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Avanzó lo más lentamente posible, a fin del poder detectar cualquier sonido. Tropezó con algo duro y lo palpó con una mano, sin perder un solo momento la dirección que seguía su brazo rígido. Era un baúl pequeño. Lo empujó con la rodilla y, sacándolo de en medio, siguió avanzando, conduciendo a la presa invisible, que había ante él hasta un ángulo imaginario. El silencio de Margot le irritaba al principio, pero ahora podía detectarla con toda facilidad. No era su respiración, ni el batir de su corazón, sino una especie de impresión general: la voz de la propia vida de su presa que, dentro de un instante, destruiría. Y luego, la paz, la serenidad, la luz...
De pronto captó la relajación de una fuerza en el rincón ante el que se encontraba. Levantó la pistola y forzó a Margot a retroceder de nuevo. Ella pareció retorcerse súbitamente, como una llama bajo un soplo; luego se arrastró, se extendió..., iba a cogerle de las piernas. Albinus no pudo dominarse más; con un gruñido fiero apretó el gatillo.
El disparo hendió la oscuridad, e inmediatamente después algo le golpeó en las rodillas, derribándole, y durante un segundo estuvo enredado en una silla que le había sido arrojada. Al caer, perdió la pistola, pero la encontró de nuevo en seguida. Al mismo tiempo, percibió una respiración rápida, un olor de esencia y de respiración, y una mano fría, endeble, trató de arrancar el arma de la suya. Albinus agarró algo vivo, algo que emitió un grito repugnante, como si una criatura de pesadilla estuviera siendo acosada por su compañero de pesadilla. La mano que sujetaba le arrebató el arma, y sintió el cañón apoyado contra su cuerpo; y, junto con una débil detonación que parecía haberse producido a kilómetros de distancia, en otro mundo, hubo una puñalada que le atravesó el costado, llenando sus ojos de una gloria deslumbrante.
«¿Así que eso es todo? —se dijo muy suavemente, como si estuviera yaciendo en una cama—. Tengo que estar quieto durante unos momentos y luego caminar muy despacio a lo largo de esa brillante arena del dolor, hacia esa ola azul, azul. ¡Qué dicha se encuentra en lo azul! Nunca imaginé lo azul que podía ser lo azul. ¡Qué lío ha sido la vida! Ahora lo sé todo. Viene, viene, viene a ahogarme. Ahí está. ¡Cómo duele! No respiro...»
Se sentó en el suelo, con la cabeza inclinada, y luego se dobló lentamente hacia delante, cayendo, como una gran muñeca, como una blanda muñeca, a un lado.
(Indicaciones para la última escena, muda: puerta, abierta de par en par. Mesa, arrojada lejos de ella. Alfombra, abultada junto a la pata de una mesa, formando una ola helada. Silla en el suelo, junto al cadáver de un hombre que lleva un traje color berenjena y zapatillas de felpa. Pistola automática, no visible está debajo del hombre. Armarito donde estuvieran las miniaturas, vacío. En la mesita, donde de hacía tiempo inmemorial veíase una danzarina de ballet de porcelana, más tarde trasladada a otra habitación, un guante de mujer, negro por fuera, blanco por dentro. Junto al sofá listado aparece un elegante baulito, con una etiqueta de colores aún adherida a él: «Rouginard, "Hotel Brita
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