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—No está en casa, se ha marchado; se ha marchado completamente — y el que hablaba colgó el aparato. Pero nadie excepto mi viejo amigo, ni siquiera su mejor imitador, habría podido pronunciar en esa forma las palabras: atcon la «a» alemana, homecon la «o» francesa y gonecon la «o» rusa. Cockerell propuso entonces ir en auto a la Vía Todd 999 y dar una serenata a su oculto ocupante. Afortunadamente intervino mistress Cockerell y, después de una noche que me dejó con el equivalente mental de un mal gusto en la boca, nos fuimos a la cama.
7
Pasé una mala noche en esa habitación encantadora, ventilada y muy bien amueblada, donde ninguna puerta ni ventana cerraba bien, y donde una edición de Sherlock Holmes, que me ha perseguido durante años, servía de base a una lámpara de noche tan débil y desvaída, que las pruebas de imprenta que había llevado para corregir no pudieron aliviar mi insomnio. Los atronadores camiones estremecían la casa cada dos minutos. Dormité a ratos; de pronto me senté, sofocando un grito: a través de la parodia de persiana, una luz proveniente de la calle se reflejó en el espejo y me deslumbró, haciéndome creer que tenía al frente un pelotón de fusilamiento.
Tengo una constitución tal, que necesito tragarme el jugo de tres naranjas antes de afrontar los rigores del día. Así fue como a las 7.30 me di una rápida ducha, y cinco minutos después, salí de la casa en compañía del deprimido Sobakevich, el de las largas orejas.
El aire era acre; el cielo parecía bruñido. Hacia el sur, el camino vacío ascendía un cerro azul entre manchones de nieve. Un álamo temblón, alto y sin hojas, tan amarillo como una escoba, se alzaba a mi derecha, y su larga sombra matinal cruzaba hasta el lado opuesto de la calle y llegaba hasta una casa de color crema; con motivos arquitectónicos festoneados, casa que, según Cockerell, mi predecesor había tomado por el Consulado Turco, dada la multitud de gente con fez que había visto entrar en ella. Torcí a la izquierda, luego hacia el norte, y caminé un par de cuadras cerro abajo, hasta un restaurante que había visto la víspera; pero éste aún no había abierto y regresé. Apenas había dado dos pasos cuando un gran camión que acarreaba cerveza pasó calle arriba, seguido, inmediatamente, por un pequeño sedán azul pálido del que asomaba la cabeza blanca de un perro, y después por otro camión enorme. El humilde sedán iba atiborrado de hatillos y valijas; su conductor era Pnin. Lancé un grito de saludo, pero él no me vio; mi única esperanza era caminar cerro arriba con suficiente rapidez como para alcanzarlo y que la luz roja de la bocacalle siguiente lo detuviera.
Pasé apresuradamente al camión de más atrás y volví a divisar a mi viejo amigo, su perfil tenso bajo un gorro con orejeras y abrigado con una trinchera; pero la luz se volvió verde en seguida; el perrito blanco que se asomaba ladró a Sobakevich y todo se precipitó hacia delante: el camión número uno, Pnin y el camión número dos. Desde donde estaba, los vi alejarse por el marco del camino, entre la casa morisca y el álamo de Lombardía. Después, el pequeño sedán pasó atrevidamente al camión delantero y, por fin libre, se lanzó por el camino resplandeciente que se estrechaba hasta convertirse en un hilo en medio de la suave neblina que, cerro tras cerro, convertía en belleza la distancia y donde ya no era posible predecir qué milagro ocurriría.
Cockerell, con bata marrón y sandalias, dejó entrar al cockery me llevó a la cocina para darme un deprimente desayuno británico de riñones y pescado.
—Y ahora —me dijo— voy a imitar a Pnin cuando se levantó para dar una conferencia en el Club de Señoras de Cremona y descubrió que había traído el texto para otra conferencia.
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