Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 40 из 43

Después descubrí que no tenía bastante dinero para tomar un billete de segunda, y durante un minuto me pregunté si no era mejor regresar en busca de más dinero y tomar el primer avión. Pero la presencia inmediata del tren era demasiado tentadora. Me decidí por la oportunidad más barata, como suelo hacer en la vida. En cuanto el tren se movió recordé con sobresalto que había dejado la carta de Sebastian en mi escritorio y no recordaba la dirección indicada.

20

El compartimiento era oscuro, sofocante y lleno de piernas. Gotas de lluvia corrían por los cristales: no eran líneas rectas, sino inciertas, zigzagueantes, con algunas pausas. La luz de la noche violeta se reflejaba en el cristal negro. El tren se mecía y gemía mientras atravesaba la noche. ¿Cuál sería el nombre de ese sanatorio? Empezaba con «M». Empezaba con «M». Empezaba con... Las ruedas se confundían en su movimiento impetuoso y recobraban su ritmo. Desde luego, preguntaría la dirección al doctor Starov. Lo llamaría desde la estación en cuanto llegara. Durante el sueño, un par de pesados zapatos trató de deslizarse entre mis piernas, y se retiró lentamente. ¿Qué habría querido decir Sebastian con aquello del «hotel de siempre»? No podía recordar ningún lugar de París donde hubiera residido. Sí, Starov tenía que saber dónde era. Mar... Man... Mat... ¿Llegaría a tiempo? La cadera de mi vecino rozó la mía, y sus ronquidos cambiaron de tono, se hicieron más tristes. Llegaría a tiempo para verlo vivo, llegaría... llegaría... llegaría... Tenía algo que decirme, algo de infinita importancia. El oscuro, oscilante compartimiento, atestado de muñecos tendidos, parecía parte de mi sueño anterior. ¿Qué querría decirme antes de morir? La lluvia tamborileaba en los vidrios y un copo de nieve espectral quedó fijo en un rincón hasta disolverse. Alguien, frente a mí, volvió lentamente a la vida; oí que restregaban papeles y mascullaban en la oscuridad, después se encendió un cigarrillo y su redonda lumbre me miró como un ojo ciclópeo. Debo, debo llegar a tiempo... ¿Por qué no me había precipitado al aeródromo al recibir la carta? ¡Ya estaría con Sebastian! ¿De qué se moría? ¿De cáncer? ¿Angina de pecho... como su madre? Como suele ocurrir con muchas personas que no se preocupan por la religión en su vida habitual, inventé rápidamente un Dios suave, tierno, lacrimoso, y susurré una plegaria personal. Permíteme llegar a tiempo, permítele resistir hasta que llegue, permítele decirme su secreto. Ahora todo era nieve: el vidrio era una barba gris. El hombre que había mascullado y fumado dormía nuevamente. ¿Podría estirar las piernas y poner los pies sobre algo? Tanteé con los dedos de mis pies ardientes, pero la noche era todo huesos y carne. Anhelé un sostén de madera bajo mis pantorrillas. Mar... Matamar... Mar... ¿Cuánto faltaba para París? Doctor Starov. Alexander Alexandrovich Starov. El tren saltaba sobre sus ruedas. Alguna estación desconocida. Cuando el tren se detenía, llegaban voces del otro compartimiento. Alguien contaba un cuento interminable. También se oía nuestra puerta, algún triste viajero la abría para comprobar que era inútil. Inútil. Etat désesperé.Tenía que llegar a tiempo. ¡Cuánto se detenía aquel tren en las estaciones! La mano derecha de mi vecino suspiró y trató de aclarar el cristal de la ventanilla, pero el cristal siguió empañado con una débil lucecilla amarilla a través de él. El tren se movió de nuevo. Me dolía la espalda, sentía pesados los huesos. Traté de cerrar los ojos y dormitar, pero tenía los párpados llenos de imágenes flotantes, y una tenue luz, semejante a un infusorio, se deslizaba partiendo siempre del mismo rincón. Me parecía reconocer en ella la forma del farol de una estación que había dejado atrás. Después aparecían colores y una cara rosada, con grandes ojos de gacela, se volvía hacia mí y le seguían una canasta con flores y después la barbilla sin afeitar de Sebastian. Ya no podía soportar aquella caja de pinturas óptica. Con maniobras infinitas, cautelosas, semejantes a unos pasos de una