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—Pues no sé qué decirte. Es el aspecto práctico el que más me fastidia; por lo demás, la idea sigue gustándome.

—¿Qué idea? —preguntó Elisabeth.

Era uno de sus pequeños hábitos: hacer preguntas sobre temas discutidos ya exhaustivamente en su presencia. Esto se debía a su nerviosismo y no a torpeza o falta de atención; y en la mayor parte de los casos, antes de concluir su pregunta, recordaba, apurada, que conocía la respuesta desde el principio. A su esposo, sabedor de esta pequeña manía suya, nunca le molestó. Por el contrario, se mostraba sorprendido y divertido. Ante uno de estos casos, solía seguir hablando, constándole que Elisabeth contestaría por sí misma a su pregunta, más tarde. Pero en este particular día de marzo, Albinus se hallaba en un estado tal de irritación, caos y abatimiento que, súbitamente, sus nervios se negaron a resistir.

—¡Qué! ¿Estás en la luna? —preguntó con aspereza.

Su esposa se miró las uñas, diciendo en tono conciliador:

—¡Oh, sí! Ahora lo recuerdo.

Entonces, volviéndose a la pequeña Irma, niña de ocho años que se dedicaba a devorar sin demasiado esmero una taza llena hasta los bordes de crema de chocolate, exclamó:

—No tan rápido, querida; no tan rápido, por favor.

—Yo considero —empezó a decir Paul, aplicando de nuevo el cigarro a su boca— que todo nuevo invento...

Albinus, devorado por sus extrañas emociones, pensaba:

«¡Qué demonios me importan a mí ese tipo Rex, esta conversación imbécil, esta crema de chocolate...! Me estoy volviendo loco y nadie lo sabe. Y no puedo detenerme; es inútil intentarlo. Y mañana volveré allí, y me quedaré sentado como un idiota, en aquella oscuridad... Es increíble.»

Ciertamente, era increíble; tanto más cuanto en los nueve años de su vida de casado se había reprimido, y nunca, nunca...

«Por supuesto —pensó—, habría de decírselo a Elisabeth; o marcharme fuera con ella; o visitar a un psiquíatra; o, si no...»

No, no se puede coger una pistola y pegarle un tiro a una muchacha a quien ni siquiera se conoce, por el simple hecho de que nos atraiga.

2

Albinus no había sido nunca muy afortunado en las cosas del corazón. Aunque era bien parecido, no lograba sacar ningún partido de su atractivo sobre las mujeres —pues, decididamente, algo muy seductor irradiaba de su agradable sonrisa y de sus dulces ojos azules, un poco saltones, cuando meditaba intensamente (y, como quiera que su cerebro era más bien lento, esto ocurría con mayor frecuencia de lo debido)—. Buen conversador, pecaba tan sólo de ese ligero titubeo de habla, apenas un balbuceo, que presta renovado encanto a la frase más desabrida. Y, lo que es más (vivía en un mundo germano muy etiquetero), su padre le dejó una fortuna sólidamente invertida; a pesar de todo ello, lo romántico le jugaba la treta de hacerlo vulgar siempre que aparecía en su vida.

En sus días escolares tuvo una tediosa liaison, de las que entran en la categoría de los pesos pesados, con una dama triste y madura que, más tarde, durante la guerra, le envió calcetines bermejos, ropas interiores de lana que le hacían cosquillas sobre la piel y enormes cartas apasionadas, escritas a toda velocida con letra salvaje y criptográfica, en papel de pergamino. Luego, aquella aventura con la esposa del Herr Profesor, a quien encontrara en el Rin; la infiel era bonita, si se la miraba desde cierto ángulo y bajo cierta luz, pero resultaba tan fría y modesta que no tardó en abandonarla. Y, por último, en Berlín, inmediatamente antes de su matrimonio, trabó amistad con una mujer delgada y sombría, que le visitaba todos los sábados por la noche, y solía relatarle todo su pasado detalladamente, repitiendo la misma condenada cosa, una y otra vez, suspirando aburridamente en sus brazos y redondeando cuanto dijera con la única frase francesa que conocía: C'est la vie. Desatinos tanteos, contratiempos... Sin duda alguna, su Cupido era zurdo, mentecato y castrado de imaginacíón. Y, fuera de estos febles romances, cientos de muchachas que ocuparon sus sueños, pero a quienes jamás logró conocer; no habían hecho sino cruzarse con él, dejando, con su paso, durante uno o dos días, ese desesperado sentimiento de frustración que hace de la belleza lo que es: un remoto árbol célibe destacado contra áureos cielos; las ondas de luz reflejadas en los arcos de un puente; una cosa imposible de capturar...

Si bien amaba a Elisabeth en un cierto sentido, su esposa no supo nunca satisfacer aquel ansia que él había anhelado hasta el dolor. Elisabeth, hija de un renombrado empresario teatral, era una muchacha cimbreña, cansina, rubia, dotada de ojos transparentes y patéticos barrillos que asomaban justamente por encima de esa clase de diminutas narices que las novelistas inglesas llaman «retrousée» (nótese la segunda «e», añadida por una razón de seguridad).

En su piel delicada, el más leve toque dejaba una mancha renegrida, que tardaba en desvanecerse.

Se casó con ella sencillamente porque sí. Un viaje a las montañas en su compañía, amén de su grueso hermano y una prima notablemente atlética que, a Dios gracias, acabó por dislocarse el tobillo en Pontresina, fueron los principales promotores de su unión. Había algo tan delicado, tan airoso en Elisabeth, y su risa era hasta tal punto sana... Se casaron en Munich, a fin de escapar del agobio de sus muchas relaciones berlinesas. Los castaños se hallaban en plena florescencia. Perdieron una pitillera de oro, joya de familia, en un jardín ya olvidado. Uno de los camareros del hotel sabía hablar siete idiomas. Elisabeth resultó tener una pequeña y tierna cicatriz, fruto de la apendicitis.

Ella era un alma de Dios, afectuosa, dócil y gentil. Su amor era un amor de lirio; pero alguna que otra vez se inflamaba y, en estas ocasiones, Albinus concebía la engañosa idea de el amor.

Cuando Elisabeth quedó embarazada, sus ojos cobraron una vacua expresión de contento, como si estuviera admirando aquel nuevo mundo intestinal suyo; su andar descuidado trocóse en otro alerta, medido, como si se dedicara a devorar puñados de nieve recogidos precipitadamente del suelo, cuando no la veía nadie. Albinus hizo cuanto pudo por cuidarla; la llevó a dar largos y despaciosos paseos; se encargaba de que su esposa se acostase temprano, y cuidaba, cuando Elisabeth se movía por la habitación, que no tropezase con los salientes de algún mueble; pero, por la noche, sus sueños le enfrentaban a una muchacha que yacía, desperezándose, en una cálida playa solitaria, y, en esos sueños, le acometía un repentino temor de ser sorprendido por su esposa.

Por la mañana, Elisabeth consideraba su cuerpo fláccido ante el espejo del armario y esbozaba una sonrisa, satisfecha y misteriosa. Un día se la llevaron a una clínica y Albinus vivió tres semanas solo. No sabía qué hacer consigo mismo; bebió una buena cantidad de coñac y se torturó con dos pensamientos oscuros, de clase distinta. El primero era que su esposa podía morir, y el otro que, de tener sólo un poco más de valor, podría encontrar a alguna mujercita cariñosa y volverse con ella a su alcoba vacía.