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¿Recuerdo, en realidad, su pelo corto, su inflada cara pálida y sus rojas orejas? Sí, con toda claridad. Recuerdo aún su manera de retirar el hombro debajo de la orgullosa mano paterna mientras la orgullosa voz paternal decía:

—Este niño acaba de obtener un cinco y medio en el examen de Algebra.

Desde el corredor llegaba un penetrante olor a budín de coles, y, a través de la puerta abierta de la sala de estudio, se divisaba un mapa de Rusia. Sobre la pared, algunos libros colocados en un estante, una ardilla de paño y un monoplano de juguete, con alas de tela y motor de elástico. Si se enrollaba la hélice más de lo debido, el elástico empezaba a retorcerse formando fascinantes remolinos que anunciaban el fin de su resistencia.

2

Cinco años más tarde, después de pasar el verano en nuestra finca cercana a San Petersburgo, mi madre, mi hermana menor y yo visitamos a una tía vieja y aburrida en un dominio rural extrañamente desolado y situado no lejos de un famoso balneario de la costa del Báltico. Una tarde, mientras con reconcentrado éxtasis estaba yo extendiendo un espécimen muy raro de Paphia Fritillary tuyas bandas plateadas se habían unido en una extensión pareja y de brillo metálico sobre sus alas traseras, un camarero me avisó ¡ue la señora deseaba verme. La encontré en el salón de recepciones hablando con dos muchachos orgullosos vestidos con uniformes universitarios. Uno, el de la pelusa rubia, era Timofey Pnin; el otro, de cabellos rojizos, era Grigory Belochkin. Habían ido a solicitar la autorización de mi tía abuela para representar una pieza teatral en una bodega vacía situada en los confines de su propiedad. La obra era una traducción rusa del Liebelei, en tres actos, de Arthur Schnitzler. Ancharov, un actor provinciano semi-profesional, cuya reputación se basaba principalmente en algunos recortes de diarios ya desvaídos, los ayudaría a preparar la función. ¿Quería yo participar? Pero a los dieciséis años yo era tan arrogante como tímido, y me negué a representar el caballero anónimo en el primer acto. La entrevista terminó con un mutuo malestar que no disminuyó al volcar Pnin, o Belochkin, una copa de kvasde pera; y yo volví a mi mariposa. Quince días después tuve que asistir a la representación. La bodega estaba llena de dachniki(veraneantes) y soldados convalecientes de un hospital cercano. Fui con mi hermano. Al lado mío se sentó el administrador de las propiedades de mi tía, Robert Karlovich Horn, hombre gordo y alegre, natural de Riga, de ojos inyectados color azul-porcelana, que aplaudía con entusiasmo cuando no era apropiado. Recuerdo el olor de la decoración de ramas de abeto y los ojos de los niños campesinos brillando en los intersticios de las murallas. Los asientos de primera fila estaban tan cerca del proscenio que, cuando el marido traicionado exhibió un paquete de cartas de amor escritas a su esposa por Fritz Lobheimer, oficial de dragones y estudiante universitario, y las lanzó a la cara de Fritz, se vio perfectamente que eran tarjetas postales viejas. Estoy seguro de que el pequeño papel de este airado caballero fue desempeñado por Timofey Pnin (aunque también podría haber aparecido personificando a otro en los actos siguientes); pero un abrigo color ante, espesos bigotes y una peluca oscura con raya al medio, disfrazaban de tal manera, que el minúsculo interés que yo sentía por su existencia no habría podido garantizar una seguridad consciente de mi parte. Fritz, el joven amante condenado a morir en un duelo, no sólo tenía esa intriga misteriosa entre bastidores con la dama de terciopelo negro, esposa del Caballero, sino que jugaba también con el corazón de Christine, una ingenua joven vienesa. El papel de Fritz lo representaba el cuarentón y fornido Ancharov, que estaba maquillado y se golpeaba el pecho como quien sacude alfombras, y que con sus contribuciones improvisadas al papel que había desdeñado aprender casi paralizaba al amigo de Fritz, Theodor Kaiser (Grigoriy Belochkin). Una solterona, adinerada en la vida real, a quien Ancharov trataba de complacer, hacía malamente el papel de Christine Weiring, la hija del violinista. El papel de la pequeña sombrerera, querida de Theodor, Mizi Schlager, fue desempeñado en forma encantadora por una linda niña de cuello espigado y ojos de terciopelo, la hermana de Belochkin, que se llevó la mayor ovación de la noche.

No es probable que durante los años de la Revolución y la Guerra Civil que la siguió, haya tenido yo ocasión de recordar al doctor Pnin y a su hijo. Si he reconstruido con cierto detalle las impresiones precedentes; es sólo para fijar lo que pasó por mi mente como un destello cuando, en una noche de abril de principios de la década 1920-29, en un café de París, me encontré dando un apretón de manos a Timofey Pnin, entonces de barba rojiza y ojos infantiles, joven y erudito autor de varios artículos admirables sobre la cultura rusa. Los escritores y artistas emigrados acostumbraban reunirse en Les Trois Fontainesdespués de los recitales o charlas, tan populares entre los expatriados rusos; y fue en una de esas ocasiones cuando, afónico todavía por la lectura, no sólo traté de recordar a Pnin nuestros anteriores encuentros, sino de entretener a los que lo rodeaban con la extraordinaria fuerza y lucidez de mi memoria. Sin embargo, él lo negó todo. Dijo que recordaba vagamente a mi tía abuela, pero que nunca la había visto. Dijo que sus notas en álgebra habían sido siempre mediocres y que, en todo caso, su padre nunca lo había exhibido a sus clientes. Dijo que en Zabava(Liebelei) sólo hizo el papel del padre de Christine. Nuestra pequeña discusión no pasó de una broma; todos rieron. Dándome cuenta de la resistencia que él oponía a reconocer su propio pasado, pasé a un tema menos personal.

Luego me percaté de que una muchacha llamativa, que llevaba una blusa de seda negra, se había constituido en mi mejor auditora. Estaba ante mí, de pie, con el codo derecho apoyado en la palma izquierda, sosteniendo un cigarrillo entre el pulgar y el índice de la mano derecha como lo habría hecho una gitana. Tenía los brillantes ojos azules semicerrados por el humo que escapaba del cigarrillo. Era Liza Bogolepov, estudiante de medicina y también poetisa. Me preguntó si podía enviarme un puñado de poemas para que los criticara. Un poco después, en la misma reunión, la vi sentada junto a un joven compositor repulsivamente velludo, Iván Nagoy. Estaban bebiendo auf Bruderschaft, lo que se hace enlazando el brazo con el del compañero de bebida; y unos cuantos asientos más allá, el doctor Barakan, un neurólogo de talento y reciente amante de Liza, la observaba con muda desespe—; ración. Pocos días más tarde ella me envió los poemas. Una gran parte de su producción pertenecía a la especie que las rimadoras emigradas escribían imitando a Akhmatova: poemitas lírico-sentimentales que comenzaban de puntillas, con tetrámetros más o menos anapésticos, y acababan por sentarse pesadamente, dando un suspiro melancólico.

Samotsvétov króme ochéy

Net u menyá nikakíb

No esf roza eshchó nezhnéy

Rózovih gúb moíh.

y uno sha tihiv skazál:

«Vashe sérdtse vsegó nezhnéy...»