línea, esa línea que desconozco aún, que todavía no he escrito, debajo de la cual estará la palabra «fin». Entonces, con el alma serena, podría decir: «¡Señores, todo eso no es más que filosofía, pero ahora disfrutad de esto!», y les mostraría la Carpeta Azul en mi mano abierta.

Y sentí un deseo tan irresistible de aproximar aunque fuera un poquito aquel momento anhelado que preparé presuroso la máquina de escribir, coloqué una hoja en blanco y comencé a teclear.

El reloj mostraba las tres menos cuarto. Víktor se levantó y abrió la ventana de par en par. La calle estaba totalmente a oscuras. Víktor terminó de fumar el cigarrillo junto a la ventana, tiró la colilla a la noche y llamó a la recepción. Le respondió una voz desconocida.

Retiré las manos del teclado y me rasqué la barbilla. Como siempre, cuando trato de comenzar mi trabajo al asalto, sólo con el entusiasmo y la inspiración, todo se atasca.





En la media hora siguiente sólo pude añadir, a mano, la palabra «mojada» y, después de «totalmente a oscuras», agregué «y en la negrura las gotas de lluvia lanzaban destellos». No, así no se trabaja en serio. El trabajo en serio lo hacen, por ejemplo, en Murashi, en la casa de creación. Primero hay que meditar, que renunciar totalmente a toda vanidad y cortar seriamente todos los caminos de retirada. Debes saber que has pagado toda tu estancia y que no te devolverán ese dinero por ninguna razón. ¡Y nada de inspiración! Sólo trabajo agotador, de esclavo, mecánico, cotidiano. Como una máquina. Como un caballo. Cinco páginas antes de la comida, dos páginas antes de la cena. O cuatro páginas antes de la comida, y entonces tres páginas antes de la cena. Nada de coñac. Nada de conversaciones. Nada de citas. Nada de reuniones. Nada de llamadas telefónicas. Nada de fiestas ni escándalos. Siete páginas diarias, y tras la cena se puede ir a la sala de billar, conversar sin prisa con otros literatos más o menos conocidos. Y si uno se mantiene firme, si no siente lástima de uno mismo, no lo quiera Dios, a tal punto que uno se dice: «Demonios, tengo derecho aunque sea una vez a la semana...», se regresa veintiséis días después a casa como un cazador afortunado, con manos y pies que no obedecen a causa del cansancio, pero alegre y con el zurrón repleto... ¡Pero yo ni siquiera he pensado qué tendré en el zurrón!

Exactamente a las ocho y treinta hubo una llamada telefónica, pero no se trataba de Lionia Jerbo. No supe quién llamaba. Alguien respiraba, el aparato oía atentamente mi voz irritada, «¿Quién llama? ¡Pulse la tecla!». Y después colgaron.

Colgué con rabia, retiré con desagrado la hoja de papel apenas comenzada, la metí en la carpeta detrás de todas las demás y cubrí la máquina. Amanecía, en el patio comenzaba otra tormenta de nieve, sentí de nuevo un dolor agudo en el costado y me acosté. De todos modos, soy un tipo colérico. Hace un momento temblaba de excitación, me parecía que no había nada más importante en el mundo que mi Carpeta Azul y que su destino estaba en los siglos por venir. Y ahora yacía allí, como una rana aplastada, y lo único que necesitaba de la eternidad era la paz.

Me dolía el costado y un cansancio inusitado se apoderó de mí, al igual que la autocompasión, y me puse a recordar, me entregué inerme a la memoria, como la gente se entrega al desmayo cuando no tiene ya fuerzas para resistir...

Ella vivía en el piso número 19, ocupaba allí una habitación, no sé en calidad de qué, estudiaba en el primer curso del Politécnico y tenía diecinueve años. Se llamaba Katia, pero F. Sorokin no sabía cuál era su apellido y nunca lo sabría. Al menos, en aquella vida.

F. Sorokin acababa de cumplir quince años por aquel entonces, había pasado a noveno grado y era un chaval alto y apuesto, aunque sus orejas eran bastante grandes y separadas de la cabeza. En las clases de educación física era el tercero, tras Volodia Pravdiuk (caído en el cuarenta y tres) y Volodia Tsínger (que ahora ocupaba un alto cargo en la industria de la aviación). Cuando conoció a Katia, ella tenía la misma estatura que él, y cuando los separó la que separa todas las uniones, Katia ya le llevaba media cabeza.

F. Sorokin se había tropezado con ella varias veces antes de conocerla: en la escalera, en casa de Anastasia Andreievna, pero ella no despertaba en él nada varonil ni personal. En aquella época era un mocoso, un chaval tonto, ese tal F. Sorokin, tan alto y guapo. La distancia entre un escolar y una estudiante universitaria parecía inconcebible, los constantes susurros con Liusia Neviérovskaia (actualmente viuda de un almirante, jubilada y al parecer bisabuela), que no dieron resultado alguno, habían erigido una barricada insuperable entre su deseo y el resto de los pechos y pantorrillas del mundo, y en general, para vaciar adecuadamente los depósitos seminales primero había que aplastar las posiciones enemigas, aniquilar o capturar vivos a Hitler y a Mussolini (en aquel entonces, F. Sorokin no sabía nada del mariscal Tojo), y poner sus cabezas a los pies de ellas.