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Después, encendió el farol de gasolina del coronel y se lo entregó a Izya.

—Si rompes éste, barba manca —prometió—, te parto la cara.

Izya, ofendido y gruñón, se marchó, pero Andrei no tenía el menor apuro por salir de allí, y examinaba la habitación, distraído. Claro que deberían registrar aquel recinto, seguramente Dagan guardaba alguna reserva para el coronel, pero por alguna razón andar revolviendo cosas allí le parecía... ¿vergonzoso, sí?

—No te avergüences, Andrei —oyó una voz conocida de repente—, no te avergüences. Los muertos no necesitan nada.

El Mudo estaba sentado al borde de la mesa, balanceando una pierna, pero ya no se trataba del Mudo, o más bien, no era del todo el Mudo. Como antes, seguía vistiendo únicamente los pantalones, con un sable corto de campaña bajo el ancho cinturón, pero su piel ahora se había vuelto mate y seca, el rostro era más redondo y en las mejillas había un rubor saludable, como el de un melocotón. Se trataba del Preceptor en persona, y por primera vez al verlo, Andrei no experimentó alegría, esperanza ni nerviosismo. Sintió incomodidad y tristeza.

—Usted, de nuevo... —gruñó, volviéndose de espaldas al Preceptor—. Hace tiempo que no nos veíamos. —Se acercó a la ventana, pegó la frente al cristal cálido y se dedicó a escudriñar las tinieblas, levemente iluminadas por las chispas del remolque que aún ardía—. Y, como puede ver —añadió—, aquí estamos, preparándonos para morir.

—¿Por qué para morir? —pronunció el Preceptor con entusiasmo—. ¡Hay que vivir! Para morir nunca es tarde, siempre es temprano, ¿no es verdad?

—¿Y si no encontramos agua?

—La encontraréis. Siempre la habéis encontrado, y ahora la encontraréis.

—Está bien, la encontraremos. ¿Viviremos junto al agua lo que nos queda de vida? ¿Para qué vivir entonces?

—¿Y para qué vivir en general?

—Eso mismo es lo que pienso: ¿para qué vivir? He vivido una vida estúpida. Preceptor. Muy tonta... Todo el tiempo he sido como basura atascada en una cañería, ni para arriba, ni para abajo. Primero, luchaba por unas ideas, después por tapices deficitarios, y finalmente me volví totalmente imbécil y he sido la causa de la desgracia de otras personas.

—No, no, eso no es serio —dijo el Preceptor—. La gente muere continuamente. ¿Qué papel tienes en todo esto? Comenzará una nueva etapa, Andrei, y desde mi punto de vista, será una etapa decisiva. En cierto sentido, hasta creo que es bueno que todo haya resultado así. Tarde o temprano eso tenía que ocurrir, era inevitable. La expedición estaba condenada. Pero vosotros habríais podido morir sin llegar a un límite tan importante.

—¿Y de qué límite se trata, me lo podría decir? —preguntó Andrei, irónico. Se volvió hasta quedar de frente al Preceptor—. Ya hubo ideas de todo tipo, especulaciones sobre el bien de la sociedad y otras tonterías semejantes para niños de pecho... También hice carrera, la suficiente, muchas gracias, estuve entre los que mandan... ¿Qué más me puede pasar?

—¡La comprensión! —dijo el Preceptor, alzando un poco la voz.



—¿Qué comprensión? ¿La comprensión de qué?

—La comprensión —repitió el Preceptor—. Eso es lo que nunca has tenido: ¡comprensión!

