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Creo que dormité una o dos horas, o al menos conseguí mantener en las sombras mi visión interior. Cuando abrí los ojos, mis compañeros hablaban y comían y de pronto me sentí tan mal que salí y me senté en un escalón durante el resto del viaje, con el espíritu tan en blanco como aquella maldita mañana. El tren llevaba mucho retraso a causa de la nevisca nocturna o por otro motivo, de modo que no llegamos a París hasta las cuatro menos cuarto de la tarde. Me castañeteaban los dientes cuando caminaba por la plataforma, y durante un instante tuve la absurda idea de gastar dos o tres de los francos que tintineaban en mi bolsillo bebiendo algún licor fuerte. Pero me dirigí a la cabina telefónica y hojeé la grasienta guía buscando el número del doctor Starov y procurando no pensar si Sebastian estaría aún vivo. Starkaus, cueros, pieles; Starley, prestidigitador, humorista; Starov... ah, éste era: Jasmin 61-93. Después de algunas torpes manipulaciones olvidé el número en la mitad, luché de nuevo con la guía, marqué y esperé un momento, oyendo un zumbido de mal agüero. Durante unos instantes esperé inmóvil: alguien abrió la puerta y se retiró con un murmullo. Marqué de nuevo, cinco, seis, siete veces, y de nuevo oí el ronquido nasal: trrr, trrr, trrr. ¿Por qué tendría tan mala suerte? «¿Ha terminado?», preguntó la misma persona, un maldito viejo con cara de bulldog. Tenía los nervios deshechos y reñí con el viejo grosero. Por suerte quedó libre otra cabina y se metió en ella. Lo intenté una vez más. Al fin tuve éxito. Una mujer me dijo que el doctor estaba ausente, pero podía dar con él a las cinco y media... y me dio el número. Cuando entré en mi oficina advertí que mi aparición suscitaba cierta sorpresa. Hablé del telegrama recibido pero el jefe no se mostró tan simpático como preveía. Me hizo extrañas preguntas sobre el negocio de Marsella. Al fin obtuve el dinero y pagué el taxi que esperaba a la puerta. Eran las cinco menos veinte, de modo que tenía una hora de tiempo.

Me afeité y comí un apresurado almuerzo. A las cinco y veinte llamé al número indicado y me dijeron que el doctor se había ido a su casa y regresaría al cabo de un cuarto de hora. Estaba demasiado impaciente para esperar y marqué el número de su casa. La voz femenina que ya conocía me informó que acababa de partir. Me apoyé contra la pared (el teléfono estaba en un café) y golpeé en ella con mi lápiz. ¿Llegaría alguna vez hasta Sebastian? ¿Quiénes serían los imbéciles que escriben en las paredes «Mueran los judíos» o «Vive le front populaire»o hacían dibujos obscenos? Algún artista anónimo había empezado a dibujar cuadrados..., un tablero de ajedrez, ein Schachbrett, un damier...Hubo un relámpago en mi cerebro y la palabra se formuló en mis labios: ¡St. Damier! Corrí afuera y llamé a un taxi. ¿Podía llevarme a St. Damier, sea donde fuere? Cogió pausadamente un mapa y lo estudió un momento. Después contestó que le llevaría por lo menos dos horas llegar hasta ese lugar, según las condiciones del camino... Le pregunté si era mejor ir en tren. No lo sabía.

—Bueno, inténtelo y vaya rápido —dije, y se me cayó el sombrero al subir al automóvil.

