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Andrei lo entendió sólo en el último segundo, cuando el vehículo destrozado se zambulló a toda velocidad bajo las azoteas, el suelo bajo los pies se sacudió como consecuencia de un golpe monumental, se elevó una enorme columna de polvo de ladrillo, volaron por el aire pedazos del motor y jirones de hojalata, y un segundo después todo quedó cubierto por el alud amarillo.
Enmudecieron durante un rato, y quedaron escuchando con atención el estruendo retumbante, las fracturas, los zumbidos, mientras el suelo seguía temblando y la nube amarilla sobre las azoteas no dejaba distinguir nada más.
—¡Qué locura! —dijo Izya—. ¿Cómo fueron a parar allí?
—¿Quiénes? —preguntó Andrei, sin entender.
—¡Era nuestro tractor, idiota!
—¿Cuál de los dos? ¿El que se fue?
Izya calló mientras, con todas sus fuerzas, hurgaba en la nariz con sus dedos sucios.
—No lo sé —dijo—. No entiendo nada... ¿Y tú? —preguntó de repente, volviéndose hacia el Mudo.
El hombre asintió, indiferente. Izya, acongojado, se dio un fuerte manotazo en las rodillas, pero en ese momento el Mudo hizo un gesto extraño: extendió ante sí el dedo índice, lo bajó con rapidez hacia el suelo y después lo levantó por encima de la cabeza, describiendo con él una circunferencia.
—¿Y...? —preguntó Izya—. ¿Qué significa?
El Mudo se encogió de hombros y repitió el gesto. Y Andrei recordó de repente, recordó y lo entendió todo al momento.
—Las estrellas fugaces —dijo—. ¡Mira lo que era! —Rió, con amargura—. ¡Vaya, en qué momento lo he comprendido!
—¿Qué has comprendido? —gritó Izya—. ¿De qué estrellas...?
—Da igual —dijo Andrei desentendiéndose con un ademán, sin dejar de reír—. ¡Da igual, da igual, da igual! ¿Qué nos importa eso ahora? ¡Cállate, Katzman! Tenemos que sobrevivir, ¿lo entiendes? ¡Sobrevivir! ¡En este mundo asqueroso e inverosímil! Necesitamos agua, Katzman.
—Aguarda, aguarda —balbuceó Katzman.
—¡No quiero nada más! —gritó Andrei, sacudiendo los puños muy apretados—. ¡No quiero entender nada más! ¡No quiero averiguar nada más! Allá afuera hay cadáveres, Katzman. ¡Cadáveres! ¡Ellos también querían vivir! ¡Pero ahora están ahí hinchados, pudriéndose!
Izya apuntó con la barba hacia delante, bajó de la cama, agarró a Andrei por la chaqueta y lo obligó a sentarse en el suelo.
—¡Calla! —dijo, resoplando con ferocidad—. ¿Quieres una bofetada? Ahora te la doy. ¡Llorona!
Andrei rechinó los dientes y se quedó callado. Izya soltó vapor, regresó a la cama y comenzó a rascarse de nuevo.
—Nunca ha visto un cadáver... —gruñó—. No conoce este mundo... Nenaza.
Andrei, con la cara metida entre las manos, trataba de acallar dentro de sí un aullido repulsivo, carente de todo sentido. Pero con una parte de su conciencia comenzaba a entender qué le estaba ocurriendo, y eso era de utilidad. Era horrible: estar aquí, entre muertos que al parecer estaban vivos, pero que en realidad ya estaban muertos... Izya decía algo, pero él no lo escuchaba. Al rato logró serenarse.
—¿Qué dices? —preguntó, quitándose las manos de la cara.
—Digo que voy a registrar a los soldados, registra tú a los intelectuales. Y busca en la habitación de Quejada, él debía conservar las reservas intocables de los geólogos. No te preocupes, saldremos de ésta...
En ese momento se apagó el sol.
—¡De puta madre! ¡En qué mal momento! —se quejó Izya—. Ahora hay que buscar una lámpara... Espera, creo que debo tener la tuya...
—Hay que poner los relojes en hora —dijo Andrei con dificultad.
Se llevó la muñeca a los ojos, miró las manecillas fosforescentes y las puso en las doce en punto. Izya, maldiciendo entre dientes, buscaba en la oscuridad, desplazaba la cama, registraba entre los papeles. Después, se oyó cómo rascaba una cerilla. Izya estaba en el centro de la habitación, a cuatro patas, alumbrando los rincones con la cerilla.
—¿Qué cono hacéis ahí sentados? —gritó—. ¡Buscad la linterna! ¡Rápido, que sólo tengo tres cerillas!
Andrei se levantó de mala gana, pero el Mudo ya había encontrado la lámpara. Levantó el cristal y se la entregó a Izya. Tuvieron algo de luz. Izya regulaba la mecha mientras hacía pequeños movimientos con la barba. Sus dedos eran como ganchos, la mecha no se dejaba regular. El Mudo, con el rostro brillante de sudor, regresó a un rincón, se agachó y miró desde ahí a Andrei con lástima y fidelidad, con grandes ojos de niño. Un combatiente. Los restos de un ejército derrotado...
—Dame la lámpara —dijo Andrei. Se la quitó a Izya y arregló la mecha—. Vamos.
Empujó la puerta de la habitación del coronel. Las ventanas estaban herméticamente cerradas, no faltaba ningún cristal y por eso no se percibía el hedor. Olía a tabaco y agua de colonia. Olía al coronel.
Todo estaba minuciosamente ordenado: dos grandes maletas de buena piel con ropa doblada en su interior, un catre de campaña vestido sin una arruga, y de un clavo en la pared, a la cabecera, colgaba el correaje con una cartuchera y una gorra de enorme visera. En la pesada cómoda del rincón, sobre un círculo de fieltro, descansaba un farol de gasolina, a su lado había una caja de cerillas, un montón de libros y unos binoculares en su funda.
Andrei colocó su lámpara sobre la mesa y examinó el lugar. La bandeja con la cantimplora y los vasitos colocados boca abajo estaba en una de las baldas de una estantería vacía.
—Dámela —le dijo al Mudo.
El Mudo se levantó, agarró la bandeja y la puso sobre la mesa al lado de la lámpara. Andrei sirvió el coñac en los vasitos, que eran solamente dos. Se sirvió en la tapa de la cantimplora.
—Bebed —dijo—, por la vida.
Izya lo miró con aprobación, tomó un vasito y lo olfateó con cara de conocedor.
—¡Qué bien! —dijo—. ¿Por la vida, entonces? Pero ¿acaso esto es vida? —Soltó una risita, chocó su vaso con el del Mudo y bebió. Los ojos se le humedecieron—. Qué rico... —dijo, con voz algo ronca.
El Mudo también bebió, como si fuera agua, sin el menor interés. Pero Andrei estuvo largo rato de pie con su tapa llena, y no se apresuraba a beber. Tenía deseos de decir algo más, pero no sabía claramente qué. Terminaba una etapa importante y comenzaba otra. Y aunque no era posible esperar nada bueno del día de mañana, ese día sería, de todos modos, una realidad particularmente palpable, porque quizá fuera uno de los escasísimos días que aún tenían por delante. Era una sensación totalmente desconocida para Andrei, muy aguda. Pero no se le ocurrió qué más decir.
—Por la vida —se limitó a repetir y se bebió el coñac.