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Albinus, un respetable crítico de arte, se enamora de la joven Margot, que trabaja como acomodadora en un cine, y se fuga con ella. Pero aparece una tercera persona: Axel Rex, un joven y cínico artista que ha sido amante de Margot.
Vladimir Nabokov
Risa en la oscuridad
Cámara oscura
Título inglés de la obra: LAUGHTER IN THE DARK
Traducción del inglés de ANTONIO SAMONS
1
Érase una vez un hombre que se llamaba Albinus y vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Pero un día abandonó a su esposa por causa de una amante joven; amó, no fue amado, y su vida acabó en el desastre.
Ésta es toda la historia, y en eso podríamos haberla dejado de no reportarnos provecho y placer el relatarla; y aunque hay suficiente espacio en una lápida para verter, sintetizada y encuadernada en musgo, la glosa de la vida de un hombre, a todo el mundo le gusta conocer pormenores.
Y dícese que una noche entre las noches, Albinus concibió una idea feliz. Cierto es que no le pertenecía del todo, pues se la sugirió una frase de Conrad (no del famoso polaco a quien todos conocemos, sino de Udo Conrad, el autor de las Memorias de un hombre desmemoriadoy de aquella otra acerca del viejo mago que se hizo desaparecer a sí mismo en su sesión de despedida). En cualquier caso, Albinus hizo suya la idea, gustando de ella, jugando con ella y dejando que se desarrollase en su interior, cosa bastante para conferirnos derecho a la propiedad legal en la ciudad libre del pensamiento. Como crítico de arte y experto en pintura, a menudo hallaba diversión en atribuir a este o aquel viejo maestro paisajes y rostros que él, Albinus, encontraba en la vida real. Esto trocaba su existencia en bella pinacoteca, atestada de deliciosas falsificaciones. Una noche, mientras concedía unas vacaciones a su erudito cerebro escribiendo un pequeño ensayo (nada brillante, desde luego, pues no era un hombre de dotes excepcionales) sobre el arte del cinema, le llegó la hermosa idea.
Estaba relacionada con los dibujos en colores animados, que acababan de aparecer en aquella época. «¡Qué fascinante sería —pensó— poder reproducir en vívidos colores algún cuadro famoso, con preferencia de la Escuela Holandesa, y darle vida, llevándolo a la pantalla e imprimirle movimientos y gestos en completa armonía con su inmovilidad! Por ejemplo, una cervecería, con unas pocas gentes junto a mesas de madera bebiendo en abundancia, desde la que se viese un retazo de patio soleado y enjaezados caballos. De pronto, todo cobra vida: aquel hombre pequeño vestido de rojo deposita su bock sobre la mesa, se libera la muchacha de la bandeja de su estática postura, y picotea la gallina el suelo, en el umbral. Luego, podría hacerse que las diminutas figuras salieran de la taberna y se pasearan por un paisaje del mismo pintor, que mostrara, acaso, un cielo pardo y un canal neiado, donde gentes, con aquellos curiosos patines que se usaban en otros tiempos, deslizándose, trazaran las anticuadas espirales esbozadas en el cuadro; o un camino húmedo, bajo la niebla, y dos jinetes recorriéndolo. Por último, todos regresarían a la taberna y, poco a poco, imágenes y luces cobrando su orden primitivo, colocándose en su sitio, para completar toda la escena con el primer cuadro. Podría también probarse con los maestros italianos: el cono azul de una colina que asoma en la distancia, un blanco camino serpenteante, pequeños peregrinos ascendiendo a todo lo largo... E incluso quizá temas religiosos, pero sólo aquellos de figuras menores. Y el dibujante habría de poseer un profundo conocimiento del pintor de que se tratase y de su época, y, además, estar dotado del talento suficiente para no incurrir en ninguna inconcordancia entre los movimientos que reprodujera y los plasmados por el viejo maestro: tendría que extraerlos del mismo cuadro... ¡Oh, si pudiera realizarse! Y los colores..., los colores serían, de fijo, mucho más atractivos que los de los dibujos animados... ¡Qué cuento podría hacerse! ¡El cuento vislumbrado por un artista, el feliz viaje del ojo y del pincel, el mismo del pintor escogido, pero vivificado con los tintes que él, Albinus, había descubierto!»
Pasado un tiempo, dio la casualidad de que hablase de su idea a un productor cinematográfico, pero éste no se mostró seducido en lo más mínimo. Dijo que aquello implicaba un minucioso trabajo, que requería nuevos perfeccionamientos del método de animación y que costaría una verdadera fortuna; dijo, también, que un filme de tal envergadura, debido a sus difíciles dibujos, no podría durar, en buena ley, más que unos pocos minutos y, aun así, aburriría a la gente lo indecible, causando general descontento.
Albinus habló con otro hombre de cine. También acogió la proposición con mucha tibieza.
—Podríamos empezar con algo simple —exclamó Albinus—: una vidriera de colores que cobrara vida, motivos animados de heráldica, uno o dos santitos...
—Me temo que no sirve; no podemos arriesgarnos con películas de fantasía.
Pero Albinus siguió aferrado a su idea. Por último, le hablaron de un tipo inteligente, Axel Rex, que tenía una mano maravillosa para el dibujo animado (por cierto, había ilustrado un cuento persa de hadas que hizo las delicias de los exquisitos de París, arruinando al hombre que financió la aventura). Albinus trató de verle, enterándose, no obstante, de que Rex acababa de marchar a los Estados Unidos, donde hacía dibujos para un periódico ilustrado. Después de un cierto tiempo, logró entrar en contacto con él, y Rex pareció interesarse.
Un determinado día de marzo, Albinus recibió una carta del artista, pero el hecho coincidió con una crisis súbita de su vida privada —muy privada—, de forma que la bella idea, que en otras circunstancias acaso hubiera prosperado, al hallar un muro en que enraizarse y florecer, se agostó, marchitándose, en el curso de la última semana.
Rex le escribió que era inútil seguir tratando de atraerse a la gente de Hollywood y añadía, con frialdad, que, siendo Albinus un hombre de medios, se financiara su idea, caso en el cual él, Rex, aceptaría unos honorarios de tanto (suma sobrecogedora), pagaderos en su mitad por anticipado, por dibujar una película sobre un tema de Breughel —los «Proverbios», por ejemplo—, o cualquier otra cosa que gustara encargarle.
—En tu lugar —indicó Paul, cuñado de Albinus, hombre fornido y bondadoso de cuyo bolsillo emergían los sujetadores de dos lápices y dos plumas—, no vacilaría en aceptar. Las películas ordinarias cuestan más; quiero decir, esas con guerras y edificios que se vienen abajo.
—Sí, pero con ésas recuperas todo lo invertido, y yo no lo recuperaría —objetó Albinus.
—Me parece recordar —dijo el otro, chupando su cigarro puro (estaban acabando de cenar)— que te proponías sacrificar una suma considerable, no menor que la que te pide ese americano. Entonces, ¿qué diablos pasa? No pareces tan entusiasmado como hace unos días. No irás a desechar la idea, ¿verdad?