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Lentamente, regresé a la estación. El parque. Quizá Sebastian recordara aquel banco de piedra, bajo aquel cedro, en el momento de morir. El perfil de aquella montaña pudo ser el fondo de una noche inolvidable. El lugar entero me parecía un inmenso montón de desperdicios donde se hubiera perdido una alhaja. Mi fracaso era absurdo, horrible, doloroso. La gravosa apatía de un sueño agotado. Desesperados manoteos en medio de cosas que se esfuman. ¿Por qué era el pasado tan rebelde?

«¿Qué haré ahora?» La corriente de la biografía que tanto deseaba seguir se hundía en la pálida niebla después de un recodo, como el valle que contemplaba ahora. ¿Podía prescindir del dato y escribir el libro? Un libro con un pasaje en blanco. Una imagen inacabada..., miembros incoloros del mártir con los dardos en el flanco.

Me sentía perdido, no tenía adonde ir. Había calculado bastante los medios de descubrir el último amor de Sebastian y sabía que no había otra manera de dar con el nombre. ¡Su nombre! Estaba seguro de poder reconocerlo de inmediato con sólo echar una mirada a aquellos folios grasientos. ¿Debería abandonar la búsqueda y ponerme a recoger otros detalles menudos acerca de Sebastian que, lo sabía, me sería fácil obtener?

Me encontraba en medio de semejante confusión cuando tomé el pequeño tren de cercanías que me llevaría a Estrasburgo. Después seguiría hasta Suiza, y quizá... Pero no, era incapaz de sobrellevar el dolor agudo de mi fracaso; hice lo posible por sumergirme en un diario inglés que llevaba conmigo (me adiestraba, por así decirlo, leyendo exclusivamente el idioma inglés, como preparación para la obra que emprendería... Pero ¿quién puede emprender nada en tal estado de ánimo?).

Estaba solo en mi compartimiento (como suele ocurrir en la segunda clase de ese tipo de trenes), pero en la siguiente estación un hombrecillo de cejas pobladas subió al vagón, me saludó con aire europeo, en espeso francés gutural, y se sentó frente a mí. El tren siguió la marcha, derecho hacia el poniente. Súbitamente, advertí que el pasajero me observaba fijamente.

—Tiempo maravilloso —dijo, quitándose el sombrero y exhibiendo una calva rosada—. ¿Es usted inglés? —preguntó sonriendo y con una leve inclinación.

—Pues... sí, por el momento.

—Lo veo, lee usted diario inglés —dijo, señalando con el dedo.

Después se quitó precipitadamente el guante de cabritilla y volvió a señalar (quizá le habían enseñado que es grosero señalar con el guante puesto). Murmuré algo y miré a otro lado: no me gusta conversar en los trenes y en aquel momento me sentía peculiarmente poco inclinado a hacerlo. Siguió mi mirada. El sol bajo inflamaba las muchas ventanas de un vasto edificio que giró lentamente, mostrando una inmensa chimenea, después otra, mientras el tren avanzaba.

—Es Flambaum y Roth —dijo el hombrecillo—. Gran fábrica. Papel.

Hubo una breve pausa. Después se rascó la gran nariz lustrosa y se inclinó hacia mí.

—He estado en Londres, Manchester, Sheffield, Newcastle —dijo.

Se quedó mirándose el pulgar, que no había intervenido en la cuenta.

—Sí —dijo—. Comerciante de juguetes. Antes de la guerra. Y jugaba un poco al fútbol —agregó, quizá porque advirtió que miré un campo escabroso con dos porterías en los extremos: una de ellas había perdido un travesano.

Hizo un guiño; el bigotillo se le erizó. —Una vez —empezó a decir, sacudiéndose con risa silenciosa—, una vez, sabe usted, corrí y chuté la pelota desde «fuera»... —Oh —dije con tono exánime—. ¿Metió usted un gol? —El viento lo metió. Fue una buena robinsonada.

—¿Una qué?

—Una robinsonada..., una buena jugarreta. Sí... ¿Viaja usted lejos? —preguntó con una vocecilla melosa.

—Bueno —dije—, este tren no va más allá de Estrasburgo.

—No, quiero decir en general. ¿Es usted viajante?

Dije que sí.

—¿De qué? —preguntó, ladeando la cabeza. —Oh, de pasados, supongo... —respondí.

Asintió como si hubiera entendido. Después, inclinándose otra vez hacia mí, me tocó en la rodilla y dijo:

—Ahora vendo cuero..., pelotas de cuero, sabe..., para fútbol. Y bozales para perros y cinturones como éste.

Volvió a palmearme ligeramente la rodilla.





—Pero antes..., el año pasado, los cuatro años pasados, estaba en la policía... No, no; no del todo... con traje de civil... ¿Comprende?

Lo miré con súbito interés.

—Espere... Me da usted una idea —dije.

—Sí —dijo—. Si quiere una ayuda..., buen cuero, cigarette-étui,guantes de boxeo...

—Nada de eso —dije.

Cogió el sombrero que tenía junto a sí, en el asiento, se lo puso cuidadosamente (la nuez de Adán subía y bajaba) y después, con una brillante sonrisa, se lo quitó para saludarme.

—Me llamo Silberma

Nos dimos un apretón de manos y me presenté.

—Pero ese nombre no es inglés —exclamó, dándose una palmada en la rodilla—. ¡Es ruso! Gavrit parussky?También sé otras palabras... Espere... Ah, sí. Cookolkah...,la muñequita.

Calló un instante. Ya maduraba la idea que me había dado. ¿Consultaría a un detective privado? ¿Me resultaría útil aquel hombrecillo?

— ¡Rebah!-exclamó—. Otra... Pez, ¿no? Y... Sí. Braht, millee braht...,querido hermano.

—Estaba pensando —dije— que quizá, si le cuento el mal momento por el que paso...

—Pero eso es todo —dijo con un suspiro—. Hablo (de nuevo contaron sus dedos) lituano, alemán, inglés, francés (y otra vez quedó libre el pulgar). Olvidé el ruso. ¡Es una época!...

—¿Quizá podría usted?... —empecé.

—Lo que usted quiera —dijo—. Cinturones de cuero, bolsos, blocs de notas, sugerencias...

—Sugerencias —dije—. Estoy tratando de encontrar a una persona..., una dama rusa a quien nunca conocí y cuyo nombre ignoro. Todo cuanto sé es que vivió en cierta época en un hotel de Blauberg.

—Ah, buen lugar —dijo Silberma

—Bueno, ante todo me gustaría saber qué se hace en tales casos.

—Lo mejor es que se olvide usted de ella —dijo Silberma

Después adelantó la cabeza y sus cejas hirsutas se movieron:

—Olvídela. Quítesela de la cabeza. Es peligroso e inútil.

Me quitó algo del pantalón y volvió a apoyarse en su respaldo.