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A
No es cuestión de destripar Pnin. Tal vez hablar de las características del narrador ya sea demasiado revelador para quienes no han leído la novela y a quienes hay que aconsejarles que dejen de leer esto y se sumerjan sin pensárselo en las páginas de Nabokov, pero es imposible hablar de Pnin sin hablar de ese sujeto esquivo y artero a través de cuya voz Nabokov nos explica su historia.
Pero nos quedaremos en lo anecdótico. El narrador de nuestra historia, además de un aparente mentiroso, demasiado imaginativo, y de fundar su historia en relatos de otras personas, resulta que tiene la extraña propiedad de convocar a su alrededor duplicados de personas, como en el caso de la universidad en la que coincidieron hasta seis Pnin distintos, o en el caso de Thomas Wy
Pero es inevitable que leyendo, y releyendo es mejor, las novelas de Nabokov a uno se le ocurran las más disparatadas teorías. Así que no sé hasta que punto será un desvarío enfocar Pnin desde otro punto de vista obtenido a partir de las pistas que nos va dejando Nabokov.: Las ardillas.
Es un tema recurrente que aparece a lo largo de la narración, y de alguna forma en momentos en que Pnin se abandona a recuerdos infantiles. La primera aparición de la ardilla es en el dibujo del empapelado de su habitación de niño, luego, tras su ensoñación, aparece justo delante de él, mascando un hueso de melocotón que en el papel pintado era algo indefinido. Tiene un par más de apariciones, viva o disecada, hasta llegar a la teoría de Pnin sobre el zapato de cristal de la Cenicienta, que no era de cristal sino de piel de ardilla. ¿Este juego de Nabokov quiere establecer un paralelismo entre Pnin y la Cenicienta, es decir, entre la apariencia de una persona y su verdadero ser? Es posible. Pnin en realidad es un "principe" y no el personaje ridículo y risible que se empeñan en mostrarnos, Pnin es un erudito, y el rechazo que sienten el resto de los profesores se manifiesta a través de destacar su estrafalaria persona, cuando en realidad lo que temen es su inteligencia y su competencia.
De todas formas, reducirlo a esto solamente sería empobrecer la obra que, como todas las de Nabokov, es impecable literariamente, estando Pnin particularmente enriquecida con el sutil sentido del humor de Nabokov.
Vladimir Nabokov
PNIN
CAPITULO PRIMERO
I
El pasajero de edad madura sentado junto a la ventana del costado norte de ese tren inexorable, al lado de un asiento vacío y frente a otros dos, también vacíos, era nada menos que el profesor Timofey Pnin. Increíblemente calvo, tostado por el sol y bien afeitado, Pnin comenzaba en forma bastante imponente con esa cúpula marrón que era su cabeza, las gafas de carey (que ocultaban una infantil ausencia de cejas), el labio superior simiesco, el grueso cuello y aquel torso de hombre fuerte embutido en una ceñida chaqueta de twed; lo que no le impedía terminar, de manera harto decepcionante, en un par de piernas ahusadas (metidas ahora en pantalones de franela y puesta una sobre otra), y en unos pies de aspecto frágil, casi femeninos.
Los desaliñados calcetines eran de lana escarlata con rombos violáceos. Sus severos zapatos negros le habían costado casi tanto como el resto de su atavío (incluyendo la llameante corbata pajarita). Antes de la década de 194..., en el tranquilo período europeo de su vida, había usado siempre ropa interior larga, con los extremos metidos en primorosos calcetines de seda con flechas bordadas, sobrios de tono y bien estirados por medio de ligas forradas en algodón. Por aquella época, a Pnin le habría parecido tan indecente exhibir una punta de esa ropa interior blanca al recoger mas de la cuenta el pantalón, como presentarse ante señoras sin cuello ni corbata; porque, aunque hubiera sido la ruinosa madame Roux, la portera de aquel escuálido edificio de departamentos del decimosexto distrito de París (donde Pnin había vivido quince años después de escapar de la Rusia leninizada y de haber completado su educación universitaria en Praga), aunque hubiera sido ella quien hubiese entrado a cobrar el alquiler mientras éste se hallaba sin su faux col, el relamido Pnin habría escondido su cuello tras una casta mano. Todo lo cual sufrió un cambio en la turbulenta atmósfera del Nuevo Mundo. Hoy día, a los cincuenta y dos años, era un entusiasta de los baños de sol, usaba camisas y pantalones deportivos y, cuando se cruzaba de piernas, cuidadosa, deliberadamente y con todo descaro, mostraba una enorme extensión de canilla desnuda. Así lo habría podido ver en ese memento cualquier otro viajero, pero, salvo un soldado que dormía en un extremo y dos mujeres absortas ante un nene en el otro, Pnin era dueño del vagón.
Pero ahora es preciso revelar un secreto. El profesor Pnin se había equivocado de tren. El lo ignoraba; al igual que el inspector, que ya enhebraba su camino a través del convoy hacia el vagón dei Pnin. En realidad, Pnin se sentía en estos momentos muy satisfecho de sí mismo. Cuando la vicepresidenta del Club Femenino de Cremona, una tal miss Judith Clyde, lo invitó a pronunciar una conferencia para unos de los Viernes Vespertinos de Cremona — ciuda situada a unas doscientas verstas al oeste de Waindell, refugio académico de Pnin desde 1945—, ella había advertido a nuestro amigo que el tren más conveniente salía de Waindell a las 1,52 P. M.; llegaba a Cremona a las 4,17; pero Pnin, que, como tantos rusos, era un apasionado de todo lo que tuviera relación con horarios, mapas y catálogos —los coleccionaba, los cogía a montones sólo por darse el vigorizante placer de obtener algo a cambio de nada y experimentaba un orgullo especial en descifrar itinerarios por sí mismo—, había descubierto, después de un examen, un avisillo que señalaba un tren aún más conveniente (salida de Waindell, 2,19 P. M.; llegada a Cremona, 4,32 P. M.); el aviso indicaba, además, que los viernes, y sólo los viernes, se detenía en Cremona aquel tren de las 2,19, en su recorrido hacia una ciudad mucho más grande y distante, agraciada también con un meloso nombre italiano. Desgraciadamente para Pnin, su itinerario tenía cinco años y estaba parcialmente fuera de uso.
Pnin enseñaba ruso en Waindell College, una institución algo provinciana, caracterizada por una laguna artificial inserta en medio de bien diseñados jardines, galerías revestidas de hiedra que conectaban los diversos pabellones, murales que representaban a miembros identificables de la Facultad en el instante de pasar la antorcha del saber, de manos de Aristóteles, Shakespeare y Pasteur, a un grupo de descomunales muchachas y muchachos campesinos, y por un colosal Departamento de Alemán, bullente de actividad y vivazmente próspero, al que su Director, el doctor Hagen, llamaba (pronunciando con efectación cada sílaba) «una universidad dentro de la universidad».