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Esa carta me impresionó, desde luego, pero no despertó en mí la ansiedad que hubiera sido natural de haber sabido que Sebastian padecía una enfermedad incurable desde 1926 y que había empeorado durante los últimos cinco años. Debo hacer la vergonzosa confesión de que mi alarma natural se apaciguó por la idea de que Sebastian era muy sensible y nervioso y que siempre se había mostrado inclinado a un pesimismo injustificado en cuanto se refería a su salud. Repito que no tenía la menor sospecha de su enfermedad cardíaca, de modo que me las compuse para convencerme de que sufría un exceso de trabajo. Sin embargo, me suplicaba que me reuniera con él en un tono nuevo para mí. Nunca parecía haber necesitado mi presencia, pero ahora la buscaba explícitamente. Eso me conmovió, me asombró; me habría metido en el primer tren si hubiera sabido toda la verdad. Recibí la carta un jueves y decidí partir hacia París el sábado, para regresar la noche del domingo, ya que a mi compañía le habrían sorprendido unas vacaciones en el peor momento de mi negocio, que debía atender en Marsella. Decidí que en vez de escribir explicándoselo, le enviaría un telegrama el sábado por la mañana, cuando supiera si podía tomar el primer tren.

Aquella noche tuve un sueño particularmente desagradable. Soñé que estaba sentado en una habitación grande y en penumbra, que mi sueño había amueblado con piezas recogidas en diferentes casas que conocía vagamente, pero con vacíos o extrañas sustituciones, como por ejemplo aquella repisa que era al mismo tiempo un camino polvoriento. Tenía la borrosa sensación de que la habitación estaba en una granja o en una posada en el campo —era una impresión general de paredes y techos de madera—. Esperábamos a Sebastian, que regresaría de un largo viaje. Yo estaba sentado en una caja o cosa parecida, y también mi madre estaba en la habitación. Había otras dos personas tomando té en la mesa redonda a la cual estábamos sentados: un hombre de mi oficina y su mujer, ambos desconocidos de Sebastian y puestos allí por el director del sueño sólo porque alguien debía llenar la escena.

