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—Quiere usted decir... —empecé, pero sacudió la cabeza y volvió las páginas de un registro sobre el escritorio.

—No —masculló—. El señor inglés no ha muerto. K-K-K...

—K-n-i...

— C'est bon, c'est bon-interrumpió—. K-n-i-g-h-t... No soy idiota. Número treinta y seis.

Apretó el timbre y se echó atrás en el sillón con un bostezo. Yo iba y venía por el cuarto con un temblor de incontenible impaciencia. Al fin entró una enfermera y el portero me señaló:

—Número treinta y seis —dijo a la enfermera.

La seguí por un pasillo blanco hasta una corta escalera.

—¿Cómo está? —no pude evitar preguntarle. —No sé —dijo ella.

Me entregó a una segunda enfermera que estaba sentada en el extremo de otro pasillo blanco, copia exacta del primero, y leía un libro sobre una mesilla.

—Una visita para el treinta y seis —dijo mi guía, y desapareció.

—Pero el señor inglés está durmiendo —dijo la enfermera, de cara redonda y nariz muy pequeña y brillante.

—¿Está mejor? —pregunté—. Soy su hermano, y he recibido un telegrama...

—Creo que está un poco mejor —dijo la enfermera con una sonrisa que fue para mí la sonrisa más encantadora que he imaginado nunca—. Tuvo un ataque gravísimo ayer por la mañana. Ahora duerme.

—Escúcheme —dije, tendiéndole una moneda de diez o veinte francos—. Volveré mañana, pero ahora me gustaría entrar en su habitación y quedarme un minuto.

—Pero no debe despertarle —dijo ella, sonriendo de nuevo.

—No le despertaré. Sólo me sentaré junto a él durante un momento.

—Bueno, no sé... —dijo ella—. Desde luego, puede usted echar una mirada, pero debe tener mucho cuidado.





Me guió hasta la puerta con el número treinta y seis y entramos en un cuarto minúsculo o antecámara, con un diván. Empujó levemente una puerta semiabierta y atisbé un momento en un cuarto oscuro. Al principio sólo pude oír los latidos de mi corazón, pero después percibí una respiración corta y rápida. Alrededor de la cama había un biombo, pero de todos modos estaba demasiado oscuro para distinguir a Sebastian.

—Dejaré un poco abierta la puerta —susurró la enfermera — y podrá usted sentarse aquí, en el diván, un minuto.

Encendió una lamparilla de pantalla azul y me dejó solo.

Sentí el absurdo impulso de sacar la pitillera del bolsillo. Me temblaban las manos, pero me sentía feliz. Estaba vivo. Dormía tranquilamente. Conque era su corazón... ¿su corazón?... Lo mismo que su madre. Estaba mejor, había esperanzas. Acudiría a todos los cardiólogos del mundo para salvarlo. Su presencia en el cuarto vecino, el leve ruido de su respiración me producían una sensación de seguridad, de paz, de maravilloso descanso. Y mientras estaba allí, sentado, escuchando, y me retorcía las manos, pensé en todos los años que habían pasado, en nuestros breves encuentros. Y sabía que ahora, en cuanto pudiera escucharme, le diría que, de buen o mal grado, no me apartaría nunca de él. El extraño sueño que había tenido, la creencia en alguna verdad esencial que me diría antes de morir..., todo ello parecía vago, abstracto, como si se hubiera diluido en una cálida corriente humana de emoción más simple, más humana, en la oleada de amor que sentía por el hombre que dormía tras aquella puerta semiabierta. ¿Por qué nos habíamos apartado? ¿Por qué me había mostrado yo tan necio, tan torpe, tan tímido durante nuestros cortos encuentros en París? ¿Me marcharía ahora para pasar la noche en el hotel, o quizá me darían una habitación en el hospital, sólo hasta que pudiera verlo? Por un momento me pareció que el leve ritmo de la respiración se interrumpía, que Sebastian despertaba y hacia rechinar los dientes antes de hundirse de nuevo en el sueño: el ritmo continuó, tan bajo que apenas podía distinguirlo de mi propia respiración, mientras permanecía sentado, escuchando. Oh, le diría centenares de cosas, le hablaría de Caleidoscopio y Éxito,de La montaña cómica, Albinos de negro, La otra faz de la luna, El bien perdido, El extraño asfódelo...,todos aquellos libros que conocía tan bien como si los hubiera escrito yo mismo. Y también él hablaría. ¡Qué poco sabía yo de su vida! Pero ahora me enteraba de algo muy interesante. Aquella puerta semiabierta era el mejor vínculo imaginable. Aquella suave respiración me decía acerca de Sebastian cosas que nunca había sabido. Si hubiera podido fumar, mi felicidad habría sido perfecta. Un muelle sonó en el diván cuando cambié ligeramente de posición, y temí perturbar su sueño. Pero no: el leve sonido persistía, trazando una línea sutil que parecía la curva misma del tiempo: ya se hundía, ya reaparecía, viajando a través del paisaje formado por los símbolos del silencio: oscuridad, cortinas y un resplandor azul a mi lado.