Tardamos un largo rato en salir de París. Encontramos en nuestro camino toda suerte de obstáculos y creo que nunca odié nada tanto como el brazo de un policía en una esquina. Al fin nos desembarazamos de la maraña del tráfico en una larga y oscura avenida. Pero no íbamos demasiado rápido. Corrí el cristal e imploré al chófer que aumentara la velocidad. Respondió que el pavimento estaba muy resbaladizo, y en verdad una o dos veces patinamos. Después de una hora de marcha se detuvo y preguntó por el camino a un policía que iba en bicicleta. Ambos discurrieron largamente sobre el mapa del policía, y el chófer cogió el suyo, y los compararon. Habíamos equivocado el rumbo en alguna parte y ahora debíamos rehacer por lo menos tres kilómetros. Volví a correr el cristal: el conductor andaba a paso de tortuga. Sacudió la cabeza sin tomarse el trabajo de volverse. Miré mi reloj, eran casi las siete. Nos detuvimos en una estación de servicio y el chófer tuvo una conversación confidencial con el empleado. Yo no tenía la menor idea de dónde estábamos, pero como el camino corría entre campos supuse que nos acercábamos a mi destino. La lluvia golpeaba contra las ventanillas y cuando pedí una vez más al conductor que apurara un poco la marcha, perdió la paciencia y respondió con rudeza. Aterido, desesperado, volví a reclinarme en mi asiento. Ventanas iluminadas pasaban más allá de los cristales. ¿Llegaría alguna vez hasta Sebastian? ¿Lo encontraría vivo si alguna vez llegaba a St. Damier? Una o dos veces nos pasaron otros automóviles e hice notar su velocidad a mi conductor. No contestó, pero de pronto se detuvo y con un ademán violento desplegó su ridículo mapa. Pregunté si se había perdido de nuevo. Siguió ¿aliado, pero la expresión de su gordo cuello era de gran irritación. Seguimos la marcha. Advertí con satisfacción que ahora íbamos mucho más rápido. Pasamos bajo un puente y llegamos a una estación. El chófer bajó y abrió la portezuela.

—Bueno —pregunté—, ¿y ahora qué pasa?

—Siga usted en tren —dijo el chófer—. No quiero destrozar mi automóvil por usted. Esta es la línea St. Damier, y tiene usted suerte de haber llegado hasta aquí.

Tenía aún más suerte de lo que él pensaba, porque había un tren a los pocos minutos. El jefe de estación juró que estaría en St. Damier a las nueve. La última etapa de mi viaje fue la más oscura. Estaba solo en mi compartimiento y un curioso sopor se había apoderado de mí: a pesar de mi impaciencia, temía caer dormido y pasarme. El tren se detenía con frecuencia y era algo muy penoso descifrar el nombre de la estación. De pronto tuve la horrible sensación de que me había despertado una sacudida después de dormir pesadamente durante un lapso desconocido. Cuando miré el reloj eran las nueve y cuarto. ¿Me habría pasado? Ya estaba a punto de hacer funcionar la alarma, cuando el tren empezó a aminorar la marcha y al asomarme por la ventanilla vi un letrero que pasaba fluctuando y se detenía: St. Damier.

Después de un cuarto de hora de caminar por senderos oscuros entre lo que me pareció un pinar por su susurro, llegué al hospital de St. Damier. Oí un arrastrarse, un jadeo tras la puerta, y me abrió un hombre gordo, con un grueso jersey gris a modo de chaqueta y raídas zapatillas. Entré en una especie de oficina apenas iluminada por una débil lamparilla eléctrica, que parecía revestida de polvo por un lado. El hombre me miró pestañeando, con la cara hinchada brillante de sueño. Por algún motivo empecé a hablarle en un susurro.

—He venido para ver al señor Sebastian Knight, K-n-i-g-h-t, Knight.





Gruñó y se sentó pesadamente ante un escritorio, bajo la lamparilla.

—Demasiado tarde para las visitas —masculló como para sí.

—He recibido un telegrama, mi hermano está muy mal...

Mientras hablaba sentí que trataba de insinuar que apenas cabía duda de que Sebastian estuviese vivo.

—¿Cómo se llama? —preguntó con un suspiro.

—Knight —dije—. Empieza con «K». Es un nombre inglés.

—Los nombres extranjeros deberían ser reemplazados por números —murmuró el hombre—. Haría más sencillo todo... Había un paciente que murió anoche, y tenía un nombre...

Me hirió el horrible pensamiento de que se refiriera a Sebastian... ¿Habría llegado demasiado tarde, después de todo?