Nuestra espera era incómoda, cargada de oscuros presentimientos. Yo notaba que todos sabían más que yo, pero temía preguntar a mi madre por qué se preocupaba tanto por una bicicleta enfangada que no podían meter en el guardarropa: sus puertas estaban abiertas. Había un cuadro de un buque de vapor en la pared, y las olas del cuadro se movían como una procesión de orugas, y el buque se mecía, y todo eso me molestaba... hasta que recordé que colgar una pintura así era una vieja costumbre cuando se espera a un viajero. Sebastian podía llegar en cualquier momento, y habían echado arena en el piso de madera, junto a la puerta, para que no resbalara. Mi madre se marchó con los estribos enfangados que no podía esconder, y la brumosa pareja desapareció tranquilamente: quedé solo en la habitación, cuando se abrió una puerta en el balcón del primer piso y apareció Sebastian. Bajó lentamente una escalera desvencijada que desembocaba en la habitación. Tenía el pelo revuelto y no llevaba chaqueta. Comprendí que había dormido la siesta después de su viaje. Mientras bajaba, deteniéndose un poco en cada escalón, empezando siempre con el mismo pie y agarrándose del pasamanos de madera, mi madre regresó y lo ayudó a levantarse cuando tropezó y cayó de espaldas. Rió cuando se acercó a mí, pero comprendí que se avergonzaba de algo. Tenía la cara pálida, sin afeitar, pero parecía muy alegre. Mi madre, con una taza de plata en la mano, se sentó en lo que resultó ser una camilla, pues se la llevaron dos hombres que dormían los sábados en la casa, como Sebastian me dijo con una sonrisa. De pronto advertí que Sebastian tenía un guante negro en la mano izquierda, y que los dedos de esa mano no se movían, y que nunca la usaba... Me asusté terriblemente, hasta sentir náuseas; pensé que podía tocarme con eso sin darse cuenta, porque comprendí que era una cosa postiza unida a la muñeca, que lo habían operado o había sufrido un accidente espantoso. También comprendí por qué su aspecto y toda la atmósfera de su llegada había sido tan irreal, pero aunque quizá él advirtió mi estremecimiento, siguió tomando su té. Mi madre regresó un instante para recoger el dedal que había olvidado y desapareció rápidamente, pues los hombres tenían prisa. Sebastian me preguntó si había llegado la manicura, porque estaba ansioso por prepararse para el banquete. Traté de cambiar de conversación, porque la idea de su mano mutilada me era insoportable, pero al fin llegué a ver la habitación toda en términos de uñas cortadas, y una muchacha que conocía (pero estaba extrañamente envejecida) llegó con su estuche de manicura y se sentó en un banquillo, frente a Sebastian. El me pidió que no mirara, pero yo no pude evitarlo. Vi que se quitaba lentamente el guante negro y después dejaba caer su contenido: un montón de manos minúsculas, como las patas delanteras de un ratón, rosadas y suaves. Había montones de ellas y cayeron al suelo, y la muchacha vestida de negro se arrodilló. Me incliné para ver qué hacía bajo la mesa y vi que recogía las manos y las ponía en un plato. Me incorporé pero Sebastian había desaparecido, y cuando volví a inclinarme, también la muchacha había desaparecido. Sentí que no podía quedarme un momento más en aquella habitación. Pero cuando me volví y busqué el picaporte, oí la voz de Sebastian a mis espaldas: parecía provenir del rincón más oscuro y remoto de lo que era un enorme granero: el grano surgía de un saco agujereado a mis pies. No podía verlo y estaba tan deseoso de escapar que los latidos de mi corazón parecían encubrir las palabras que él decía. Sabía que me llamaba y decía algo muy importante, que prometía decirme algo aún más importante si iba al rincón donde estaba sentado, atrapado por los pesados sacos que habían caído sobre sus piernas. Avancé y su voz me llegó en una última e insistente llamada. Una frase que me pareció absurda cuando salí de mi sueño, pero que, en el sueño mismo, resonó cargada con tan absoluto sentido, tan decidida a resolverme un monstruoso acertijo, que habría corrido hacia Sebastian de no estar ya casi fuera del sueño.

Sé que el guijarro común que encontramos en nuestra mano después de hundirla en el agua, donde parecía relumbrar una alhaja sobre la pálida arena, es realmente la soñada gema, aunque parezca un guijarro mientras se seca al sol. Por eso sentía que la frase absurda que resonaba en mi cabeza al despertar era la traducción insensata de una sorprendente revelación; y mientras yacía de espaldas, oyendo los ruidos familiares de la calle y la musiquilla vacua de una radio que alegraba el temprano desayuno de alguien en el piso de arriba, el frío pegajoso de una aprensión terrible me produjo un dolor casi físico y decidí enviar un telegrama a Sebastian diciéndole que iría ese mismo día. Un absurdo acceso de buen sentido (que nunca ha sido mi fuerte) me hizo pensar que acaso fuera conveniente averiguar en mi oficina si podían prescindir de mí. Descubrí no sólo que era imposible, sino también que era dudoso que pudiera marcharme el fin de semana. Aquel viernes regresé muy tarde a mi casa, después de un día abrumador. Me esperaba un telegrama desde el mediodía (pero es tan extraña la soberanía de las trivialidades cotidianas sobre las delicadas revelaciones de un sueño que había olvidado por completo su honesto susurro y sólo esperaba noticias mercantiles cuando abrí el telegrama).

«Sevastian estado desesperado venga inmediatamente Starov.» Estaba escrito en francés. La «v» del nombre de Sebastian era la transcripción de su pronunciación rusa; por algún motivo desconocido entré en el cuarto de baño y permanecí en él un momento, frente al espejo. Después cogí el sombrero y corrí escaleras abajo. Eran las doce menos cuarto cuando llegué a la estación; había un tren a las 0.02, que llegaba a París a las 14.30 del día siguiente.