Al fin me puse de pie y me dirigí de puntillas hacia el corredor.

—Espero que no lo haya molestado —dijo la enfermera—. Le hace bien dormir.

—Dígame, ¿cuándo vendrá el doctor Starov?

—¿Qué doctor? —dijo ella—. Oh, el doctor ruso. Non, c'est le docteur Guinet qui le soigne.Lo encontrará usted mañana por la mañana.

—Me gustaría pasar la noche aquí, en alguna parte. ¿No cree usted que quizá...?

—Y hasta podría ver al doctor Guinet ahora mismo —dijo la enfermera con su agradable voz apacible—. Vive al lado... ¿Conque es usted su hermano? Y mañana llegará su madre de Inglaterra, ¿verdad?

—Oh, no —dije—. Su madre murió hace años. Dígame usted, ¿cómo es durante el día? ¿Habla? ¿Sufre?

La enfermera frunció el ceño y me miró de manera extraña.

—Pero... no entiendo... ¿Cómo se llama usted, por favor?

—Ah... Debo explicarme —dije—. Somos hermanastros, en realidad. Mi nombre es... —dije mi apellido.

— Oh-la-la!-exclamó, enrojeciendo vivamente—. Mon Dieu!El caballero ruso murió ayer, y ha estado usted velando a Monsieur Kegan...

No vi a Sebastian, después de todo, o al menos no lo vi vivo. Pero aquellos minutos que pasé escuchando lo que creí su respiración cambiaron tanto mi vida como la habrían cambiado las palabras de Sebastian antes de morir. Sea cual fuere su secreto, conocí otro secreto: el alma no es sino un modo de ser —no un estado constante— y cualquier alma puede ser nuestra, si encontramos y seguimos sus ondulaciones. La vida futura puede ser la capacidad de vivir conscientemente en el alma escogida, en cualquier número de almas, todas ellas inconscientes de su carga intercambiable. Así... soy Sebastian Knight. Me siento como si lo representara en un escenario iluminado, entre un ir y venir de gentes que él conocía —las borrosas figuras de los pocos amigos que tenía, el estudioso, el poeta, el pintor— que dulcemente, silenciosamente, le rinden homenaje. Y allí está Goodman, el payaso de pies planos, con su pechera postiza asomando del chaleco; y allí... el pálido relumbre de la cabeza inclinada de Clare, que se aleja llorando, apoyada en una amiga. Se mueven en torno a Sebastian —en torno a mí, que lo represento—, y el viejo prestidigitador espera entre bastidores con su conejo escondido; y Nina está sentada sobre una mesa, en el rincón más iluminado de la escena, con un vaso de agua fuscinada, bajo una palma pintada. Después termina la pantomima. El pequeño apuntador calvo cierra su libro y la luz se desvanece poco a poco. El fin, el fin. Todos se marchan a su vida cotidiana (y Clare a su tumba), pero queda el héroe, porque a pesar de mis esfuerzos no consigo abandonar mi papel: la máscara de Sebastian se adhiere a mi cara, el parecido no quiere esfumarse. Soy Sebastian o Sebastian es yo, o quizá ambos somos alguien que ninguno de los dos conoce.