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—Oh, ése no es el término exacto. Parecía nueva cuando la vi por primera vez. Pero desde entonces se ha ajado... Una vez le dije a un médico que todas las flores, salvo los claveles y los asfódelos, se marchitaban si los tocaba..., ¿no es curioso?

—¿Y qué dijo él?

—Que no era botánico. Había una princesa persa como yo. Hizo que se marchitara todo el jardín del palacio.

Una criada anciana y de aspecto deprimente se asomó e hizo una seña a su ama.

—Vamos —dijo Madame Lecerf—. Vous devez mourir de faim,a juzgar por su cara.

Chocamos en el umbral de la puerta, porque ella se volvió de improviso mientras la seguía. Me cogió por el hombro y su pelo me rozó la mejilla.

—Joven torpe... —dijo—. He olvidado mis píldoras.

Las encontró y recorrimos la casa en busca del comedor. Al fin lo encontramos. Era un lugar horrible, con un mirador que parecía haber cambiado de idea en el último momento y haber hecho un débil esfuerzo por volver a su estado más simple. Dos personas entraron silenciosamente, por diferentes puertas. Una de ellas era una anciana que, supuse, era prima de Monsieur Lecerf. Su conversación se limitaba a gruñidos de aprobación frente a la comida. La otra persona era un hombre apuesto, de cara solemne y con una extraña franja gris en el ralo pelo rubio. Tampoco él pronunció una sola palabra durante el almuerzo. La presentación de Madame Lecerf consistió en un ademán precipitado y no dijo nombres. Advertí que ignoraba la presencia del hombre a la mesa... En verdad, el individuo parecía estar sentado aparte. El almuerzo estaba bien preparado, pero como al azar. El vino era excelente.

Después del primer plato, el caballero rubio encendió un cigarrillo y se marchó. Volvió un minuto después, con un cenicero. Madame Lecerf, que había estado consagrada a su comida, se volvió hacia mí y dijo:

—¿De modo que ha viajado usted mucho últimamente? Yo nunca he estado en Inglaterra... No se me ha presentado la ocasión. Debe de ser un lugar aburrido. On doit s'y e

—A propósito —dije—, olvidé decirle que escribí una carta a su amiga avisándola de que vendría aquí... y recordándole que viniera.

Madame Lecerf dejó el cuchillo y el tenedor. Pareció sorprendida y fastidiada.

—¡No es posible! —exclamó.

—Espero no haber hecho mal...

Terminamos el conejo en silencio. Siguió crema de chocolate. El caballero rubio dobló cuidadosamente su servilleta, la metió en un aro, se puso de pie, se inclinó ligeramente ante nuestra anfitriona y desapareció.

—Tomaremos café en la habitación verde —dijo Madame Lecerf a la criada.

—Estoy furiosa con usted —dijo cuando nos sentamos—. Creo que lo ha echado todo a perder.

—¿Por qué, qué he hecho? —pregunté.

Miró a otro lado. El pecho duro y pequeño subía y bajaba (Sebastian escribió una vez que eso ocurría sólo en los libros, pero ahí estaba la prueba de que se equivocaba). La venilla azul de su pálido cuello infantil pareció latir (pero no estoy seguro de eso). Las pestañas se agitaron. Sí, era decididamente una mujer hermosa. Sin duda era oriunda del Mediodía. De Arles, quizá. Pero no, su acento era parisiense.

—¿Nació usted en París? —pregunté.





—Gracias —dijo sin mirarme—. Es la primera pregunta que me hace sobre mí misma. Pero eso no repara su error. Es lo más tonto que pudo hacer. Quizá si yo hubiera tratado... Perdón, volveré dentro de un minuto.

Volví a sentarme y fumé. El polvo giraba en un rayo de sol inclinado; volutas de humo de tabaco se le unían y rotaban insistentes, como a punto de formar una imagen. Permítaseme repetir que odio perturbar estas páginas con observaciones de índole personal, pero creo que quizá divertirá al lector (y acaso también al espectro de Sebastian) si digo que por un momento pensé hacer el amor a esa mujer. Era muy extraño..., al mismo tiempo me irritaban las cosas que decía. En cierto sentido estaba perdiendo mi dominio. Me recobré mentalmente mientras volvía.

—Ya está hecho —dijo—. Helene no está en su casa.

— Tant mieux-respondí—. Probablemente venga hacia aquí, y debería usted comprender la impaciencia que tengo por verla.

—Pero ¿por qué demonios le escribió? —exclamó Madame Lecerf—. Ni siquiera la conoce. Yo le había prometido que estaría aquí hoy. Si no me creyó y quiso cerciorarse... alors vous etes ridicule, cher Monsieur.

—Oh, eso nunca se me ocurrió —dije sinceramente—. Sólo pensé..., bueno, la mantequilla puede arruinar el pastel, como decimos los rusos.

—Creo que la mantequilla y los rusos me importan un bledo.

¿Qué podía hacer? Miré la mano de Madame Lecerf, que yacía cerca de la mía. Temblaba ligeramente, su vestido era leve y vaporoso... Un extraño estremecimiento que no era de frío me recorrió la espalda. ¿Debía besar esa mano? ¿Podía mostrarme cortés sin sentirme tonto?

Ella suspiró y se puso de pie.

—Bueno, no hay nada que hacer. Me temo que la haya ahuyentado y si viene..., bueno, no importa. Ya veremos. ¿Le gustaría ver nuestra finca? Creo que hace más calor fuera que en esta miserable casa, que dans cette triste demeure.

La «finca» consistía en el jardín y el bosquecillo que ya había advertido. Todo estaba muy tranquilo. Las ramas negras, matizadas aquí y allá de verde, parecían atentas a su propia vida. Algo lúgubre pesaba sobre el lugar. Contra un muro había tierra excavada y amontonada por un misterioso jardinero que se había marchado olvidando su herrumbrosa pala. Por algún extraño motivo recordé un asesinato ocurrido hacía poco, en un jardín como aquél.

Madame Lecerf estaba silenciosa; después dijo:

—Debió de querer mucho a su hermanastro, para consagrarse de tal modo a su pasado. ¿Cómo murió? ¿Se suicidó?

—Oh, no —dije—. Padecía una enfermedad cardíaca.

—Creí oírle decir que se había matado. Habría sido mucho más romántico. Su libro me decepcionará si todo termina en la cama. Aquí hay rosas durante el verano... aquí, en este fango... pero es difícil que el verano vuelva a pescarme aquí.

—Nunca se me ocurrirá falsificar su vida —dije.

—Oh, muy bien. Conocí a un hombre que publicó las cartas de su difunta mujer y las distribuyó entre sus amigos. ¿Por qué supone que la biografía de su hermano interesará a la gente?

—¿Nunca leyó usted?... —empecé, cuando súbitamente un automóvil elegante pero cubierto de barro se detuvo ante el portal.

—Oh, demonios —dijo Madame Lecerf.