bailarina a cámara lenta, salí al pasillo. Estaba brillantemente iluminado y hacía frío en él. Durante un rato fumé y después me deslicé hacia el final del vagón. Me incliné sobre un agujero sucio y rugiente en el suelo, regresé y fumé otro cigarrillo. Nunca había anhelado algo en la vida con tanta intensidad como anhelaba encontrar vivo a Sebastian e inclinarme sobre él y oír las palabras que diría. Su último libro, mi reciente sueño, el misterio de su carta..., todo me hacía creer firmemente que una revelación extraordinaria saldría de sus labios..., si los encontraba moviéndose. Si no llegaba demasiado tarde. Había un mapa entre las ventanas, pero nada tenía que ver con el trayecto de mi memoria. Il est dangereux... E pericoloso...Un soldado de ojos enrojecidos pasó rozándome y durante unos segundos me duró en la mano un horrible escozor, porque le había tocado la manga. Soñaba con un baño, soñaba con lavarme aquel mundo asqueroso y aparecer en una fría aura de pureza ante Sebastian. Sebastian se despedía de la vida mortal y no podía ofender su olfato con aquel hedor. Oh, lo encontraría vivo, Starov no habría escrito así su telegrama de haber sabido que era demasiado tarde. El telegrama había llegado al mediodía. ¡El telegrama, Dios mío, había llegado al mediodía! Habían pasado dieciséis horas, y cuando yo diera con Mar... Mat... Ram... Rat... No, no era «R», empezaba con «M». Por un momento vi borrosamente el nombre, pero desapareció antes de que pudiera atraparlo. Y podía haber otra dificultad: el dinero. Volaría desde la estación hasta mi oficina y pediría allí algún dinero. La oficina estaba muy cerca. El banco estaba más lejos. ¿Alguno de mis muchos amigos vivía cerca de la estación? No, todos vivían en Passy o en torno a la Porte St. Cloud, los dos barrios rusos de París. Encendí mi tercer cigarrillo y busqué un compartimiento menos atestado. Por fortuna ningún equipaje me retenía en el que acababa de abandonar. Pero el coche estaba repleto y no me quedaban fuerzas para seguir recorriendo el tren. Ni siquiera estaba seguro de si el compartimiento en que me había deslizado era otro o el anterior: estaba igualmente lleno de pies y rodillas y codos, aunque tal vez el aire era menos espeso. ¿Por qué no había visitado nunca a Sebastian en Londres? El me había invitado una o dos veces. ¿Por qué me había mantenido alejado de él con tal obstinación, si era el hombre que más admiraba en el mundo? Todos aquellos asnos inmundos que desdeñaban su genio... Había especialmente un viejo tonto cuya nariz brillante deseaba retorcer... ferozmente. Ah, aquel monstruo voluminoso que se mecía a mi izquierda era una mujer; el agua de colonia y el sudor luchaban por obtener la primacía, y perdía la primera. En aquel vagón ni una sola persona sabía quién era Sebastian Knight. Aquel capítulo de El bien perdido,tan mal traducido en Cadran...¿O fue en La Vie Littéraire?Quizá fuera demasiado tarde, demasiado tarde, quizá Sebastian ya estaría muerto mientras yo estaba sentado en aquel maldito banco, con una irrisoria almohadilla de cuero que no engañaba mis doloridas nalgas. Más rápido, por favor, más rápido. ¿Para qué demonios paran en esta estación? ¿Y por qué dura tanto la parada? Adelante, adelante, así, rápido...

Poco a poco la oscuridad se diluyó en una bruma gris y un mundo cubierto de nieve se hizo vagamente perceptible a través de las ventanillas. Yo tenía un frío terrible bajo mi delgado impermeable. Las caras de mis compañeros se hacían visibles, como si capas de telarañas y polvo desaparecieran. La mujer sentada a mi lado tenía un termo de café y lo manejaba con maternal amor. Yo me sentía pegajoso, con la barba larga. Sentía que si mi hirsuta mejilla se hubiera puesto en contacto con seda me habría desvanecido. Había una nube color carne entre las demás, tan sucias, y un rosa pálido animaba capas de nieve en la trágica soledad de los campos desnudos. Apareció un camino que acompañó el tren durante un minuto y, justo antes de que desapareciera, un hombre en bicicleta pedaleó entre la nieve y los charcos. ¿Adonde iba? ¿Quién era? Nadie lo sabría nunca.