—De esa comprensión de la que habla estoy hasta aquí —Andrei hizo un gesto, llevándose el dorso de la mano a la nuez—. Ahora lo entiendo todo en el mundo. Llevo treinta años tratando de alcanzar esa comprensión, y al fin lo he logrado. Nadie me necesita, nadie necesita a nadie. Esté yo o no esté, luche o duerma en el sofá, da lo mismo. No se puede cambiar nada, no se puede corregir nada. Uno sólo puede acomodarse, mejor o peor. Todo sigue su marcha y uno no pinta nada en eso. Ahí tiene su comprensión, y no tengo que comprender nada más... Mejor dígame: ¿qué debo hacer con esa comprensión? ¿Guardarla marinada para el invierno o comérmela ahora?

—Exactamente. —El Preceptor asentía con la cabeza—. Ése es el límite postrero: ¿qué hacer con la comprensión? ¿Cómo seguir viviendo con ella? ¡Porque, de todos modos, hay que seguir viviendo!

—¡Hay que vivir cuando no hay comprensión! —dijo Andrei, con ira contenida—. ¡Y cuando se comprende, hay que morir! Y si yo no fuera tan cobarde... si el maldito protoplasma no me dominara de tal manera, ya sabría qué hacer. Elegiría una cuerda, la más fuerte...

Calló.

El Preceptor tomó la cantimplora, llenó un vasito con cuidado, llenó el otro y, pensativo, enroscó la tapa.

—Bien, comencemos por el hecho de que no eres un cobarde... —dijo—. Y no has buscado una soga, y no se trata de que tengas miedo. En algún lugar del subconsciente, y no muy profundo, te lo aseguro, conservas la esperanza, más aún, la convicción de que se puede vivir con la comprensión. Y vivir bastante bien. Es interesante. —Comenzó a empujar con la uña uno de los vasitos en dirección a Andrei—. Recuerda cómo tu padre te obligó a leer La guerra de los mundos,y tú no querías, te enfurecías, metías el maldito libro debajo del sofá para volver al ejemplar ilustrado del Barón Münchhausen.Wells te aburría, te daba náuseas, no sabías para qué demonios tenías que leerlo, querías seguir viviendo sin él... Y después, leíste aquel libro doce veces, te lo aprendiste de memoria, dibujaste ilustraciones para el texto e incluso intentaste escribir una continuación...

—¿Y qué? —preguntó Andrei, sombrío.

—¡Eso te ha ocurrido varias veces! —insistió el Preceptor—. Y te volverá a ocurrir. Acaban de meterte la comprensión a la fuerza, te da náuseas, no sabías para qué demonios te hace falta y quieres seguir viviendo sin ella... —Levantó su vasito y dijo—: ¡Por la continuación!

Y Andrei caminó hasta la mesa, agarró su vaso, se lo llevó a los labios, percibiendo con el alivio acostumbrado como de nuevo se disipaban todas las dudas siniestras, viendo que algo asomaba ya delante en una oscuridad aparentemente impenetrable, y entonces tenía que beber, que golpear entusiasmado la mesa con el vaso vacío y comenzar a trabajar, pero en ese momento alguien que siempre se había mantenido callado, que en treinta años no había dicho nada, quién sabe si porque dormía, porque estaba borracho o porque le daba igual, soltó de pronto una risa burlona y pronunció una palabreja sin el menor sentido: «¡Tililí, tililí!».

Andrei vertió el coñac en el suelo, dejó caer el vasito en la bandeja y se metió las manos en los bolsillos.

—Pero también he entendido otra cosa. Preceptor —dijo—. Beba, beba, por favor, yo no tengo deseos. —Andrei no podía seguir mirando aquel rostro rubicundo; le dio la espalda y caminó de nuevo hacia la ventana—. Me está siguiendo la corriente, señor Preceptor. Me sigue la corriente con demasiada desvergüenza, señor Voronin segundo, mi conciencia amarilla, elástica, como un preservativo usado... Voronin, no importa lo que hagas, todo está bien, siempre, en cualquier caso. Lo fundamental es que todos estemos saludables, y da lo mismo si ellos estiran la pata. Cuando no alcance la comida, le pego un tiro a Katzman, ¿verdad? ¡Qué encanto!