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Callamos durante un largo rato. Ay, ya no me quedaban dudas, aunque el retrato de Sebastian era atroz..., si bien era cierto que lo había recibido de segunda mano.

—Sí, no dejaré de verla. Por dos motivos: primero, porque quiero hacerle una pregunta, sólo una pregunta... Y segundo...

—¿Sí? —dijo Madame Lecerf, sirviéndome té frío—. ¿Segundo?

—Segundo, porque no llego a imaginarme cómo semejante mujer pudo atraer a mi hermano. Por eso quiero verla con mis propios ojos.

—¿Quiere usted decir que la cree temible, una mujer peligrosa? Une femme fatale?No es así. Es buena como el pan.

—Oh, no —dije—. No terrible, no peligrosa... Hábil, si lo prefiere usted, y todo lo demás. Pero... No, tengo que verla.

—Escúcheme —dijo Madame Lecerf—. Le daré un consejo. Yo partiré mañana. Me temo que si aparece usted el sábado, Helene estará tan ocupada (siempre está ocupada) que lo citará para el día siguiente, olvidando que al día siguiente irá a pasar una semana conmigo, en el campo: y volverá a perderla. En otras palabras, creo que lo mejor sería que fuera también usted a mi casa. Porque entonces estará seguro de encontrarla. Lo que sugiero, pues, es que me visite la mañana del domingo... y se quede cuanto quiera. Tenemos cuatro dormitorios libres, y creo que estará cómodo. Además, podré hablar antes con ella y así estará de humor conveniente para entrevistarse con usted. Eh bien, ê tes-vous d'accord?

17

Es curioso, pensé: parecía haber cierta semejanza familiar entre Nina Rechnoy y Helene von Graun..., o al menos entre las dos imágenes que el marido de una y la amiga de otra me habían pintado. Entre las dos no había mucho que elegir. Nina era superficial y mundana, Helene astuta y tenaz, pero ambas eran volubles. Ninguna era de mi gusto... ni pensaba que lo fuera de Sebastian. Me pregunté si ambas mujeres se habrían conocido en Blauberg: lo habrían pasado muy bien juntas... teóricamente. En realidad, se habrían mostrado las uñas mutuamente. Por otro lado, ya podía abandonar por completo la pista Rechnoy, cosa que me aliviaba mucho. Lo que aquella muchacha francesa me había dicho acerca del amante de su amiga no podía ser una mera coincidencia. A pesar de los sentimientos que me asaltaban al enterarme de cómo había sido tratado Sebastian, no podía sino alegrarme al ver que mi búsqueda se acercaba a su fin y que se me ahorraba la imposible tarea de desenterrar a la primera mujer de Pahl Pahlich, que debía de estar en la cárcel o en Los Angeles.

Sabía que era mi última oportunidad, y como estaba ansioso por asegurarme de su presencia, hice un esfuerzo tremendo y le envié una carta a su dirección de París, de modo que pudiera encontrarla a su llegada. Fui muy lacónico: le informé sucintamente que era huésped de su amiga en Lescaux y que había aceptado esa invitación con el solo objeto de encontrarme con ella. Agregué que había importantes cuestiones de índole literaria que deseaba consultarle. Esa última afirmación no era muy sincera, pero pensé que sonaba de manera atractiva. No había entendido si su amiga le había dicho algo sobre mi deseo de verla cuando telefoneó desde Dijon. Tenía un miedo espantoso de que el domingo Madame Lecerf me informara tranquilamente que Helene se había marchado a Niza. Después de echar la carta en el buzón me dije que haría todo lo posible por concertar nuestra entrevista.

Partí a las nueve de la mañana, para llegar a Lescaux al mediodía según lo dispuesto. Ya subía al tren cuando advertí con una conmoción que pasaría por St. Damier, donde había muerto y estaba enterrado Sebastian. Había viajado allí en una noche inolvidable. Pero esta vez no reconocí nada: cuando el tren se detuvo un minuto en la pequeña plataforma de St. Damier, su inscripción fue lo único que me dijo que ya había estado allí. El lugar parecía tan simple y definido y preciso comparado con el informe recuerdo de pesadilla que fluctuaba en mi memoria... ¿O se había deformado ahora?

Me sentí extrañamente aliviado cuando el tren reanudó la marcha: ya no iba tras las huellas espectrales que había seguido durante dos meses. El tiempo era excelente y cada vez que el tren se detenía creía oír el respiro ligeramente irregular de la primavera, aún invisible pero indiscutiblemente presente: «Niñas bailarinas de miembros helados que esperan entre bastidores», escribió alguna vez Sebastian.

La casa de Madame Lecerf era grande y descuidada. Un montón de viejos árboles enfermos representaba el parque. A un lado había campos y al otro una colina con una fábrica. Todo el conjunto tenía un curioso aspecto mísero, polvoriento, abandonado; cuando después supe que había sido construido apenas treinta años antes, me sentí aún más sorprendido por su decrepitud. Cuando me dirigía a la entrada principal encontré a un hombre que bajaba precipitadamente por el sendero de grava. Se detuvo y me tendió la mano.





— Enchanté de vous co

Era un francés de aspecto corriente, de edad mediana, ojos cansados y sonrisa estereotipada. Nos dimos la mano nuevamente.

— Mon ami,perderás el tren...

La voz cristalina de Madame Lecerf llegó desde el balcón, y él se marchó obediente.

Aquel día Madame Lecerf llevaba un vestido beige; tenía muy pintada la boca, pero no había alterado su piel diáfana. El sol daba un tinte azulado a su pelo y pensé que era muy joven y bella. Cruzamos por dos o tres habitaciones que producían la impresión de que se hubiera dividido entre ellas la idea de una sala. Me parecía como si estuviéramos totalmente solos en una casa desagradablemente llena de callejones. Tomó un chal de un canapé de seda verde y se lo echó sobre los hombros.

—¿No tiene frío? —dijo—. Es una de las cosas que odio en la vida, el frío. Toque mis manos..., siempre están así, salvo en verano. El almuerzo estará listo dentro de un minuto. Siéntese.

—¿Cuándo llegará ella?

— Ecoutez-dijo Madame Lecerf—, ¿no puede olvidarla un minuto mientras hablamos de otras cosas? Ce n 'est pas très poli, vous savez.Dígame algo sobre usted mismo. ¿Dónde vive, qué hace?

—¿Vendrá ella esta tarde?

—Sí, sí, qué hombre tan obstinado... Monsieur l'ent ê té.No dejará de venir. No sea tan impaciente. Las mujeres no se preocupan por los hombres con una idée fixe.¿Qué le ha parecido mi marido?

Dije que debía de ser mucho mayor que ella.

—Es muy bueno, pero terriblemente aburrido —siguió ella, riendo—. Lo despaché adrede. Sólo hace un año que estamos casados, pero ya me siento como a punto de cumplir las bodas de diamante... Y odio esta casa. ¿Y usted?

Dije que me parecía más bien anticuada.